LA VIDA DE NOS, ALBANY ANDARA MEZAAGO 17, 2022
La ola de protestas en contra del régimen de Nicolás Maduro que se desató en 2014 dejó 43 personas fallecidas. Una de ellas fue Geraldine Moreno, joven de 23 años a quien en medio de una manifestación le dispararon a quemarropa. Su madre, Rosa Orozco , sintió que se quedó sin aire. Y que solo volvió a respirar cuando perdonó a los asesinos. Desde entonces, es activista de la justicia, el encuentro y el perdón.
FOTOGRAFÍAS: MARTHA VIAÑA
El nombre de Geraldine Moreno comenzó a aparecer en los titulares de la prensa con la noticia que protagonizaba: dos guardias nacionales le habían disparado a quemarropa con perdigones mientras protestaba en la puerta de su casa en Naguanagua, Carabobo, en el centro norte de Venezuela, el 19 de febrero de 2014.
La chica manifestaba por lo mismo que muchos otros jóvenes: la crisis económica del país, el deterioro de las instituciones, los anaqueles de los supermercados vacíos, la represión hacia quienes salían a las calles a reclamar.
Aunque al caer al suelo Geraldine se llevó las manos a la cara, en un gesto mudo pidiendo clemencia, los funcionarios volvieron a dispararle. Uno de ellos accionó el arma a 10 centímetros del rostro. Otros 22 policías miraron la escena sin intervenir.
A Geraldine la llevaron de emergencia al Hospital Metropolitano del Norte. En la noche, aunque tenía lesiones en distintas partes del cuerpo y una fractura en el cráneo, pudo hablar con su mamá: le preguntó por sus amigos y le pidió la bendición. En ese momento, Rosa tuvo esperanzas.
—Mami, yo te quiero. Dios te bendiga. Bendición —murmuró.
Murió tres días después, tras haber perdido un ojo y 80 por ciento de la masa encefálica.
Tenía 23 años.
Hubo un funeral, un homenaje, los pésames.
La asfixia.
Rosa Orozco sintió que dejó de respirar. Fue como si de pronto se hubiese hundido en un pozo negro, profundo: cada día era más asfixiante que el anterior.
Se dormía y volvía a despertar con la misma imagen en la cabeza: la del rostro destrozado de Geraldine.
Rosa no dejaba de llorar a su hija. Recordó, con dolorosa claridad, cada pequeño momento de su vida juntas. Enclaustrada en su departamento —ubicado en el conjunto residencial Bayona Country en Tazajal, en Carabobo— sintió odio por los hombres que se la habían arrebatado. Y fue uno de esos días que su madre le dijo algo que se quedaría resonando en su cabeza:
—Tienes dos opciones: o te vas por el perdón y ese amor que siempre le enseñaste a tu hija o te vas por el odio. Aunque creo que por el segundo no vas a poder conseguir nada.
En su casa, donde solo le quedaban las fotos y un gato amarillo que había pertenecido a Geraldine, Rosa comprendió el significado de la palabra “ausencia”.
Tendió las sábanas de la cama de su hija, miró con atención cada objeto dentro del cuarto que alguna vez fue de ella. Rememoró los sueños que compartieron, recordó su risa. Contempló la bandera de Venezuela olvidada en un rincón, como un símbolo de que su Geral abrazó la idea de un mejor país.
También aspiró el aroma de su ropa, consciente de que el olor se iría con el paso del tiempo. No se atrevió a mover mucho sus cosas, porque temía que la esencia de su muchacha se evaporara de la habitación. Allí, dentro de esas cuatro paredes, imaginaba a Geraldine, sentada, ordenando sus cosas, estudiando para aprobar el 5to semestre de citotecnología en la Universidad Arturo Michelena o acariciando al gato.
La silueta de su hija aparecía en cada esquina.
Pero, al final del día, ella no estaba; lo sabía.
Rosa, católica como casi toda su familia, se resistía a conversar con Dios. ¿Qué podía decirle más allá de plantearle esa única pregunta que la atormentaba?
¿Por qué?
¿Por qué?
¿Por qué?
En medio del duelo, Rosa comenzó a buscar justicia: pedía a gritos que se investigara la muerte de Geraldine. Protestó públicamente, acudió a la Fiscalía, habló con periodistas y hasta llegó al Parlamento Vasco para contar que a su hija la habían asesinado extrajudicialmente.
Se presentó en el Ministerio Público de Venezuela durante 56 audiencias hasta que en 2016 fueron enjuiciados Albín Bonilla Rojas y Francisco Caridad Barroso, a quienes declararon culpables del asesinato.
El 23 de septiembre de ese año, en una de esas audiencias, se detuvo a menos de un metro de Bonilla y de Caridad para verlos directamente a los ojos. Eran hombres muy jóvenes. Ambos se sorprendieron ante la proximidad de ella. Rosa guardó silencio, con los labios apretados en una fina línea. Un inspector apostado en una de las puertas la observó con curiosidad.
Caridad bajó la cabeza y comenzó a llorar y a temblar ligeramente. Él tenía un niño pequeño en casa y su esposa estaba esperando un bebé. Su compañero, en cambio, se quedó muy serio, con una mirada como de depredador: él fue el que disparó al rostro de Geraldine, a medio palmo de distancia.
—¿Por qué le hicieron eso a Geraldine? ¿De dónde conocían ustedes a mi muchacha o qué les hizo ella para merecer lo que le hicieron? —preguntó Rosa.
No hubo respuesta.
Supo que no la tendría.
Recordó aquel consejo de su madre y volvió a mirar a los funcionarios.
Entonces, en ese instante, pensó: “Puedo pasar el resto de mi vida aborreciéndolos, ahogada en este odio, en los recuerdos de mi niña pidiendo una última bendición”. Se dijo a sí misma que sería una vida angustiosa y sofocante, en la que ninguna condena judicial le parecería suficiente.
—Les voy a decir algo: yo los voy a perdonar a ustedes. Primero, me perdono yo, porque necesito liberarme de todo este odio, de esta presión que tengo en mi pecho. Quiero avanzar y los perdono a ustedes, porque si no, no voy a poder seguir adelante —dijo.
Las palabras le salieron claras, sin atropellos. Por primera vez, desde la muerte de Geraldine, respiró sin que le dolieran las costillas. Podría decirse que Rosa Orozco volvió a respirar de verdad el día que perdonó a los hombres que asesinaron a su hija. El oxígeno que había perdido un 22 de febrero regresó a sus pulmones con tanta fuerza que su tórax se movió con brusquedad, y ella sintió que despertaba violentamente del letargo en el que había estado sumergida por tanto tiempo.
De inmediato, se dio la vuelta y, aliviada, se concentró en su respiración.
Meses después, el 14 de diciembre de 2016, Albin Bonilla Rojas fue condenado a 30 años de prisión por la muerte de Geraldine Moreno y Francisco Caridad obtuvo 16 años y 6 meses de cárcel.
Ese día, volvió a decirles públicamente que los perdonaba.
Rosa se convenció de que el perdón no significa dejar atrás la memoria, sino que se trata de reconciliarse con la idea de que la vida continúa con todos sus matices, a pesar de que las personas amadas ya no están.
Motivada y segura de que podría ayudar a otras personas con casos similares al de ella, se reunió en 2017 con una amiga cercana, la doctora Marta Tineo, una especialista en derechos humanos, abogada de la Universidad Central de Venezuela.
Ese año, en la salita de su apartamento, fundó, en conjunto con Tineo, una ONG que llamó Justicia, Encuentro y Perdón (JEP).
—Esas no son palabras menores. La impunidad hace un gran daño a la sociedad y sobre ella no existe posibilidad de paz. No todo el mundo mastica la palabra perdón, pero solo a través de él alcanzaremos esa paz social y esa paz con nosotros mismos. No va a ser la venganza lo que nos va a permitir reconstruir este país —reflexionó con Marta aquel día.
La ONG nació con el objetivo de monitorear, documentar y visibilizar los casos de violaciones a los derechos fundamentales y promover el perdón como medio de reconciliación en Venezuela.
Marta y Rosa mantuvieron la convicción de que eran capaces de hacer algo por las víctimas de la represión del gobierno de Nicolás Maduro, incluso durante los momentos difíciles. No cambiaron de idea ni siquiera cuando el Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (Sebin) comenzó a vigilarle los pasos. Luego del juicio, Rosa veía con frecuencia a funcionarios apostados en la entrada del edificio de Bayona Country.
Un mañana, al regresar de caminar, se acercó a los hombres vestidos de negro.
—Mira, hijo, ¿ya tú tomaste café?, que son las 6:00 de la mañana y estás aquí parado… —le preguntó a uno.
Ninguno dijo nada.
Al rato, se fueron.
En 2018, los abogados de Bonilla y Caridad Barroso apelaron a la decisión del tribunal, pero la sentencia fue ratificada en 2019 por la Sala de Casación Penal del Alto Juzgado tras declarar que los argumentos de la defensa no tenían lugar.
En 2019 Rosa volvió a llorar. Todavía quedaban libres 20 guardias testigos que no habían intervenido en el asesinato de Geraldin y la cadena de mando que dio la orden de disparar. Para que hubiese justicia, esos hombres debían ser juzgados, pensó.
—Aún me falta mucho —le dijo a Marta.
En febrero de 2020, tomó un avión y, vestida de negro, se subió al pódium de la Cumbre de Ginebra por los Derechos Humanos y la Democracia.
—He denunciado incansablemente la complicidad de todos los guardias y la línea de mando, hubo una orden y lo denunciaré hasta que no quede sangre en mi cuerpo. Exijo que no haya más ejecuciones extrajudiciales en mi país, no más impunidad, justicia para mi caso y el de todas las víctimas. Ante la impunidad existente en Venezuela, pediré justicia a la comunidad internacional —expuso tajante.
El auditorio estalló en aplausos.
Un año después, JEP anunció una campaña en España, Italia, México, Colombia y Estados Unidos y un primer concurso de fotografía titulado “Contra el Olvido”, para registrar la memoria histórica de los reprimidos. Hoy sigue recogiendo denuncias y armando campañas para exigir que sean atendidas. En cada rostro de las mujeres y hombres que acuden a la ONG a denunciar, Rosa reconoce el mismo dolor contenido de un padre o una madre que se sobrepone a la pérdida como puede. Algunos son escuchados por personal de la organización Psicólogos sin Fronteras, que colabora con JEP.
En medio de la pandemia de covid-19, entre 2020 y 2021, Rosa continuó trabajando. La soledad de su casa era más palpable estando encerrada por la cuarentena, pero no por ello cesó de denunciar, documentar y participar en actividades virtuales. Se esforzó por recordarle a la gente que las protestas de 2014 dejaron 43 personas asesinadas, la mayoría por armas de fuego.
Cada año, en el aniversario de la muerte de Geraldine Moreno, organiza un evento en su honor. No se encierra a llorarla, sale a recordarla como lo que era: una joven con talante, con pasión por el deporte y la vida. En el parque que lleva su nombre, allí mismo en Tazajal, organiza campeonatos de fútbol. También manda a hacer una misa en la tarde.
Porque sí, luego de tanto tiempo, Rosa ha vuelto a hablar con Dios, a rezar.
Hasta el momento, ha registrado los nombres de 331 venezolanos muertos en protestas desde 2014. Un museo digital de los caídos, el acompañamiento a los familiares de las víctimas y un papeleo minucioso sobre la represión del totalitarismo venezolano es el legado de Rosa Orozco, que no está segura de cuándo volverá a reír genuinamente. Solo sabe que luego del perdón viene la verdadera búsqueda de justicia, y es cuando uno vuelve a respirar.
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