Venezuela, un país en modo de supervivencia y futuro incierto, por Carlos Torrealba R.
Twitter: @ctorrealbar | IG: @carlostorrealbarangel
La crisis económica de Venezuela lleva tantos años golpeando a la población que para la mayoría es un hecho normal vivir con ella, por lo que no constituye sorpresa alguna ni tiene especial atractivo referirse a la misma, salvo para el mundo académico, político o empresarial. La noticia de que la inflación esté volviendo a rugir con fuerza en el país o que el bolívar se siga devaluando frente al dólar estadounidense disparando el alza de los precios ya no es motivo de asombro, más bien se asume como algo natural para adaptar la vida y seguir adelante.
Frente a esta realidad, el venezolano promedio se está acostumbrando a vivir en modo de supervivencia. No se permite lujo alguno, sus gastos se limitan a comprar comida, medicinas, pagar servicios básicos y adquirir algo de ropa o calzado. Otros gastos se postergan con fechas inciertas, por ejemplo, el relativo al estado general de la vivienda, la cual requiere inversiones en mantenimiento, que no es posible realizar con un ingreso de sobrevivencia, de ahí el deterioro que se observa en los inmuebles residenciales del país, particularmente de aquellos ubicados en urbanizaciones populares y de clase media baja.
Decenas de miles de personas y de familias venezolanas sobreviven gracias a las remesas. Pocos afortunados pueden llegar a recibir recursos mayores que la mayoría, los cuales les permite alguna pequeña holgura en el gasto: ocio, entretenimiento, diversos servicios, lo que en el pasado era normal para todos. Obviamente, si no fuera por este ingreso que envían familiares residenciados en el exterior la catástrofe humanitaria del país sería significativamente mayor y peor.
En ningún otro momento de la historia contemporánea de Venezuela había ocurrido que un segmento muy pequeño de la población, entre 5 y 8 por ciento, fuera el que viviera en un estado de abundancia, riqueza y prosperidad, mientras que para la mayoría su única opción es la agobiante aceptación de luchar por la sobrevivencia, sin tiempo para ni siquiera soñar con un mañana mejor. Para algunos, incluso, agotando sus ahorros de toda una vida en gasto corriente, sin esperanza de reposición, o liquidando activos tangibles como joyas, vehículos, obras de arte, entre otros, para poder obtener dinero extra que ayude a saldar deudas pendientes, cubrir facturas de salud o cualquier otro gasto urgente.
En el pasado lejano quedó la ilusión de ascenso social que una vez permitió la renta petrolera a varias generaciones de venezolanos. Ahora lo que prevalece es la desigualdad social y el empobrecimiento generalizado de la población.
De acuerdo a la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida (Encovi) 2022, elaborada por la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB), Venezuela se ha convertido en el país más desigual de América y uno de los más desiguales del mundo, comparable con países pobres del continente africano como Namibia, Mozambique y Angola.
En esta encuesta también se precisa que la diferencia entre el ingreso promedio per cápita por deciles entre el más pobre y el más rico es «70 veces» y casi el 40 % de los hogares con mayores ingresos están en Caracas, que solo concentra el 16 % de los hogares del país.
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Lo que ha ocurrido en el país no es fácil de entender y menos de explicar. Venezuela tenía condiciones para convertirse en una nación emergente con gran potencial económico para su desarrollo. Pudo haber aprovechado al estilo de Noruega, que es hoy uno de los países más desarrollado del mundo, con altos índices de bienestar y calidad de vida, el mayor auge de la industria petrolera en toda su historia, con ingresos por renta petrolera de alrededor de 950.000 millones de dólares entre 2004 y 2014 o más de un millón de millones de dólares si se suma la deuda externa, estimada en 130.000 millones de dólares al cierre de 2021, según cifras de Transparencia Venezuela. En vez de ello, su situación actual es de ruina económica y con una suerte que cualquiera podría considerar inmerecida por absurda.
El futuro del país es incierto mientras no se resuelvan los profundos desajustes macroeconómicos a través de un programa económico integral. El crecimiento económico ocurrido en 2022 y el esperado para el 2023 son tan someros e inconsistentes que la crisis económica continuará operando.
Es más, ante la ausencia de un proyecto para el futuro, existe el peligro que el país siga involucionando, incapaz de superar la destrucción ocurrida durante los últimos ocho años por la caída abismal del Producto Interno Bruto cercana al 80 %, que obligó a la población venezolana a dedicar buena parte de su tiempo de vida a sobrevivir. Este peligro aumenta en la medida que no surja una voluntad política y social decisiva para cambiar el modelo de desarrollo, tanto en lo económico como en lo sociopolítico y cultural-ideológico.
Alguien ha dicho que la crisis actual implica también una oportunidad para el país. Es cierto. Pero no olvidemos que las oportunidades se crean y se aprovechan y ello sólo será posible si las distintas fuerzas sociales y los partidos políticos construyen acuerdos y consensos para trabajar en una agenda básica común que pueda aglutinar y unir al país.
La Venezuela del futuro está por construirse, con el mismo compromiso y vigor de los forjadores de la democracia. Ese país será aquel que clama por conquistar un progreso amplio y compartido, una inserción con éxito en las tendencias futuras de la humanidad, una posición internacional meritoria, un lugar para vivir bien, hacer empresa y forjar familia, reconocido por su excelente calidad de vida, y un puesto decoroso en la cultura universal.
Como una vez dijo Nelson Mandela: «Todo parece imposible hasta que se hace»
Carlos Torrealba Rangel es economista
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