Durante la primera mitad del siglo XX, un pueblo de palafitos llamado Lagunillas de Agua ardió en un impetuoso fuego que dejó unos 200 muertos. Sus habitantes fueron trasladados a la primera urbe planificada del país: Ciudad Ojeda. De ahí, años después, muchos tendrían que salir. Lastenia Lizardo, protagonista de esta historia, hija de uno de aquellos damnificados, se niega a marcharse.
ILUSTRACIONES: DIANA MENDOZA
En el preescolar público en el que trabaja Lastenia Lizardo se sufren las olas de calor. Apenas cuentan con ventiladores. A media mañana de un miércoles de abril de 2024, con la temperatura en 33 grados centígrados, una de las maestras comenzó a sufrir un ataque. Se apartó de los salones de clases, acudió hasta la dirección y ahí le pidieron que se sentara.
—Tómate tu medicamento y nosotros llamamos a tu esposo para que venga a buscarte —dijo la directora.
La escena no era inusual. Las docentes que tienen enfermedades crónicas, como hipertensión, se han acostumbrado a sufrir episodios como ese. Lastenia está incluida en ese grupo de riesgo: padece diabetes. Debe cuidarse mucho.
Pero a menudo debe mediar en conflictos, resolver imprevistos, o está atendiendo trámites administrativos, supervisando las aulas de clases y dirigiendo actos cívicos. Además, es profesora de la Universidad Nacional Experimental del Magisterio Samuel Robinson, hace parte de la pastoral educativa de la iglesia Santa Mónica, participa en el coro, interviene en los consejos pastorales y es un engranaje clave en la Sociedad de Devotos de la capilla de San Benito.
A sus 53 años, ya no se siente con las mismas fuerzas que antes.
Todas las mañanas solía ir a trabajar en carrito por puesto, ahora debe caminar casi dos kilómetros de ida y vuelta desde su casa, en el centro histórico de la ciudad. Se cansa, la enfermedad le ha dejado con poca masa muscular en las piernas. “El almanaque pega”, dice a quien le pregunte.
Al llegar a casa, le toca la faena del hogar, comprar en el supermercado, continuar con el trabajo administrativo y pasar el rato con su esposo o sus sobrinos, hasta que se corta la electricidad.
Y así todos los días.
En un día, en la iglesia, surgió el tema del origen de la capilla, cuya construcción data de la primera mitad del siglo XX, cuando los habitantes originales de un pueblo de palafitos llamado Lagunillas de Agua ardió en un impetuoso fuego que dejó unos 200 muertos. Quemó prácticamente todas las viviendas construidas sobre el oleaje del lago de Maracaibo, y dejó a miles de personas sin hogar. Entonces Lastenia recordó a su padre.
Norberto Lizardo era un niño de casi 8 años que vio cómo todo lo que conocía se quemó a su alrededor. El pueblo ancestral, construido sobre pilotes y tablas de madera por la tribu indígena añú de la Costa Oriental del Lago, antes de la llegada de europeos y africanos, se volvió cenizas acabando con una de las localidades que dio origen al nombre de Venezuela.
Cuenta que, en horas de la mañana del 13 de noviembre de 1939, se produjo una fuga de los oleoductos de la empresa petrolera Gulf Oil Corporation. Al caer la noche, una señora llamada Alicia Mendoza, propietaria del Bar Caracas, encendió una lámpara de queroseno que se prendió en llamas. Presa del pánico, lanzó el objeto por la borda, para que el agua extinguiera el fuego antes de que se propagara.
Se dice que fue el comienzo del fin.
La atmósfera se volvió frenética, se oían gritos que provenían de todas partes. Había columnas de humo que se elevaban hacia el cielo y personas cayendo incendiadas a las aguas.
Para cuando el fuego terminó de consumir las poco más de 2 mil casas conectadas por un entramado de caminos de madera, los sobrevivientes se agolparon en la orilla. No hubo lista oficial de fallecidos ni de desaparecidos ni tampoco damnificados, pero el gobierno de Eleazar López Conteras razonó que el pueblo no podía seguir siendo habitable.
La familia de Norberto salió ilesa y completa. Fueron transportados en unas embarcaciones a una orilla un par de kilómetros más al norte, se bajaron en un muelle y los dejaron en unas casas deshabitadas en la mitad de la nada. Esa era Ciudad Ojeda, los cimientos de la primera urbe planificada del país, fundada un par de años antes por el Ejecutivo de López Contreras, quien quería albergar en tierra firme a los habitantes de Lagunillas de Agua.
El pueblo de madera carecía de agua corriente, plomería y la iluminación era suministrada por los mechurrios que quemaban el gas natural. La localidad suponía un grave riesgo y ya estaba dando problemas, así que la mayoría de los habitantes se habían resistido a cambiar los palafitos por las calles de lo que consideraban un caserío sin ton ni son. Cuando no hubo más remedio, las primeras casas que estaban en construcción fueron dadas a los sobrevivientes. Llegaron a unas viviendas en bloque liso, sin frisar, sin ventanas, sin puertas, sin techo.
Todo lo construyeron desde cero.
Norberto solía correr descalzo sobre las tablas irregulares y calientes que sostenían a su pueblo de agua, jugando con sus amigos con metras que, cuando se caían por los bordes, se zambullían para buscarlas buceando después en un lago que antes no estaba contaminado. Ya de mayor, quería replicar en sus hijos las mismas vivencias que marcaron sus años más atesorados, pero que no podía compartir desde los caminos de tierra firme de las primeras calles porosas de Ciudad Ojeda.
Por eso también los llevó a comprender de cerca la profesión de sus ancestros: la pesca artesanal. Esa herencia del oficio, de una localidad que subsistía de capturar peces, llevó a Norberto a destacar como uno de los pescadores más curtidos en mar abierto en Puerto Cumarebo, en la Costa Oriental del estado Falcón, adonde viajaba regularmente y donde conoció a su esposa, Lastenia Piña.
El San Benito que descansa en la capilla, al igual que Norberto, es un sobreviviente. Fue rescatado del extinto pueblo en el momento del incendio, y con él se preservó la fe católica, las romerías y la tradicional procesión con tambores.
Alrededor del santo se congregó ese espíritu de comunidad que llenó de esperanza un futuro que estaba por llegar debido a la explotación petrolera, el advenimiento de nuevas empresas trasnacionales y la oleada migratoria de otras regiones y países que aspiraban a ser parte de una industria emergente.
Así fue a lo largo de los años, hasta que llegó la crisis humanitaria compleja que asoló a Venezuela. Poco a poco, los amigos de Lastenia comenzaron a marcharse. Sus vecinos dejaban sus casas al cuido y los padres de los niños a los que les daba clases se iban del país. Después le tocó a su familia, así que un hermano y sus sobrinos hicieron las maletas. Ahora le escriben por WhatsApp desde los Estados Unidos y el Perú:
—Vente, tía.
—Vente, mamá —como le dicen otros de sus sobrinos.
—¿Cuándo te vais?
—Tenéis familia afuera, ¿por qué no te habéis ido?
Sus familiares en el extranjero le propusieron que, como no tiene hijos propios y el trabajo en el sector público es cada vez más precario, ellos podrían alojarla en sus nuevas casas si decidía dar el paso.
Como muchos, hubo un momento en el que Lastenia comenzó a sopesar la posibilidad de marcharse. “¿Será que me voy yo también?”.
Lastenia consideraba a su papá como un héroe y un amigo. El señor Lizardo era muy conocido en Ciudad Ojeda por su trayectoria como profesor, líder de la comunidad de fieles de San Benito, ferviente creyente, defensor de la memoria de Lagunillas de Agua e incluso como político durante gobiernos anteriores. Lo hacían todo juntos, lo acompañaba cuando trabajaba en la alcaldía y ella terminaba de especializarse en educación preescolar. Se apoyaban mutuamente.
Por eso, cuando Norberto enfermó, su hija menor estuvo a su lado a pesar de todas sus ocupaciones. Lastenia lo cuidó, estaba pendiente de sus medicinas, iba con él al consultorio, aunque la actitud obstinada de su padre pretendía hacerle creer que todo andaba bien. Así pasó el tiempo, creyendo que eran problemas de la próstata.
El diagnóstico que disipó toda duda lo dio un doctor en el Centro Médico de Cabimas. Encontró una masa que resultó ser un tumor en la vejiga. Norberto sentía que le fallaba la circulación en el cuerpo, su mente divagaba a ratos y lo pusieron a tomar vitaminas. Él quería seguir viviendo como siempre, nunca relegó sus tareas en el hogar y entrenaba la memoria leyendo la prensa o haciendo crucigramas.
Un día le pusieron una silla en el frente de la casa, detrás de la cerca, con vista a la calle. Por allí pasó la procesión de San Benito. Lo esperó con serenidad, hasta que logró avistarlo entre la gente y rompió en llanto. Lastenia hizo señas, los fieles saludaron y le acercaron la imagen del santo para que pudiera verlo detalladamente una vez más.
—¿Viste? Pasaron por aquí, te recordaron…
Así, el tiempo voló. Ella comenzó a manejar la camioneta por él, le cambiaba el pañal, le daba de comer y le decía “Te amo, papá, te amo”, con ímpetu, como quien no quiere dejar lugar a dudas. Como devota, Lastenia sentía que esa fortaleza era divina, imbuida del Espíritu Santo.
Norberto sufrió dos paros respiratorios. El primero ocurrió frente al médico, aunque fue Lastenia quien activó la bomba de oxígeno, le pegó la manguera y lo trató hasta que llegaron los enfermeros para llevarlo a cuidados intensivos.
El segundo fue similar, ocurrió el día después de que lo condecoraran con su segunda banda en primera orden Eleazar López Contreras por el Día del Maestro y tras almorzar en su restaurante favorito, pero lo llevó a la clínica de manera definitiva.
En el momento cuando su hija mayor entró en la habitación, dio su último suspiro.
Lastenia lo tenía entre sus brazos, con delicadeza, como si sostuviera un cristal que podría romperse con la mirada. Lo sintió como una bendición.
Hasta el sol de hoy, Lastenia sigue viviendo en la casa que construyeron sus padres a partir de los cimientos que los alojaron después del fuego. Ahora es más grande, tiene un porche, un pequeño jardín, un parque infantil en el frente y se le va la electricidad con bastante frecuencia. Pero cada vez que le preguntan si estaría dispuesta a dejarlo todo, responde que no.
Cree que, si hace casi un siglo su familia lo perdió todo en un incendio y lograron salir adelante en una ciudad que prometió prosperidad gracias a las riquezas de su tierra, quizá podría hacerlo una vez más, resurgir de las cenizas. Como el fénix, el ave mítica que se roba las miradas de la bandera del municipio.
Esta historia fue producida en la segunda cohorte del Programa de Formación para Periodistas de La Vida de Nos.
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