Retórica, esa mala palabra
PRODAVINCI 10/12/2022
Lo hemos dicho otras veces: algunas palabras, como ciertas personas y países, pueden llegar a tener existencias muy azarosas. Si alguien de nuestro tiempo le dijera a un ateniense del siglo V a.C. que su discurso no sirve “porque es pura retórica”, el ateniense no solo no hubiera entendido la descalificación, sino que hubiera respondido: “¡por supuesto que es un discurso retórico, de qué otra forma podría ser!” Y es que no siempre lo “retórico” fue visto de manera negativa.
Al contrario de lo que podríamos pensar, la retórica no nació en Atenas sino en Sicilia. Según los historiadores, nació hacia el año 485 a.C., curiosamente ligada a la tiranía y a la defensa de la propiedad privada. La historia cuenta que dos tiranos, Hierón y Gelón, habían decretado una serie de expropiaciones, deportaciones y traslados forzosos con el fin de poblar la ciudad de Siracusa, pero también para pagar con tierras a los mercenarios que los mantenían en el poder. Cuando revueltas populares depusieron a los tiranos e instauraron la democracia, los siracusanos quisieron recuperar sus tierras, pero se encontraron con una situación bastante confusa en cuanto a la propiedad de los terrenos expropiados. Se abrieron numerosos procesos judiciales, unos juicios de carácter totalmente novedoso en que los querellantes debían convencer a unos jurados populares. Y para convencerlos había que ser “elocuente”.
Esta elocuencia pronto se convirtió en materia de estudio y de enseñanza, en toda una profesión. Los primeros maestros de esta nueva disciplina, nada menos que el uso de la palabra para convencer y manipular, fueron el filósofo Empédocles de Agrigento y su discípulo Corax, que por cierto no tardó en comenzar a cobrar por sus clases. Tal era lo que estaba en juego en los juicios, nada menos que la propiedad de extensos lotes de tierra. Esta primera retórica es, sin embargo, solo un estudio del discurso como una “gran sintagmática”, en palabras de Roland Barthes (Recherches Rhétoriques, Paris, 1970), unas cuantas reglas acerca de la organización de los argumentos y las pruebas. Era todavía pronto para que la nueva ciencia se ocupara de las técnicas de la manipulación propiamente. Para Corax, el discurso se divide en cinco partes (exordio, narración, argumentación, digresión y conclusión), y cada una de ellas cumple una función específica. Esta división se mantendrá en adelante y hasta nuestros días. Como nota Barthes, es interesante comprobar cómo la primera reflexión teórica sobre los poderes de la palabra surge del conflicto social y de la relación entre el hombre y la propiedad en un contexto de inestabilidad política. Ahora sí, la retórica está lista para desembarcar en Atenas.
Gorgias de Leontium (hoy Lentini, un poco más al norte de Siracusa) se había formado en esta escuela de “abogados” siracusanos. Emigró a Atenas en el 427 a.C. Allí, al amparo de la democracia, desarrolló su carrera y se hizo tan famoso que fue maestro del historiador Tucídides, y Platón puso su nombre a uno de sus diálogos más conocidos. Puede decirse que con Gorgias el discurso retórico adquiere el rango de objeto estético. Es con Gorgias que la vieja retórica se convierte en arte, en oratoria, más allá de una simple técnica. Gracias a Gorgias, junto con Platón, su gran adversario, la prosa cobra un lugar en la literatura que, como se sabe, estaba antes reservada solo a la poesía. Pero, ¿cómo fue esto posible?
Porque Gorgias desarrolló todo un código estético basado en la belleza de las palabras en sí mismas. Explotó estéticamente su musicalidad intrínseca, enseñó a gustar de su sonoridad, a jugar con su significado, creando paralelismos, antítesis, simetrías. Adaptó a la prosa las habilidades propias de la poesía, y lo que es más, dio un trato poético a la palabra que antes solo había sido pensada para ser dicha en una circunstancia y un entorno tan áspero y poco amigable para la belleza como es un tribunal. No puede decirse que fuera poca cosa. Inventó un tercer género discursivo, además del judicial y el deliberativo, el epidíctico: elogios, encomios, discursos fúnebres. Nacía la prosa-espectáculo, la prosa decorativa con una única intencionalidad estética. Pero no nos engañemos, se trata de una prosa sumamente útil cuando se intenta manipular y predisponer los estados de ánimo del auditorio.
También era el nacimiento de lo que los estudiosos de la retórica llaman la “elocución”, la elocutio. Un conjunto de normas para optimizar, más allá del orden de las palabras, su ubicación en el discurso (táxis o dispositio), el significado que pueden llegar a tener tras el que comúnmente le damos. El uso de las metáforas, de las “figuras”, de los recursos de la argumentación, el estudio de los llamados “lugares comunes” (tópoi), incluso de la entonación que damos a las palabras, todo ello convertido en una técnica, pero también en un arte (no en balde en griego, tékhne, pero también en latín, ars, la misma palabra significa ambas cosas). Se trata del nacimiento de la retórica como estilística. A partir de entonces se diferenciarán las distintas escuelas, algunas más artísticas, otras más adustas o pragmáticas, pero siempre conscientes del peculiar poder que tiene la palabra para influir en las almas y en los estados emocionales, en fin, en nuestras decisiones, la más nimia y la más trascendental. En un tratado que resume quizás toda su enseñanza, con el sugestivo nombre de Elogio de Helena, Gorgias afirma que “la palabra es un gran soberano (lógos dynastês mégas) que, con un cuerpo diminuto y casi imperceptible, es capaz de consumar las hazañas más divinas (theiótata érga)”.
Pero también las propuestas de Gorgias implicaban serias consecuencias éticas. Gorgias había abierto la Caja de Pandora. Conscientes de las inmensas posibilidades que conlleva el dominio de la palabra, los atenienses se preguntaron acerca de los peligros de poseer la llave del bien y del mal, las responsabilidades que conlleva el poder. ¿Manipular para qué?, ¿acaso cualquiera podría hacer uso correcto de este conocimiento? En el centro de esta disputa se encuentra uno de los diálogos más famosos de Platón, al que de forma nada gratuita quiso titular Gorgias. Escrito hacia el año 345 a.C., el tema central del Gorgias son precisamente las relaciones entre ética y retórica. ¿Es realmente la retórica una ciencia o simplemente una técnica? Platón plantea una ingeniosa analogía. Dice que la relación entre filosofía y retórica se parece a la que existe entre la medicina y la cosmética: la una te da la salud, la otra solo puede darte una apariencia saludable, pero no una salud verdadera. De igual manera, la retórica solo te da una apariencia de conocimiento, pero solo la filosofía puede dar el conocimiento verdadero de las cosas.
Pienso que es a partir de Platón cuando se consuma el divorcio entre la retórica y la filosofía. Y no es gratuito que a Platón le interese tanto hacer una clara distinción entre ambas. Alrededor de Gorgias se habían reunido algunos de los jóvenes más brillantes y ambiciosos de Grecia, deseosos de dominar la palabra como arma para sus fines políticos. Entre ellos destacaron Protágoras de Abdera, Hipias de Élide, Antifonte, Critias y Trasímaco. Les llamaron “sofistas”, “maestros de sabiduría”, aunque el nombre pronto comenzó a cubrirse de un matiz peyorativo, entendiéndose a veces como “charlatanes”, “embaucadores”. En realidad, los sofistas desarrollaron un pensamiento propio a la medida de sus aspiraciones de poder, una reflexión acerca de la naturaleza del conocimiento y de la sociedad a partir del escepticismo y el relativismo. Pensaban que solo se podía crear conocimiento a partir de la opinión, porque el conocimiento verdadero es imposible. Ánthropon métron, decía Protágoras: “el hombre es la medida de las cosas”.
Pronto los atenienses comenzaron a relacionar a Sócrates con los sofistas. No es difícil entender que, aunque sus enseñanzas fueran de carácter tan diferente, el ciudadano de a pie, ajeno a estas cosas, tendiera a echar en un mismo saco a sofistas, filósofos, predicadores, charlatanes y embaucadores por igual. En una comedia estrenada en el 423 a.C., Las nubes, Aristófanes representa a Sócrates como un maestro que enseña a los jóvenes a no trabajar, a estafar y a irrespetar a sus padres. Después, cuando a Sócrates lo juzguen y lo condenen, una de las acusaciones contra él será precisamente que corrompía a la juventud. Por lealtad a su maestro, pero también por supervivencia propia, se entiende que a Platón le interesara limpiar la memoria de su maestro, pero también aclarar muy bien el carácter de sus enseñanzas. Su punto era: “nosotros somos filósofos, no unos simples sofistas”.
La retórica siguió su camino y se convirtió en una de las herramientas más efectivas de la democracia ateniense, dando método y disciplina a los discursos con que los ciudadanos deliberaban y dirimían. Poseemos discursos de Demóstenes, Lisias e Isócrates que demuestran el desarrollo alcanzado por la retórica en Atenas, pero también su importancia en el desarrollo y funcionamiento de la democracia. Historiadores como Heródoto y Tucídides muestran la influencia de la retórica en sus obras, y finalmente será el mismo Aristóteles el que le dedique el más importante estudio teórico de la antigüedad griega. Después, cuando pase a Roma, alcanzará nuevos estados de perfección con Cicerón y Quintiliano.
No creamos que la retórica murió con el mundo antiguo. Durante la Edad Media se convirtió en la base sobre la cual se desarrolló la oratoria cristiana. Así se transmitió hasta el Renacimiento, y de esa forma también pasó a América. Sabemos de “justas retóricas” que se celebraban en los conventos de la Caracas del siglo XVIII, de la misma manera que se celebraban en el resto de América y ya desde antes en Europa: dos novicios debían argumentar acerca del mismo problema teológico ante un jurado de expertos. Hoy, la retórica en tanto que arte del discurso y tratado de las técnicas de la manipulación mantienen una vigorosa vigencia en contextos tan disímiles como la publicidad o la lingüística, y aunque su aporte a la construcción del mundo moderno resulta indiscutible, su nombre no termina de deshacerse todavía de algunos prejuicios platónicos.
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