Carlos logró que Olga desfilara en una pasarela y se sentara en un trono de reina. También le confeccionó vestidos que ella sentía como una capa mágica que ocultaba lo que no le gustaba de sí misma. De él decían que era marico, cosa que aquella adolescente entendió mucho después. Este texto, de su autoría, no es sobre la trágica muerte de ese chico.
FOTOGRAFÍAS: ÁLBUM FAMILIAR
“Conmoción en Caracas por los asesinatos de
tres personas LGBTQ+ en 24 horas: una mujer
trans fue descuartizada.”
Infobae, 15/06/2021
La historia de Carlos no tiene un final feliz. Él muere asesinado en un atraco, así que no esperen truco de magia o licencia literaria que lo salve. Carlos no parece ser más que otro caraqueño que muere de forma violenta, otro hombre que muere dos veces. La primera a puñaladas; y la segunda, en las lenguas de los titulares de prensa que, aunque no fueron muy amarillistas, sí produjeron codazos y miradas de reojo entre vecinos: eso a lo que él de seguro ya estaba acostumbrado.
Tampoco esperen que este sea un manifiesto para alzar la voz en busca de justicia para un miembro del colectivo LGBTQ+, del cual Carlos formaba parte. Tan solo pretendo ver más allá de su orientación sexual: recordar a ese muchacho que es parte de mi memoria, y a esa familia, su familia, que vivió por tanto tiempo en el piso de arriba, en el edificio en el que crecí; esa gente que se esfumó como si un viento maldito los hubiese arrastrado.
Carlos era uno de los niños grandes del grupo. Mis interacciones con él fueron un poco extrañas, pues la poca diferencia de edad entre nosotros era un abismo en aquellos años 90 en la aún prometedora capital venezolana. De hecho, en su casa fue la primera vez que vi un video de la famosa cadena MTV: Faith, de George Michael, y me quedé embelesada con el movimiento de las nalgas de aquel hombre mientras los demás chicos bailaban y brincaban alrededor.
Nuestras madres eran grandes amigas, siempre se tomaban el cafecito de la tarde o hablaban por horas en el pasillo. Mi mamá la contrató para que me hiciera el almuerzo porque ella trabajaba todo el día, yo odiaba su sazón y terminaba deshaciéndome de la comida. Sin embargo, amaba sus manualidades y ella era generosa al dejarme observarla y al enseñarme su arte. La acompañé horas mientras pintaba ese cojín de Navidad que aún adorna el sofá de casa de mi mamá cada diciembre. El padre de Carlos era médico y un poco borracho; bueno, “tomador”, como oía decir a los adultos, quienes además no dejaban de comentar que al doctor se le salían un poco más las plumas con el alcohol.
Recuerdo que, en una época, mi papá lo quiso matar porque había sido negligente en una operación, pues le dejó una bola en el abdomen por una malla rota o algo así, luego de que unos parásitos casi lo matan. Por supuesto que, además de los bichos, casi lo mata la rabia que empezó a ejercer contra el vecino-cirujano. Pero mi papá era otro “tomador”, y un poco exagerado en la mayoría de los casos, así que seguro que como en vida no se entendieron les tocará hacerlo en un bar del más allá.
Carlos tenía un hermano, quien me mostró la intelectualidad atormentada, la incomprensión profunda y los anhelos ocultos que también serían parte de mi adolescencia y adultez. Recuerdo sus colectas para mandar cosas a Cuba, para la gente, acompañadas de su discurso sobre las injusticias del mundo.
Recuerdo esa actitud de no pertenencia, y un poco de arrogancia, que da la superioridad intelectual. Cuando me enteré de que quizás se quitó la vida antes de los 40 años, busqué en mi biblioteca un libro que me regaló. En sus páginas había dejado una dedicatoria hermosa, la verdad quisiera pensar que fue para mí, pero la firma es de Carlos, su hermano, un misterio que se quedará como tal. En aquellas palabras, que aún leo de vez en cuando, sentí esa inmensa soledad que era el espejo de la mía, y me gusta fantasear con esa compañía que habríamos podido ser el uno para el otro.
Mi consciencia de lo que decían que era Carlos se desarrolló con los años, cuando pude interpretar las miradas, los codazos y los comentarios en los pasillos de la comunidad que nos vio crecer a ambos.
Carlos era raro y, en otros escenarios, “marico”.
Marico era es una palabra que curiosamente no existe en el diccionario de la Real Academia Española tal como la usamos en Venezuela: aparece como marica o maricón.
En aquellos años, estábamos lejos de siquiera soñar que lo identificaran con la dignificante palabra homosexual o gay —que tienen un toque más chic—. Ignoro si alguna vez llegó a esa denominación o no. Y dejemos aquí la mariconería, pues nunca la compartimos en vida salvo por la pertenencia obligada a una comunidad que cada vez se hace más ajena.
¿Quién fue Carlos más allá de un titular?
Si alguien me preguntara sobre él, mi memoria correría a cuando tenía apenas 9 o 10 años y este chico de unos 13 o 14 años decidió convertirse en una versión de Osmel Sousa, el zar de la belleza, y montar un concurso con las niñas del edificio con desfile, baile y hasta preguntas del jurado, si mal no recuerdo.
Carlos nos enseñó cómo caminar y movernos en una pasarela, cómo expresarnos e incluso montó una coreografía con la canción de moda Walk Like an Egiptian —si hago un esfuerzo puedo aún bailar algunos de los pasos que nos hizo ensayar por horas—, arregló el salón de fiestas del edificio para meter allí una tarima a lo Sábado Sensacional, y hasta construyó un trono con un material que parecía papel aluminio. Cuidó cada detalle de la preproducción hasta que llegó el día del magno evento, en el que también haría un poco de Gilberto Correa.
Era estricto y constante, nada se le escapaba. Este evento podría parecer una bobada de carajitos, y quizá hasta era una mamarrachada, pero Carlos le ponía todo el empeño posible. ¿De qué le habrá servido esa disciplina en el futuro? ¿Cómo habrá sido en su vida profesional? Sé que se convirtió en abogado y comerciante, pero, más allá de su muerte, había muy poca información de él en Internet, apenas sentencias del Tribunal Supremo de Justicia en las que aparecía como abogado, y nada más.
Volviendo al concurso, Carlos logró que las niñas del edificio nos sintiéramos admiradas y talentosas, las más bellas de ese mundo singular —sin importar nada más que la inocencia de aquel momento, que nada tenía que ver con las polémicas que se armarían con estas actividades patriarcales y cosificantes de lo femenino—.
Mi madre me recordó que al principio no me gustó mucho la idea de participar —quizá ya se formaba mi talante feminista—, pero que cuando lo hice estaba de lo más contenta. De hecho, lo irónico es que yo fui nada más y nada menos que la coronada como Miss-no-recuerdo, y me senté en el trono destellante a disfrutar de mi triunfo, un poco abrumada por las luces y por lo raro que era todo aquello siendo yo tan marimacha.
Al recibir tal honor, recuerdo que Carlos me dijo que mirase a la luz para que las lágrimas llegaran y el momento fuera perfecto. Yo, algo atolondrada, no atendí a sus consejos y no logré el llanto, así que su show no consiguió el final perfecto. Poco importó, pues ese día fue impecable en la memoria de cada una de las participantes y de la de los miembros de esa pequeña comunidad caraqueña.
Carlos también fue parte de un momento estelar en la vida de muchas mujeres venezolanas, al menos en mi generación: las fiestas de quinceañera. Me encantan las fiestas, pero odio los vestidos desde que el mundo es mundo, y he dejado de ir a algunas solo por no tener que pasar por latonería y pintura en la peluquería.
Sin embargo, ¿cómo iba yo a perderme esos bonches de las chamas de mi salón de clases? Sobre todo a los 15 años, cuando dejé de ser la galla para andar con la gente cool de mi colegio. Así que me tocaba, como a cada chama junto a su combo familiar, arreglármelas para conseguir los vestidos, pues la idea era no repetirlos en las fiestas con los mismos invitados. Los métodos iban desde los alquileres hasta los préstamos o la hechura a la medida, como fue mi caso. “Claro, es que eras rica”, estarás pensando, pero no, yo tenía un as bajo la manga, el vecino del piso tres: Carlos emprendió como diseñador y costurero. Iba a la casa y me tomaba las medidas, para luego de algunas pruebas y mucho de su arte, tocar el timbre con un vestido espectacular en las manos. Mis trajes fueron tres, y aún los recuerdo: el rojo, el azul eléctrico y el negro que me valió el apodo de La Estatua.
Durante el tiempo que vestí los trajes hechos por Carlos, y lucí mi belleza, a pesar de tener muchos problemas con mi imagen corporal y una timidez más grande que yo, me sentí una mujer hermosa, recibía muchos piropos y por esa noche lograba habitar mi cuerpo con gusto sintiendo que podía ser yo con todo y mis imperfecciones.
Sus vestidos fueron como una capa mágica que ocultaba lo que yo veía feo y sin valor en mí.
Nuestras vidas de adultos no se cruzaron, salvo por algún encuentro fortuito en un pasillo del edificio o en algún lugar de Caracas en los que intercambiábamos un parco: “Hola, ¿cómo estás? Tanto tiempo sin verte”.
Sin embargo, la distancia no impidió que reconociera de inmediato tu nombre en las noticias y las redes sociales. La sorpresa y la indignación se instalaron en mi estómago. ¿Cómo iba a ser ese tu final? Las fotos de tu apartamento destrozado y las paredes pintadas con la sangre de tu cadáver. Ni siquiera pude reconocer si eras el cadáver de la sala o el del cuarto, si te mataron primero o lograste escapar de tus asesinos al menos hasta la habitación. ¿Por qué no solo se llevaron las cosas y los dejaron vivir? ¿Te resististe? ¿Quizá tu pareja lo hizo? Necesito quitarme el horror de encima, ese horror tan manido para un país lleno de violencia, ese horror que nos toca, nos abraza o nos salpica.
Conjuro tu historia en el fuego de la tribu para exorcizar el horror de tu muerte. Ruego que estas palabras limpien la sangre de tu alfombra y de nuestras memorias.
Gracias, querido Carlos, gracias por hacerme reina tantas veces.
Descansa en paz.
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Olga Colmenares
Nací en Caracas, en 1980. Me gustaban los Ositos Cariñositos hasta que descubrí a Freddy Krueger. Echo cuentos en muchos formatos (binario, hexadecimal, plastilina y español). Gané un concurso de MAE, participé en algunas antologías y creé una comunidad de escritura creativa.
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