En una carta fechada el 26 de diciembre de 1870, Mélanie Calvat, a quien se le apareció la Virgen María en la montaña de La Salette, explica cómo la iluminaron los mensajes de la Santísima Virgen: Soy muy ignorante; pero, si yo fuera erudita, más docta, nada podría escribir de las cosas del Cielo, porque las expresiones de los más grandes eruditos no alcanzan la sombra de la verdad de las expresiones que allí se usan para hablar entre sí. El lenguaje del Cielo es un movimiento del alma, de los deseos del alma, de los impulsos del alma. Y los ojos vivos del alma se entienden. Entonces, yo creo que, si aquí abajo quisiéramos explicar eso, no lo lograríamos. Y yo especialmente, vil polvo, estoy apenas por nacer para hablar de estas cosas. Amemos a Dios con todo nuestro corazón: esta es nuestra ciencia y nuestra riqueza. Debemos estar locos por el amor de Aquel que fue el primer loco enamorado de nosotros... (...) Me resulta muy difícil hablar de algo que no tiene comparación. Si, por ejemplo, quisiera explicar cómo vi a la Santísima Virgen, yo lo diría así: escuché sus palabras, vi ejecutarse lo que decían sus palabras, vi el mundo entero, vi el ojo del Eterno; era una imagen en acción: vi la sangre de los que fueron condenados a muerte y la sangre de los mártires; pero el amor de esta dulce Virgen se extendió sobre mí, tomó el lugar de todos los demás, me hizo derretirme. Ya no pensaba, no tenía poder para reflexionar. Yo era muy sabia entonces, hablaba, pero no hablaba con palabras y, cuando la dulce Virgen caminaba, no necesitaba decirme que la siguiera, ciertamente no; yo ya no sabía quién era yo, no creía que tuviera pies para caminar; me sentía atraída; estaba pegada a esta deslumbrante belleza: ¡María! Si quisiera, digo, explicar todo esto, nunca, nunca podría decir la verdad. |
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