Ahora llevo una vida tranquila
MARÍA ANGÉLICA MORENO, SEMANA DE NOS, FEB 22, 2023
Abscesos dolorosos se apoderaban de su cuerpo. Le salían en los muslos, las piernas, las axilas, debajo de los glúteos y hasta en el dedo medio del pie izquierdo. María Angélica Moreno perdió la cuenta de cuántos fueron. Los tratamientos médicos no hacían efecto. Y los exámenes salían bien. ¿Cuál era el orígen de su dolor?
ILUSTRACIONES: WALTHER SORG
Me cuesta explicar el dolor físico. Mis palabras no le hacen justicia a ese espesor, enrojecimiento, inflamación o corrientazo que sentía cuando brotaban los abscesos en mi piel. Para recordarlo, y hacer más fidedigno mi testimonio, observo la cicatriz que acompaña las pecas y los lunares de mi pierna derecha. También escucho Salad Days, de Mac DeMarco, un álbum que me lleva a esos momentos de dolor intenso.
Los folículos, también llamados “golondrinos”, fueron los protagonistas de mis dolencias durante mi intento fallido de emancipación: esa etapa en la que viví sola por dos años y medio, hasta regresar a la misma casa donde solía vivir junto a mis padres. Recuerdo que aparecieron a mediados de 2017. Pero como muchas historias, esta tiene una pequeña precuela.
Tres años antes me salió el primer absceso en el muslo izquierdo.
Yo vivía en Maracay, en la región central venezolana, con mis padres, tenía 20 años y estaba cursando el 2do año de comunicación social. Una espinilla se convirtió en una especie de tumor mediano, cargado de pus y me producía un dolor inenarrable. Por suerte, mi prima —mi médico de cabecera antes de que se fuera del país— me ayudó a drenarlo. Seguí un tratamiento de antibióticos y en una semana ya estaba curada.
Ese fue el punto de partida.
Transcurrieron los siguientes tres años sin novedades. Más allá de mis achaques de siempre (como las migrañas que sufría desde mi adolescencia), no tenía ninguna enfermedad de la cual preocuparme. Hasta que los abscesos tocaron la puerta de nuevo y, esta vez, comenzaron a brotar de forma simultánea en un período de casi dos años.
Cuando comenzaron a salir, tenía pocos meses de haberme establecido en Caracas, en donde decidí independizarme. Había hecho mis pasantías en un portal de noticias, desde septiembre hasta diciembre de 2016, lo que ayudó a que me contrataran como periodista de planta. Fue así que a comienzos de 2017 me mudé a la ciudad a la cual solo conocía con ojos de turista cuando la visitaba durante vacaciones.
Pero mudarme de sitio y adaptarme a otro ambiente no fue problema para mí. Mi papá era oficial de la Guardia Nacional, y posteriormente, a mi familia se le dificultó pagar los alquileres, por lo que las mudanzas formaron parte de mi estilo de vida. Ya había pasado por Maracay y Maracaibo, y había vivido en más de 10 casas.
Sin embargo, nunca había vivido sola en una ciudad desconocida. También pensaba en cómo iba a sobrevivir ante la escasez de comida y medicinas; cómo le iba a hacer frente a la hiperinflación que se devoraría mi sueldo en menos de dos meses.
Pero yo soñaba con ejercer mi carrera: había decidido apostar por la típica historia de la chama del interior que va a cumplir sus sueños en la capital.
Durante los primeros seis meses viviendo sola me sentí conforme. Me adapté rápido, aprendí a andar en el metro, a perder el miedo a montarme en mototaxi, a cocinar bien con la poca comida que conseguía, a guardar el acetaminofén e ibuprofeno como mi mayor tesoro.
El haber tenido una relación distante con mis padres durante mi infancia y adolescencia me ayudó a acostumbrarme a estar sola la mayor parte del tiempo. A él lo veía solo los fines de semana; y mi mamá vivía sumergida en la ludopatía. El pilar de mi crianza fue mi hermana mayor.
Fue en 2017 cuando los abscesos se apoderaron de mi cuerpo. El primero de ellos —el segundo en mi vida— fue causado por una bartolinitis, una inflamación de las glándulas genitales. Recuerdo que cuando me salió le escribí a mi tía, que es médico, y me tranquilizó. Ella me recetó un tratamiento de antibióticos que por fortuna ya tenía en casa, compresas tibias y frías, y mucho reposo en cama.
A la mañana siguiente fui a trabajar ignorando la recomendación del reposo. Un error que todos los adictos al trabajo cometemos alguna vez. Llegué a la oficina caminando lento, con mucha dificultad. El absceso estaba ubicado en mi entrepierna y tenía el tamaño de una nuez. Estaba inflamado y caliente.
Cuando terminé la jornada, me fui a casa en mototaxi. En cada hueco en el que caíamos, por cada kilómetro recorrido en la autopista vía Prados del Este, una parte de mí moría de dolor. Durante el viaje estuve en silencio y, en ocasiones, mis quejidos se confundieron con el sonido de las cornetas de los carros y del tubo de escape de la moto. Al llegar a casa tomé el tratamiento, me bañé, me apliqué las compresas sobre la zona y descansé. Un par de días después, el absceso explotó. La pesadilla había terminado. O eso es lo que ingenuamente creí.
Durante los meses siguientes comenzaron a brotar varios en los lugares menos imaginables e incómodos. Cumplía con los tratamientos que me mandaban, pero volvían a aparecer. Las gasas, algodones y curitas eran mi salvación. Cada vez que drenaba alguno, lo limpiaba con agua oxigenada y lo tapaba. Cuando me quedaba sin gasas, improvisaba con papel higiénico.
Perdí la cuenta de cuántos abscesos me salieron. ¿Siete? ¿Quince? ¿Veinte? Solo sé que fueron muchos. Salían desde los muslos, las piernas, las axilas, debajo de los glúteos. Uno, el más absurdo y el más doloroso de todos, me salió en el dedo del medio del pie izquierdo. La historia de este absceso es descabellada, grotesca, con un pie como protagonista, al estilo de Quentin Tarantino, pero sin drogas ni armas de fuego.
Era junio de 2018. Me encontraba en la habitación donde vivía. Sentada sobre la cama, metí el pie en un tobo con agua helada para bajar la inflamación del absceso y así poder conciliar el sueño. A las 7:00 de la mañana me fui al trabajo. Durante el trayecto intenté caminar despacio para evitar el dolor, pero al bajar del autobús alguien tropezó mi pie. Por un par de minutos me quedé aturdida. Cuando llegué a la oficina, me quité los zapatos y estuve el resto del día con unas chancletas, como si estuviera en mi casa: una bola de pus a la vista de todos. Me sentía un poco avergonzada, pero todo era por cumplir con mi trabajo, por ser la mejor empleada, por evitar la soledad punzante que me esperaba todas las noches en esa pequeña habitación de una quinta en La Boyera.
Al final de la tarde, mis amigos me buscaron para irme a Maracay, mi ciudad. Por suerte, íbamos en carro propio y no caminé mucho. Llegamos a una casa en la que comenzamos a conversar, mientras yo ignoraba mi dolor.
Pero a las 4:00 de la madrugada no aguanté. Mis amigos tuvieron que llevarme a la Clínica Lugo. Mi dedo del pie estaba tres veces más inflamado. Y aunque traté de drenarlo, no logré hacerlo en su totalidad.
Dos médicos examinaron mi dedo, observaron que además del absceso, mi pie estaba comenzando a ponerse rojo, como si tuviera una especie de sarpullido interno. Buscaron gasas, alcohol y me dijeron: “Agárrese con fuerza. Vamos a extirpar el absceso y sacar todo lo que podamos”.
Apreté los bordes de la camilla y grité como si estuviera en medio de un trabajo de parto.
Lloré hasta agotar mis lágrimas y hasta que la garganta me ardió. Drenaron todo por al menos 20 minutos. En la esquina de la camilla quedó una pequeña montaña de gasas llena de sangre y pus.
Después del sufrimiento, me pusieron antibióticos y calmantes intravenosos y conversaron conmigo: me dijeron que el absceso estuvo a punto de convertirse en una celulitis. Temían que tuviera una infección en la sangre y me dijeron que mi caso era muy extraño, por lo que me mandaron a hacer varios exámenes.
A las 6:00 de la mañana, ya estaba de vuelta en casa. “¿Y si me vuelve a pasar eso quedándome en la habitación? ¿Qué hago si me vuelve a salir un monstruo como ese? ¿Por qué me salen tantos en todos lados? ¿Qué los está produciendo? ¿Qué está pasando con mi cuerpo?”, me repetía miles de veces ese autointerrogatorio sin respuesta. Esa vez había tenido la suerte de contar con la ayuda de esas personas, pero ¿y si hubiese estado sola?
Poco después de aquel episodio, asistí a consulta con un infectólogo que me mandó a hacer un cultivo nasal porque sospechaba que todo se debía a una bacteria alojada en mi nariz. Aunque carezca de sentido, luego investigué y descubrí que algunas bacterias que tenemos en las manos pueden llegar a esa zona y producir una infección.
El resultado del cultivo dio negativo. Y, por otra parte, mis exámenes de sangre estaban perfectos.
¿Cuál era, entonces, el detonante?
A esa incertidumbre se sumó el acoso laboral que comencé a sufrir desde septiembre de 2018 hasta enero de 2019. Me acusaron de robar un iPhone que solía guardarse en una de las gavetas de mi escritorio. En uno de los dos interrogatorios a los que fui sometida por el personal de seguridad, bajo la supervisión de recursos humanos, me amenazaron por una hora para sacarme alguna confesión. Aunque me defendí y presenté mi testimonio, me acusaron de robo.
También me amenazaron con la idea de que mi carrera como periodista se “mancharía”. Me intimidaron diciéndome que tenían pruebas en mi contra —que nunca me mostraron— y que podían meterme presa. También me prohibieron contarle todo lo sucedido a alguien externo —incluyendo a mis padres— porque, si lo hacía, iba a tener un problema mayor. Me citaron a un tercer interrogatorio y a una supuesta cita con el Cuerpo de Investigaciones Científicas Penales y Criminalísticas.
Durante el camino de regreso a casa iba ensimismada. Me sentí sola, confundida, aterrada y vulnerable. Pensé en renunciar, pero me negué. No quería irme sin antes demostrar mi inocencia. Poco después de eso, busqué asesoría jurídica. Cuando le hice saber a mi jefe que asistiría al siguiente interrogatorio en compañía de un abogado, con la idea de demandar al medio de comunicación, no me llamaron para interrogarme de nuevo. Sin embargo, el acoso continuó, aunque de otra manera. Las acciones eran sutiles, una táctica perfecta para crear la sensación de acecho constante. Un día conseguí el cable de una cámara que no era mía en mi cartera, otro día me cambiaron mis audífonos por unos que estaban dañados.
Tenía pesadillas continuas, ataques de ansiedad, bajaba y subía de peso con rapidez. La adicción al trabajo y mi necesidad de tener una entrada de dinero me estaban pasando factura. Una factura muy cara que terminé pagando con mi inestabilidad física y emocional.
En enero de 2019 estaba en Maracay con papá. En medio de una conversación profunda me aconsejó renunciar. Le hice caso: al día siguiente viajé a Caracas y presenté mi carta de renuncia. Abandoné Caracas. Regresé a casa con la esperanza de terminar de curar los abscesos de una vez por todas y acompañar a mi papá, quien padecía cáncer en el colon desde hacía un año y medio. Tenía metástasis en el hígado, vejiga y próstata. Cada vez estaba más delgado, lo veía adolorido.
A finales de abril de 2019, fue hospitalizado de emergencia. Casi tres meses estuve viviendo entre dos hospitales. En el Hospital Militar de Maracay y luego en el Hospital Militar de Caracas. Todos los días subía y bajaba siete pisos. Corría de un lado a otro buscando medicinas, cargando botellas de agua destilada para las irrigaciones. Dormía y comía poco. Bajé 7 kilos. Lloraba en las escaleras o en la ducha, pero jamás frente a mi padre.
Junto a mi desasosiego, una vez más, estaban los abscesos.
Esta vez solo salieron dos o tres. Ninguno explotó. Desaparecieron solos.
Después de la muerte de mi padre el duelo se apoderó de mí. Me despertaba llorando en medio de la noche, soñaba con que corría por los pasillos del hospital con las manos llenas de sangre. Apenas podía levantarme de la cama, trabajaba solo medio tiempo.
La relación con mi papá había mejorado desde el final de mi adolescencia. Aunque al inicio sentía resentimiento por haber sido tan distante, con el pasar de los años eso se desvaneció. Él aprendió a pedirme perdón y a demostrarme con acciones que estaba dispuesto a cambiar. Y yo también aprendí a perdonarlo. Sus últimos años los dedicó a ser un mejor papá, tanto conmigo como con mi hermana mayor. Me llevaba a clases, iba a mis presentaciones en la universidad, asistía a mis recitales de poesía, me llevaba al trabajo, íbamos juntos a hacer mercado, escuchábamos la radio mientras manejaba, compartíamos los silencios. Mientras atravesaba la etapa de mi acoso laboral, fue él quien me apoyó. Todas las mañanas y las noches me llamaba para saber si había llegado bien a la oficina o a la casa, y para conversar sobre cómo había transcurrido nuestro día.
Más que un papá, se convirtió en mi confidente y en la persona más importante de mi vida.
El último absceso apareció dos o tres meses después de la muerte de papá.
Después de curarlo fui a visitar a la mamá de mi mejor amiga, quien es enfermera. Era finales de agosto de 2019. En medio de una conversación, le comenté sobre mi problema con los abscesos y me mandó a inyectarme 2 ampollas de un antibiótico una por semana. “Eso será santo remedio”, afirmó. Quise intentarlo una vez más. Quería dejar tanto dolor atrás.
Al otro día, estaba en su casa, con el medicamento en mano y lista para que me inyectara. El procedimiento fue doloroso. Sentía el espesor del líquido entrando en mi glúteo y mi pierna se quedó dormida. Me fui a mi casa cojeando, pero con las esperanzas en que sería la solución.
Y así fue.
Luego de dos dosis, los abscesos desaparecieron.
Hasta el día de hoy desconozco el motivo por el cual me salieron tantos. ¿Estrés? ¿Mala alimentación? ¿Una bacteria? ¿Depresión? ¿Una combinación de todas? Mis conocimientos médicos son nulos y no puedo encontrarle sentido a todo esto. Sin embargo, después de conseguir el tratamiento correcto, las cosas mejoraron. Han transcurrido tres años sin brotar ninguno.
Aunque los antibióticos resolvieron mis problemas de salud, tengo la certeza de que varios cambios influyeron en mi mejoría. Dejé atrás las 7 horas sentada frente al escritorio, los viajes extenuantes en la línea 1 del metro, la mala alimentación, la adicción al trabajo, las habitaciones frías en las residencias que me vieron sufrir en silencio. Y, no menos importante, mejoré la relación con mi papá antes de que se fuera para siempre.
Ahora llevo una vida tranquila: duermo suficiente, trabajo sin excederme, me alimento mejor y sigo aprendiendo a ponerme como prioridad. Las manchas y cicatrices que aún tengo de mis abscesos forman parte de la memoria de mi piel. Como la que acompaña a las pecas y los lunares de mi pierna derecha.
Son recuerdos que me llevan al dolor y hacer las paces con mi cuerpo.
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