Lo primero que pone de relieve la virginidad perpetua de María es que todo el proyecto de salvación es iniciativa de Dios, no nuestra. La virginidad de María manifiesta la iniciativa absoluta de Dios en la Encarnación. Jesús sólo tiene a Dios como Padre.
La virginidad de María revela la verdad más profunda sobre Jesús y sobre nosotros: Jesús tiene a Dios como su Padre, no para exaltar su luz, sino porque es la verdad más profunda sobre él. Y como es verdad para él, también lo es para nosotros cuando Dios nos adopta por su gracia.
Gracias a esto, nos convertimos, por así decirlo, en miembros de una nueva raza humana, con un nuevo Adán a la cabeza (1 Cor 15,45-50). Pero este nuevo Adán tiene una figura correspondiente: la nueva Eva cuyo “sí” a Dios permite que la vida entre en el mundo, así como el “no” de la primera Eva introdujo la muerte. Y este “sí” es fruto a la vez de la gracia predestinada de Dios y de su libre consentimiento: al dar su consentimiento a la palabra de Dios, María se convierte en madre de Jesús.
Asintiendo de todo corazón a la divina voluntad de salvación, sin que un solo pecado la detuviera, María se entregó enteramente a la persona y obra de su Hijo, para servir con Él y bajo su dependencia, por gracia de Dios, el misterio de la redención. Como San Ireneo dice: “por su obediencia, Ella se convirtió en causa de salvación para Ella y para toda la humanidad”. Por eso muchos Padres de la Iglesia afirman: "El nudo de la desobediencia de Eva fue desatado por la obediencia de María: lo que la virgen Eva ató por su incredulidad, María lo desató por su fe".
Todo esto significa que María se identifica con la familia del Nuevo Adán tanto como la vieja Eva se identificaba con la familia del viejo Adán.
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