Un hombre, un siglo
Hace una semana moría en su casa de Connecticut Henry Kissinger. Iba camino de los 101 años. Fue uno de los hombres más influyentes de la segunda mitad del siglo pasado. También controvertido, incluso señalado como criminal de guerra aunque eso no impidió que en 1973 obtuviera el Nobel de la Paz por la firma de los Acuerdos de París que diseñaron el final de la larguísima y cruenta guerra de Vietnam, tras lo cual el poderoso ejército estadounidense tuvo que recoger sus bártulos y regresar avergonzado a su país. Los marines habían sido derrotados en el campo de batalla y en las calles de Washington, Nueva York, Filadelfia y Chicago por un amplio movimiento pacifista y una prensa libre que puso al descubierto las mentiras sobre aquel conflicto insostenible.
Nacido en 1923 en una familia de judíos alemanes en la ciudad bávara de Fürth, llegó a Estados Unidos como Heinz Alfred Kissinger en 1938 huyendo del nazismo. Participó en la Segunda Guerra Mundial, estudió y se graduó con honores en Harvard, donde fue profesor y catedrático. Sus amplias relaciones académicas y de negocios lo llevaron a la política. Primero como asesor del Consejo Nacional de Seguridad y luego del gobernador de Nueva York, Nelson Rockefeller, frustrado aspirante a la nominación presidencial republicana en los años sesenta. Lo que no consiguió con Rockefeller, lo logró con Richard Nixon que llegó a la Casa Blanca en 1968 y lo hizo consejero de seguridad nacional y, más tarde y en simultáneo, secretario de Estado.
La era Kissinger puso fin a la guerra en el sureste asiático, inició la distensión con la entonces Unión Soviética y produjo el impensado acercamiento entre China y Estados Unidos que reorganizó el tablero mundial. A la caída de Nixon por el caso Watergate, Kissinger siguió como secretario de Estado en la administración de Gerald Ford. Para entonces ya era una celebridad mundial, capaz tanto de felicitar al general Augusto Pinochet por derrocar a punta de metralla a Salvador Allende como de ser figura del jet set mundial donde se comentaban con frecuencia sus salidas con actrices de Hollywood. Sin ser agraciado, se le atribuye la frase de que “el poder es el afrodisíaco definitivo”.
Los críticos de Kissinger, que son muchos y lo sobreviven, lo ven como la encarnación de la realpolitik. Un hombre obsesionado con preservar la posición de liderazgo de su país y lograr sus objetivos al costo que fuera necesario, haciendo buena, una vez más, la sentencia de que el fin justifica los medios. Le reconocen experiencia, sabiduría contribuciones intelectuales, pero le endosan cinismo y falta de escrúpulos.
Sin embargo, el muy reconocido historiador y escritor británico Niall Ferguson, en su libro Kissinger: 1923-1968, el idealista, publicado en 2015, tras tener un acceso privilegiado a documentos privados, muestra a otro personaje cuya mirada siempre se centró en el avance de los valores liberales de Occidente, contra el totalitarismo y el odio. Y la única forma de conseguirlo era protegiendo y promoviendo la primacía de Estados Unidos y sus aliados.
La polémica en torno a Kissinger nunca desaparecerá. Fue un hábil y férreo negociador, con los problemas del mundo en su cerebro, o el hombre que fraguó la campaña de bombardeos sobre Camboya que causó centenares de miles de muertos e hizo migas, en nuestra región, con los militares de la “guerra sucia” argentina y la terrorífica Operación Cóndor que juntó en la represión desmedida a los regímenes de fuerza del Cono Sur del continente. Probablemente fue lo uno y lo otro. A nadie dejó indiferente, al tiempo que contribuyó a cambiar el mundo.
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