El tabú del trabajo infantil y la descomunal diferencia con la explotación
Se ha hecho carne en la sociedad argentina que los niños no deben trabajar y la mera idea de un menor realizando una tarea se ha equiparado con la nefasta situación de explotación infantil
Parece que en Suiza hay una tradición que los chicos de entre 10 y 12 años, una vez por año, suspenden su cursada tradicional escolar para acompañar a sus padres a su lugar de trabajo. Aunque nunca es auspicioso un modelo monopólico ejercido de la planificación central para que las escuelas lo pongan en práctica, la iniciativa no suena para nada descabellada. Mucho menos, si la comparamos con la educación argentina de valores profundamente anticapitalistas y prejuiciosa del sector privado. Una de las tantas emigradas que eligió ese destino europeo para vivir con su familia, compartió felizmente las fotos de su hijo, que se desempeñó junto a ella en su labor en un hotel. Sin embargo, como era de esperar, fue duramente criticada por someter al menor al «trabajo infantil».
Luego de la viralización de la publicación, la pobre mujer tuvo que aclarar lo evidente: que se trataba de una jornada educativa, que no es trabajo real, que los niños no son explotados y que se trata solamente de familiarizarlos con lo que será su vida en el futuro. Pero en la sociedad argentina (y no solamente en los ámbitos progresistas) parece que cualquier vinculación a cualquier situación de trabajo infantil es un tabú, durísimamente cuestionado. Lo peor es que se mezcla la labor de un niño, por ejemplo, ayudando a sus padres o a un familiar en un negocio, con la nefasta realidad de la explotación infantil.
Lo paradójico es que, mientras muchísimos argentinos se indignan cuando ven a un menor en un ámbito de trabajo, miran para otro lado cuando encuentran a un niño vendiendo en el metro o pidiendo limosna. Lo increíble es que esas situaciones serían absolutamente sencillas de desarticular. Solamente con seguir al niño unos minutos, cualquier agente de seguridad vestido de civil llegaría al momento en que el menor le lleva la «recaudación» al mayor explotador. Pero con esas aberraciones no pasa nada. Incluso hay un «mercado» donde los niños se «alquilan» para la limosna, por inescrupulosos que los tienen drogados durmiendo mientras piden dinero a los transeúntes. El sentido común indicaría que los padres o responsables de esas criaturas sean sometidos a un proceso penal y encarcelados, permitiendo que los menores sean adoptados por una familia decente en un trámite exprés. Pero no. Se sigue confundiendo trabajo con explotación, se fomenta la idea de que los chicos no tienen que trabajar y no se hace nada con los delincuentes explotadores de menores, que operan a la luz del día.
Aunque muchos críticos de la idea de ver a un chico trabajando son personas de pensamiento socialista y estatista, lo cierto es que el capitalismo fue el modelo responsable de llevarnos a un momento histórico donde los niños no tuvieran que trabajar. En otros tiempos, previos a la revolución industrial, si no trabajaban todos los miembros de la familia, el básico sustento alimenticio no estaba mínimamente asegurado. Ni siquiera lo estaba con todos trabajando de sol a sol. La capitalización (y no las leyes laborales o de protección infantil) hizo que las economías de mercado tuvieran el privilegio histórico de que solamente los padres trabajen para mantener el hogar. Hace años, en países como India, se intentaron implementar leyes rígidas en contra del trabajo infantil, ya que muchos menores se desempeñaban en distintas fábricas. La ignorancia económica de desconocer el rol de las tasas de capitalización hizo que muchos de esos niños murieran de hambre o tuvieran que acudir a la prostitución para poder comer. Aunque la economía argentina es un verdadero desastre, al menos con que los mayores trabajen, la casa puede conseguir su sustento.
Esto no indica que los chicos no puedan saber durante la infancia de qué se trata el mundo del trabajo. Nadie dice que tengan que trabajar para aportar un porcentual del ingreso del hogar, sino que puedan acompañar a sus padres o a la familia a sus quehaceres diarios. En lo personal, mi madre lo hizo conmigo desde los seis años y no ha podido dejarme mejor herencia que esa: saber lo que cuesta ganar el dinero y tener la aptitud de poder rebuscarse la vida. Para cuando llegó la edad de trabajar «en serio» para pagarme mis estudios y mis gastos, ya tenía un roce y una habilidad que mis compañeros de escuela secundaria no tenían en lo más mínimo. Es que, el modelo de la protección extrema, que hace que la primera elección que tenga un joven es a los 18 años su carrera universitaria, lejos de ayudarlo, lo perjudica.
En la actualidad, en muy pocos lugares se ve a los niños trabajar junto a sus padres, lamentablemente. Una de las pocas excepciones es la de la colectividad boliviana, que cuenta con muchas fruterías y verdulerías. En estos establecimientos se ve a los chicos de la familia pesar la mercadería, cobrar, dar cambio y manejar dinero, todo en un ambiente de seguridad y controlado. Chicos que realizan sus estudios y viven una vida normal en la niñez, pero que ayudan a sus familias en sus emprendimientos un par de horas al día. Si se quedan en el país, seguramente serán los empleadores de muchos argentinos con estudios, que llegarán a la adultez con muy pocas luces a la hora de ganarse la vida y tendrán que depender de un trabajo en relación de dependencia, valga la redundancia, toda la vida.
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