La maldición socialista que antecedió al chavismo y pretende sustituirlo
Muchos lamentarán hoy la oportunidad perdida aquel 11 de abril de 2002, cuando parecía que la pesadilla chavista duraría poco. Pero la cohabitación con el régimen, la repetida participación en estériles procesos de diálogo y la falta de rumbo ideológico explican hoy lo que ocurrió hace 21 años
Cada 11 de abril se recuerda lo que ha sido quizá la marcha más multitudinaria en la historia de Venezuela que derivó en la salida de Hugo Chávez del poder, que por desorganización, mezquindad e indefinición ideológica de la coalición que se ha hecho llamar oposición, regresó triunfal en menos de 48 horas al palacio presidencial para iniciar una purga disfrazada de diálogo que marcó el inicio de la perpetuidad en el cargo ante la mirada impotente de un antichavismo desorientado. Y ese ha sido justamente el drama de una nación que pretende recuperar la senda democrática sin contar realmente con un proyecto alternativo.
Quienes han asumido el liderazgo opositor no han hecho más que oponerse a una figura encarnada inicialmente por Chávez y luego, desde su fallecimiento, por Nicolás Maduro; pero sin diferenciarse del fracasado modelo estatista que también defendían sus antecesores y fue, sin duda, la base para el surgimiento del chavismo.
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El milagro económico de la llamada Venezuela Saudita durante la primera mitad del periodo de la democracia representativa no fue más que una burbuja producto de la bonanza petrolera en un país –para ese entonces– con pocos habitantes, que aprovechaba que la mayor parte de Latinoamérica estaba bajo el yugo de las dictaduras y las secuelas de la Segunda Guerra Mundial aún hacían estragos en Europa.
Fue así como este territorio con una ubicación geográfica estratégica y un clima privilegiado se convirtió en un paraíso que atraía a millones de migrantes que a su vez generaban inversión, empleo y una prosperidad frágil para una economía monoproductiva altamente dependiente de la explotación y exportación de una materia prima y sus derivados. Pero nadie escuchó la lúcida advertencia de Arturo Uslar Pietri sobre la imperiosa necesidad de “sembrar el petróleo”.
De socialdemócratas a socialistas puros: una misma maldición
Con la nacionalización de la principal industria del país comenzaba a crecer el monstruo que no tardaría en devorarlo todo: un Estado cada vez más grande con una economía rentista que permitía financiar una serie de políticas populistas para garantizar la alternancia en el poder de los dos principales partidos: Acción Democrática y Copei.
Pero no se trataba de dos organizaciones políticas con ideologías claras y antagónicas. No había una dicotomía entre liberales y conservadores o demócratas y republicanos. Adecos y copeyanos eran prácticamente lo mismo: socialdemócratas que con ligeros matices mantenían el modelo estatista sostenido sobre los endebles pilares de la distribución de la renta petrolera.
Cuando llegó el chavismo a repartir el “Bono de la Patria” o las cajas del CLAP (Comité Local de Abastecimiento y Producción) la mal llamada “ayuda social” no resultó ajena a los venezolanos que en las décadas pasadas se acostumbraron a estas dádivas con otros nombres y con la única salvedad de que no se exigía mostrar un carné partidista para recibirlas.
Sin embargo, el daño es el mismo. Se moldeó una sociedad dependiente del Estado que no es consciente de la maldición socialista que llevó al país a la ruina que, por cierto, no comenzó con Chávez, aunque claramente aceleró la caída con el giro a la extrema izquierda que llevó ese estatismo, rentismo, mesianismo y populismo a su máxima expresión. A esto habría que sumarle la pérdida de la libertad de prensa, las violaciones a los derechos humanos, la persecución a la disidencia, el secuestro de las instituciones y el enquistamiento de mafias en el poder que han derivado en una brutal narcodictadura.
Daño social prolongado
Lo cierto es que la mentalidad socialista que se instauró en el venezolano desde la llamada cuarta república fue lo que engendró una figura como la de Hugo Chávez, que recicló el discurso de la redistribución de la riqueza pero cimentado sobre las bases del resentimiento social y la lucha de clases.
El modelo económico que antecedió al chavismo no era muy distinto del actual. Los votantes que se decantaron por el militar golpista que ofrecía “freír en aceite la cabeza de los adecos y copeyanos” solo buscaban un nuevo mesías que cumpliera las promesas socialistas incumplidas en el pasado. Algo que se sigue observando en la actualidad en el comportamiento de algunos migrantes que llegan a otros países exigiendo ayudas del Estado.
Sin ánimos de generalizar –ya que sobran los ejemplos de venezolanos exitosos en el exterior– un par de videos de refugios en Estados Unidos y de la tensa situación en la frontera con México que se han viralizado en las redes sociales muestran que hay quienes arrastran la maldición socialista, pues su conducta reprochable evidencia que no huyen del socialismo sino más bien buscan que el gobierno de otro país les cumpla las promesas socialistas que no se cumplieron en el suyo.
Un modelo estatista sin oposición
Muchos lamentarán hoy la oportunidad perdida aquel 11 de abril de 2002, cuando parecía que la pesadilla chavista duraría poco. Pero la cohabitación con el régimen, la repetida participación en estériles procesos de diálogo y la falta de rumbo ideológico explican hoy lo que ocurrió hace 21 años.
Los frentes políticos que dicen adversar al chavismo solo han cambiado de nombre: Coordinadora Democrática, Mesa de Unidad Democrática, Gobierno interino, Plataforma Unitaria. De nada han servido ni servirán los retoques cosméticos cuando en el fondo la maldición socialista sigue presente.
No se puede sacar un régimen socialista con más socialismo. Y esto es lo que se ha pretendido a lo largo de estos 24 años. Los candidatos que han representado al electorado opositor han sido, en el mejor de los casos, herederos de la socialdemocracia.
Todo empezó muy mal cuando el primer adversario de Hugo Chávez fue Francisco Arias Cárdenas, otro militar que participó junto al fallecido dictador en el intento de golpe de Estado de 1992. Luego el turno fue para el socialdemócrata Manuel Rosales, quien ofrecía digitalizar la redistribución de la riqueza entregando una tarjeta de débito que garantizaría continuar el festín del reparto de la renta petrolera. Y el último en ilusionar a los venezolanos con un “cambio” fue Henrique Capriles, quien es un confeso admirador del hoy presidente de Brasil y fundador del Foro de Sao Paulo, Luiz Inácio Lula da Silva.
¿Una condena eterna?
Hoy está abierto un nuevo proceso de primarias para escoger a un candidato único contra el chavismo; y Capriles, que tuvo además dos oportunidades, quiere una tercera, mostrándose contrario a la privatización de la industria petrolera porque –según su discurso populista– “el petróleo es del pueblo”, una frase –por cierto– repetida por Chávez y Maduro.
Otro de los aspirantes es Juan Guaidó, quien encabezó el extinto gobierno interinó que no logró cumplir con el prometido “cese de la usurpación” y cuyo partido, Voluntad Popular, es miembro de la Internacional Socialista, al igual que lo son Acción Democrática y Un Nuevo Tiempo, esperándose que por este último se vuelva a presentar Rosales.
Con este panorama, no se puede afirmar otra cosa que, lamentablemente, Venezuela sigue arrastrando con sus políticos una maldición socialista que parece eterna, y que en caso de ser una de estas figuras la opción elegida para enfrentar al oficialismo, el país seguirá condenado al fracaso.
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