Fiesta en el pueblo, por Marcial Fonseca
En el solazo paraguanero la madre tendía la ropa recién lavada. ¿Qué harán estos muchachos míos para tener estos calzoncillos tan enyarados?; supongo que cuando sean hombres, y se casen, ya no tendré que lavar tanta ropa se decía a sí misma mientras un hijo se le acercaba.
-Mamá, lávame también los pantalones botas anchas y la camisa de rayas azulitas.
-Está bien, hijo, pero la camisa tardará por el problema del cuello, se la di a la comadre Luisa para que me la reparara y me dijo que debía rehacerle el canesú.
-¿Y esa vaina qué es?
-Yo, ni idea, pero es algo que tiene ver con la camisa, por seguro.
-Sí, será -remató el hijo.
La pobre vieja tenía dos días atareados con la ropa de los mayores. Venía la fiesta más importante del pueblo, o mejor dicho, la única fiesta del pueblo. Con doce calles y catorce carreras no se podía esperar muchas parrandas. Y en verdad que los jóvenes lugareños estaban muy comprometidos con la parafernalia que rodeaba el evento.
Para empezar, por ejemplo, era impensable presentarse a la fiesta sin haber palabreado muy bien y bastante a la joven con quien se tenía en mente bailar; si no, la noche se convertiría en una tertulia sobre la fiesta en un rincón del evento comentando los bailes de la noche; y esto se consideraba cosas de muchacho, no de hombre.
Así que para una buena pareja y una buena velada, la muchacha debía ser exhibida una dos o tres noches, entre siete y media y ocho y media, caminando alrededor de la plaza Bolívar, frente a la iglesia. Esta ceremonia incluía que, durante las vueltas nocturnas, el hombre luciera cachepe; esto era cátedra, chévere y pepeado; lo primero, de fácil llevar y buen comunicador; lo segundo, siempre alegre y lo último, impecable en el vestir, que incluía que las puntas de la camisa se anudaban a la altura de la hebilla de la correa . El ritual se cerraba con buscarla en su hogar y aceptar la invitación del padre a un cafecito, esto era un incordio porque el paseo se vería reducido a unos veinte minutos, si no es que quedaba solamente en un cafecito con el suegro en la sala de la casa.
Él cumplió con todos los pasos. Y finalmente se reunió con los amigos, que estaban en faenas similares, para ver los progresos. Cuando le preguntaron, respondió que todo estaba sobre rueda, inclusive, que su tío Pedro le había aconsejado que bajara el brazo al bailar; en verdad que el brazo en ristre molestaba a las otras parejas; le costó, pero al fin lo logró.
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Se acercaba el día; ya había hecho su viaje a la bodega de Segundo y compró su consabido jabón Brutt y la respectiva colonia. Llegó el día, y por supuesto el club olía bruttalmente, era el único perfume disponible en el pueblo.
La costumbre dictaba que al no llevar pareja, los primeros bailes de las mujeres eran con los miembros de su mesa, que generalmente eran sus familiares. Por fin él se atrevió y se acercó a la de ella. Hizo una reverencia, con la vista recorrió a todos los sentados, y solicitó permiso para disfrutar del baile con la señorita. Fue concedida la venia; ella se levantó, extendió su mano derecha, él la recibió y se dirigieron a la pista de baile.
En segundos todos los bailarines ya estaban danzando, les esperaban unos cuarenta y cinco minutos continuos de movimiento. Como es tradición, la primera pieza fue un pasodoble, luego vinieron, en estilo mosaico, varias melodías para bailar con mucha libertad y los compases finales eran los que todos esperaban, música romántica que les permitiría más contacto y, quizás más tarde, hasta un rápido beso.
Sus amigos estaban muy contentos. A pesar de la penumbra, él se veía muy animado. Por la cadencia se avecinaba el final con lo que la luz regresaría; esta inundó la sala; y él escoltó a su pareja hasta la mesa y regresó a sus amigos. Estos simplemente lo felicitaron.
-Compa –dijo uno de ellos–, coronaste.
-No, amigo mío, perdí mi tiempo, esa caraja baila de lado.
Marcial Fonseca es ingeniero y escritor
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