LA VIDA DE NOS,
A petición del Centro de Derechos Humanos de la Universidad Católica Andrés Bello, la abogada Andrea Santacruz empezó a ayudar a jóvenes detenidos en las protestas en contra de Nicolás Maduro que iniciaron en febrero de 2014. A partir de entonces, comenzó a recorrer un camino que hasta ese momento le resultaba ajeno: el de los derechos humanos.
FOTOGRAFÍAS: MARTHA VIAÑA
“Dios, dame una señal para saber si debo tomar ese caso”. La abogada Andrea Santacruz no sabía qué hacer. Dudaba. En sus oraciones, pedía claridad para tomar una decisión. Por aquellos días de septiembre de 2014, Aurora Armesto le había pedido que se hiciera cargo de la defensa de su novio, Christian Holdack. Acudió a ella porque pensaba que podría ayudarlos, pues Santacruz había estado defendiendo a otros de los jóvenes que habían detenido meses antes en las manifestaciones en contra del régimen de Nicolás Maduro.
A Christian lo habían puesto preso el 12 de febrero, justo cuando recrudecieron las protestas que se extendieron durante varias semanas y dejaron 43 fallecidos. Andrea, al principio, pensó que lo mejor era orientar a Aurora, quizá referirla a algún colega, pero no asumir el caso, porque imaginaba que la defensa de Christian no sería fácil.
Por una mala jugada del azar, a él lo involucraron en el juicio contra Leopoldo López, líder opositor que había convocado las manifestaciones. Christian, estudiante de diseño gráfico de 34 años de edad, asistió para documentar la marcha por el día de la juventud, en la que los estudiantes exigirían a la Fiscalía la liberación de algunos jóvenes detenidos, en medio de otra manifestación, días atrás en los estados Mérida y Táchira. Durante la actividad, hacía fotografías y videos. Capturó el instante en el que funcionarios del Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (Sebin) le dispararon al joven estudiante Bassil Da Costa, de 23 años de edad, y luego siguió la secuencia hasta que lo llevaron al vehículo que lo trasladó a un hospital, donde finalmente falleció. Después siguió documentando la revuelta que se produjo.
Se fue a la Fiscalía, en el centro de la ciudad, donde manifestantes lanzaron piedras contra la institución. Grabó tanto como pudo, hasta que un policía lo golpeó por las piernas y cayó al piso. Lo detuvieron a la fuerza. Como a otros 30 jóvenes, lo arrodillaron y lo pusieron frente a la pared mientras lo empujaban.
Lo acusaban de haber incitado actos violentos.
Andrea pensaba que el juicio sería como nadar contracorriente. No le llegó la señal que le pedía a Dios, sino más bien un presentimiento: el pálpito de que, simplemente, debía hacerlo. Algo, no sabía muy bien qué, le decía que ella sería una herramienta para liberarlo.
Era intuición, tal vez.
Christian estaba detenido en la policía de Chacao, en el este de Caracas. Andrea fue a conocerlo días después de su detención, y notó que todavía estaba contrariado por lo que acababa de vivir. Le prometió que haría lo que estuviera en sus manos para liberarlo. Que siempre le hablaría con la verdad, por más dura que fuera.
Desde entonces, comenzó a visitarlo cada semana, luego cada 15 días. Cuando no estaba planificando las apelaciones, estaba dando clases —desde 2011 era profesora de derecho penal en la Universidad Metropolitana (Unimet)—. Todo ello mientras defendía otros casos. Por aquellos días, pasaba horas de pie, de un tribunal a otro, desde la mañana hasta la madrugada. En el trajín, perdió unos cuantos kilos. Pero sentía que todo valía la pena. Que era necesario.
A pesar de que en cada presentación ante los tribunales insistía en que a Christian debían liberarlo porque cuatro meses después de su detención había desarrollado estrés postraumático con ideas suicidas, la jueza Susana Barreiros lo negaba una y otra vez. Ante cada negativa, Andrea se repetía a sí misma: Ten paciencia, ten constancia y mantén tu buen nombre.
El 2 febrero de 2015, el día de Nuestra Señora de Candelaria, prendió una vela. Dicen que si ese día le pides un deseo muy fuerte a la Virgen, se cumple: Andrea cerró sus ojos y pidió, con fe, que liberaran a Christian.
Un mes después, la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) ordenó la liberación del joven, con medidas cautelares. Cuando lo supo, a Andrea le temblaron las manos. Cuando se vieron otra vez, fuera de la cárcel, se fundieron en un abrazo. Era su forma de agradecerle. Andrea se sintió más tranquila, aunque el juicio seguía su curso. El objetivo, pensaba ella, era la libertad plena.
Pero el viento no estaba a su favor: aunque no se anuló la decisión de la Sala Constitucional del TSJ que le daba libertad con régimen de presentación, meses después, en octubre de 2015, publicaron que la condena a Christian era de 10 años, 6 meses, 7 días y 12 horas de prisión por los delitos de incendio, instigación pública, agavillamiento y daños.
Andrea se vio inundada de la adrenalina que siempre invade su cuerpo cuando siente impotencia.
De niña, a Andrea le gustaba sentirse grande. A falta del hermano mayor que tanto deseaba, se sentía a gusto rodeada de sus primos mayores. No sabía que la grandeza no depende de la edad ni del tamaño, sino que se mide por las actitudes. Que cuando, ante una injusticia, sientes esa adrenalina que acelera el corazón, que se riega por el cuerpo e impulsa a reaccionar sin titubeos, también es un síntoma de grandeza.
La primera vez que la sintió tenía unos 5 años. Estaba en un restaurante junto a sus padres y un mesero expulsó del local a otro niño que estaba vendiendo flores y pidiendo unas cuantas monedas. Andrea, atónita, les pidió a sus padres abandonar el lugar. “Aquí maltratan a los niños, así que me quiero ir”, dijo. Porque si no podía hacer nada para frenar aquel atropello, entonces no iba a tolerarlo. Ni la promesa del banquete que estaba por llegar le hizo cambiar su decisión. Después de que llegó la comida, se fueron. Fue cuando en su pequeño gran mundo, aunque no entendía de palabras grandilocuentes, conoció lo que era la impotencia.
Por esa y otras anécdotas que con el tiempo fue reconociendo gracias a sus padres, Andrea siempre supo que quería dedicarse a defender a los demás.
Un día le preguntó a su familia a qué profesión se parecía esa idea de ayudar a otros. Le dijeron que la abogacía.
“Entonces seré abogada”, sentenció.
Siempre vio a su tío Julián como un ejemplo a seguir. Lo consideraba un hombre amoroso, familiar y exitoso. Era fanático del Magallanes y abogado. Quería ser como él. Así que, además de esa insistencia en ayudar a los demás, se hizo magallanera y abogada, en ese orden.
Estaba contenta con la decisión que había tomado desde pequeña, preparándose para ser lo que el destino también quería que fuera. Decidió estudiar en la Universidad Metropolitana de Caracas (Unimet) y se graduó en 2008, con 22 años. Estaba llena de incertidumbre. ¿Quién no ha sentido miedo al fracaso alguna vez, y más cuando se es tan joven? Miedo a no conseguir trabajo; a quizá no tener el éxito del tío Julián. Buscando una palabra sabia, un consejo sobre cómo tener éxito, Andrea acudió a él. La respuesta que le dio se convertiría en un mantra:
Ten paciencia, ten constancia y mantén tu buen nombre.
Más adelante, también por consejo de su papá y de su tío, decidió estudiar una maestría en gerencia tributaria de empresas porque, le decían, esa era un área más tranquila que el derecho penal, que era lo que ella en realidad quería estudiar. A Andrea no le ilusionaba ser tributista pero lo hizo porque, pensaba, en algo debía especializarse. El derecho internacional nunca le gustó, así que fue una de las primeras que descartó. “Nunca lo voy a utilizar”, pensaba.
Así que eligió seguir su instinto. Porque como reza el dicho: “Corazón apasionado, no quiere ser aconsejado”. Ella quería ser abogada penalista: en 2011 entró en la UCV a cursar la especialización en ciencias penales y criminalísticas.
El 12 de febrero de 2014, Andrea estaba en la oficina de su bufete privado, en Chacao. Allí trabajaba desde 2012 con Rafael Quiñones y su hijo Ahmed, viejos amigos de la familia. De pronto recibió una llamada que la tomó por sorpresa. Le dijeron que necesitaban con urgencia a abogados penalistas para una tarea difícil, y que habían recomendado acudir a ella. Era del Centro de Derechos Humanos de la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB).
—La cantidad de detenidos es muy grande y no somos suficientes —le explicaron del otro lado del teléfono.
Lo primero que hizo fue consultarlo con Rafael y Ahmed. A ella algo le decía que debía hacerlo. Sentía que, ayudando a esas personas, también ayudaba a su país. Que era una forma de tender una mano a los estudiantes que protestaban, con quienes sentía un vínculo especial por haber formado parte del movimiento estudiantil de la Unimet en 2007, cuando ella era estudiante. Pero hasta ese momento no tenía experiencia en temas de derechos humanos. Para hacerse fuerte y asumir el reto, necesitó la ayuda de Rafael, a quien ya consideraba un mentor.
Acudió a la audiencia de presentación de un grupo de jóvenes que habían sido capturados por la Guardia Nacional Bolivariana (GNB), y a quienes acusaban de los hechos de violencia de esos días tan convulsos: ese 12 de febrero habían matado al Bassil Da Costa. Como no había pruebas de que el grupo hubiera participado en algún acto delictivo, los liberaron.
“Listo, ya cumplí”, pensó con la satisfacción del trabajo hecho.
Pero con el paso de los días, las protestas se hicieron cada vez más multitudinarias y, tras cada una de ellas, las cárceles se abarrotaban: sin argumentos jurídicos válidos, los detenidos entraban en lotes. Andrea pensaba que debía ayudarlos. Aunque no recibiera dinero por ello. De pronto volvió a sentirse como la niña del restaurante: indignada, impotente. Sintió, de nuevo, esa adrenalina que acelera el corazón y que se riega por el cuerpo.
Fue así como en 2014 empezó a transitar su camino por la defensa de los derechos humanos. Al grupo de la UCAB se le unió la Unidad de Defensa de Derechos Humanos de la Unimet. Allí casi todos eran mujeres y se encargaron de engranar un equipo. Mientras que unas preparaban los juicios, otras se enfocaban en los derechos humanos. En las audiencias ninguna estaba sola nunca y, cuando sentían que el cansancio pasaba factura, se tenían la una a la otra para darse ánimo.
En más de una ocasión, sintió que lo estaban logrando.
Cada liberación que conseguían venía acompañada de un abrazo de agradecimiento de las víctimas y sus familiares. Era lo máximo que podían devolverle; tampoco necesitaba más. Para Andrea, cada abrazo era una caricia para el alma.
Fueron tejiendo una red de ayuda cada vez más grande. Se unieron estudiantes de la UCAB y de la Unimet. También fue importante el trabajo de los amigos periodistas de Andrea: iban a Fuerte Tiuna, una instalación militar de Caracas, donde publicaban las listas con los nombres de los detenidos en cada protesta. Eso facilitaba dar con sus familiares y empezar a trabajar en la defensa de cada uno de ellos.
Pero enseguida llegó la frustración.
Cualquier atisbo de justicia se veía entorpecido por más detenciones arbitrarias, por más atropellos, por más violaciones de derechos humanos. Desde febrero hasta octubre de 2014, de acuerdo con la ONG Foro Penal, hubo 3 mil 383 detenciones relacionadas con manifestaciones, de los cuales al menos 138 de ellos —según la ONG— fueron torturados o recibieron tratos crueles e inhumanos. Ese año vio a madres desmayarse porque los tribunales ordenaban mantener a sus hijos tras las rejas. Vio a jueces ordenar juicios exprés para dejar indefensos a los detenidos o para imponer defensores públicos que los perjudicaban. En una ocasión, algunos de sus defendidos le dijeron: “Nos fue bien. Mientras nos trasladaban nos decían que nos picarían en pedacitos y echarían los restos al río Guaire, pero nos fue bien”.
Aunque lo que más la desesperaba era saber que los responsables de esas violaciones de derechos humanos seguían ahí, en el poder, sin pagar por lo que hacían, sin ser investigados por nadie.
Un día explotó.
Estaba cansada de que nadie hiciera nada. Frustrada, uno de esos días de 2014 preguntó a Angelina Jaffé, la directora del CDH de la Unimet y profesora de derecho internacional, qué hacía falta para que el mundo reaccionara. Si, al igual que en Ruanda, era necesario que mataran a millones de personas para que la justicia internacional abriera una investigación al Estado venezolano por violaciones de derechos humanos.
Angelina le explicó que, como un cuentagotas, la justicia internacional tarda, pero llega. Que, como si fuese un trabajo de hormiguitas, debían insistir en documentar, denunciar y difundir cada hecho. Le recomendó que tuviera paciencia. El consejo no le era ajeno. Se repitió:
Ten paciencia, ten constancia y mantén tu buen nombre.
Entonces comprendió que siempre estuvo equivocada. Que el derecho internacional, que aborrecía cuando era más joven, sería clave para que en Venezuela, en un futuro, muchos encuentren justicia.
Andrea sintió que el 2014 la había marcado, así que desde ese momento supo que debía continuar trabajando en casos de violaciones de derechos humanos. Y en enero de 2017 la nombraron directora del Centro de Derechos Humanos de la Unimet. Era, quizá, otro mensaje del destino.
El 31 de marzo volvieron las manifestaciones en contra del régimen de Maduro.
De nuevo, las calles se abarrotaron de gente para protestar. Hubo heridos, muertos y detenciones arbitrarias. El 26 de abril, Andrea iba en camino a comer un dulce con una amiga cuando recibió una nota de voz de un miembro de Apoyo Unimet, la red estudiantil que monitoreaba las manifestaciones, atenta a que algún estudiante de esa universidad estuviera herido. Como directora del Centro de Derechos Humanos de la Unimet, debía estar al tanto de todo lo que ocurriera en las protestas.
—Hay un estudiante muerto y creemos que es de la Unimet.
No tenía estómago para comer, así que se sentó a esperar a que todo fuese un malentendido. Pero de inmediato llegó la confirmación.
—Se llama Juan Pablo Pernalete y estudiaba contaduría pública en la Unimet.
Se sintió triste. No lo conocía, pero tampoco le hacía falta para considerarlo como alguien muy cercano a ella. Se dio cuenta de que la coraza que formó en 2014 para no sufrir tanto con las detenciones arbitrarias no estaba a prueba del dolor que produce una muerte. O asesinato, todavía no estaba claro.
Con el correr de las horas fueron llegando las versiones. La principal, la que hablaba un país entero, era que un guardia nacional le había disparado una bomba lacrimógena, ocasionándole la muerte inmediata. Algunos estudiantes le hicieron llegar videos que respaldaban esa versión. Andrea pidió que no se publicaran, pensando en un eventual juicio. Y así lo hicieron. Entonces el Estado mostró sus garras: uno tras otro, funcionarios públicos afirmaron que a Pernalete lo había matado uno de sus propios compañeros con una pistola de perno. Los llamaron terroristas. Pero Andrea sabía, por las fotos y los videos que había visto, que la versión era inverosímil: “Si hubiera sido una pistola de perno, como dicen, un punzón hubiera atravesado su pecho, cosa que no sucedió”, razonaba.
“Están tratando de quitarse la responsabilidad”, pensó Andrea.
En ese momento, tuvo la corazonada de que el asesinato de Pernalete sería un punto de inflexión para evidenciar la violación de derechos humanos por parte del Estado. Quería ayudar a la familia del joven; que se enjuiciaran los responsables. A que la madre del joven reparara la memoria de su hijo, a quien habían llamado terrorista.
Una semana después del asesinato, se reunió con José y Elvira, padres de Pernalete, para manifestarle su deseo de acompañarlos en ese proceso. Como con Holdack, pensó que debía ganarse su confianza. Y una vez más lo logró. Aunque allí intercedió algo más grande, fuera de lo racional: cuando entró a casa de José y Elvira, le confesaron ellos luego, sintieron que Juan Pablo la había mandado para ayudarlos. Andrea, con la piel erizada, lo tomó como una señal de Dios.
Entonces llegó un gesto que jamás esperaba: la fiscal general Luisa Ortega Díaz, quien hasta ese momento había avalado las narrativas del régimen con respecto a los manifestantes, rompió filas y en una declaración pública, confirmó lo que Andrea ya sabía: que a Juan Pablo Pernalete no lo había matado una pistola de perno, sino una bomba lacrimógena. Que no fueron sus compañeros, sino que fue un guardia nacional. Pensó que sería el quiebre político definitivo en el país, pero al cabo de unas horas Ortega Díaz abandonó el país y el régimen nombró a un nuevo fiscal, Tarek William Saab.
Fue el 1ro de mayo de 2021, cuatro años después del asesinato de Juan Pablo Pernalete, cuando el Ministerio Público imputó a 12 funcionarios de la GNB por homicidio preterintencional en grado de complicidad correspectiva. No determinaron quién disparó la bomba lacrimógena; tampoco se responsabilizó al Estado. De nuevo, Andrea se sintió frustrada. Pero ya sabía lo que debía hacer: insistir en documentar, denunciar y difundir esa y otras violaciones de derechos humanos. Desde entonces decidió seguir haciendo ese trabajo de hormiga desde el Centro de Derechos Humanos de la Unimet, donde monitorea violaciones de derechos humanos a estudiantes y donde además promueve cambios en el sistema de justicia venezolano para abordar los casos de violencia de género.
Porque el derecho internacional tarda, pero funciona, piensa. Hasta que la adrenalina se convierta en tranquilidad. Entretanto, se repite una y otra vez:
Ten paciencia, ten constancia y mantén tu buen nombre.
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