El Señor entregó su cuerpo a la furia de sus enemigos y derramó su sangre por la redención del mundo. Los soldados se repartieron sus vestidos. Por tanto, no le queda nada que legar, excepto a su Santísima Madre, que deja a Juan y a todos los cristianos en su persona. Y nos lega esa tierna Madre en el momento mismo en el que su alma es atravesada por una espada de dolor de doble filo, cuando su corazón se encuentra dividido entre la muerte de su Hijo y el deseo de salvación de todos los hombres.
Oh amabilísimo Redentor, cuán precioso es el legado que nos dejas en las últimas horas de tu vida. Al expirar, abrumado por la ignominia y el sufrimiento, nos concedes la dicha de tenerte por hermano mayor y de tener a María por Madre. Te pido humildemente, siendo María mi Madre, que me concedas la gracia de considerarla como tal, servirla y amarla con toda la ternura de un verdadero hijo.
Ánimo, alma piadosa, levanta los ojos a nuestro Jesús crucificado, escucha su voz y escucha con qué ternura te dice: “Hijo, aquí tienes a tu Madre”. Mira a esta Madre con los más tiernos sentimientos de afecto y sábete que Jesús ha puesto en sus manos todas las bendiciones que su misericordia quiere concedernos. Nadie se salva, sino por María; nadie recibe bendición, sino por manos de María; nadie obtiene el perdón, sino por la intercesión de María. Reconoce con gratitud la bondad de Jesús, recurre con confianza a María y deja que tu conducta sea la de un hijo en relación con Ella.
No hay comentarios:
Publicar un comentario