Asdrúbal Aguiar: El odio de los desagradecidos
Nos rasgamos las vestiduras cada vez que algún líder norteamericano ve a Venezuela como una oportunidad de conquista económica. Pero ofrecer algo, a cambio del apoyo que pueda dársenos, es una máxima de nuestra historia, desde cuando Nicholas Vansittart trabaja para quitarle a España su dominio comercial sobre América y beneficiar a los ingleses. Francisco de Miranda introduce ante estos a Caro y Nariño, representantes de la Nueva Granada.
Para asegurarse la presidencia, Hugo Chávez Frías le ofrece a Jimmy Carter, emisario del norte, nombrar ministros de Economía próximos a Washington de ganar las elecciones. Y el 26 de enero de 1999, antes de asumir, viaja a Washington para renovarle a Bill Clinton sus garantías al respecto.
Es lo mismo que busca, desesperado, Nicolás Maduro. Entretanto, insulta a los opositores del G4 que sostuvieran un Interinato con apoyo gringo. Y a la sazón, estos y Maduro, unidos al fanfarrón de Diosdado Cabello, por cínicos se desgañitan para mandar al infierno al expresidente Donald Trump, por decir y hacer público lo que nunca ha dejado de ser la constante: la del negocio de nuestro oro negro con el Norte.
Con Estados Unidos, es lo cierto, la cuestión ha sido la del mayor o menor beneficio que nos queda como país –el fifty-fifty establecido en 1948 lo rompe, para mejor beneficio nuestro, el presidente Sanabria en 1958– y, al cabo, el flujo de dinero así obtenido fue la base de la modernización de Venezuela.
La revolución socialista llega condenando la apertura petrolera, quiebra la industria, remata nuestra producción –hoy marginal– entre militares, narcotraficantes, guerrilleros, colonizadores iraníes, cubanos, rusos, chinos, y ha vuelto a nuestro territorio un camposanto, como en la hora final de la Independencia.
Claridad para la calle, oscuridad para la casa es la antaña conseja. Nos viene desde el tiempo bolivariano pretérito, cuando el Libertador, eso sí, nos independiza para mandarnos dictatorialmente. Alega en Cartagena de Indias, en 1812, que como pueblo no estamos preparados para el bien supremo de la libertad. Y así, eso sí, después de visitar a Estados Unidos en 1807 se rinde de admiración ante George Washington –le llama el Néstor de la libertad– para, llegado 1829, a un año de su muerte, mientras se le profieren acusaciones por ser aspirante a monarca, afirmar que Estados Unidos está “destinada por la Providencia a plagar la América de miserias, en nombre de la libertad”.
El argumento que esgrime en Cartagena lo era contra el modelo federal de Estados Unidos, adoptado en 1811 –por nuestros constituyentes– siguiéndose las máximas de los derechos del hombre, y al ver esto Bolívar a como el germen de la anarquía. Sin embargo, no tardará en desnudar su verdad, en 1819, confesando su devoción por Inglaterra: “El esplendor del Trono, de la Corona, de la Púrpura, el apoyo formidable que le presta la Nobleza; las inmensas riquezas que generaciones enteras acumulan en una misma Dinastía; la protección fraternal que recíprocamente reciben todos los Reyes, son ventajas muy considerables que militan en favor de la Autoridad Real, y la hacen casi ilimitada. Estas mismas ventajas son, por consiguiente, las que deben conformar la necesidad de atribuir a un Magistrado Republicano, una suma mayor de autoridad que la que posee un Príncipe Constitucional”, recita ante el Congreso de Angostura.
A partir de 1817, a través de Luis López Méndez, se endeuda Bolívar con los ingleses y les contrata una suma de mercenarios y de soldados desempleados luego de la derrota a Napoleón Bonaparte, que llama Legión de Húsares. Y a Hamilton y Princeps, uno de estos, en 1820, por pedido suyo el Congreso de Angostura le entrega en “arriendo” las misiones del Palmar, Cumiamo, Miamo, Carapo, Tupuquen y Tumeremo, nuestro actual Estado Bolívar.
El apoderamiento que le da a López Méndez es elocuente: “Proponga, negocie, ajuste, concluya y firme a nombre y bajo la fe de la República de Venezuela cualesquiera pactos, convenios y tratados… estipulando al efecto cualesquiera condiciones en que convenga para indemnizar a la Gran Bretaña de sus generosos sacrificios, y darle las pruebas más positivas y solemnes de una noble gratitud y perfecta reciprocidad de servicios y de sentimientos”.
Mas el diablo mal paga a quien le sirve e Inglaterra nos impone un Tratado de Amistad, Comercio y Navegación leonino en 1825, sin posibilidad de ser denunciado, que acepta Bolívar a través de Pedro Gual y Pedro Briceño Méndez. Pero no le basta. Muerto Bolívar, los ingleses montan su bandera real entre los ríos Barima y Amacuro en 1841, para hacerse condueños a la fuerza de las bocas del Río Orinoco. “No quieren el territorio, sino una totuma de agua”, dirá socarronamente Andrés Level.
Dan un salto de garrocha desde el río Esequibo hasta el Moroco, luego desde este hasta el interior de Venezuela, y ¡oh sorpresa!: Daniel Florencio O’leary, el irlandés que acompañase al Padre Libertador hasta su lecho de muerte es al momento del asalto invasor Cónsul de Su Majestad Británica en Caracas. En 1888, el gobernador inglés del Demerara nos impedirá fondear el pontón-faro nuestro de las bocas del Orinoco a menos de media milla de la tierra. Entonces, violados y humillados, al término ocurrirá lo que no saben u ocultan saber los que tremolan su antiamericanismo ante unos venezolanos que huyen hacia al norte por el Darién para cobijarse.
Guzmán Blanco demanda la intervención de Estados Unidos, que jamás ocupó territorio nuestro. Va a Washington en 1896 y el presidente Cleveland luego hace suya nuestra causa ante el Congreso de la Unión. Y a la intransigente y “terrófaga” Inglaterra la obliga a someterse a un arbitraje de derecho. El expresidente gringo Benjamín Harrison será nuestro abogado.
El jurista americano Severo Mallet Prevost es quien nos deja el testamento que sirve a Rómulo Betancourt para denunciar a los británicos ante la ONU, por colusión con los rusos –nuestros colonizadores de ahora– para trampear la sentencia que nos quita el Esequibo en 1899.
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