Claire Koç nació en Çigdem, Turquía, en una familia aleví*, la minoría religiosa más grande del país, con aproximadamente entre el 10 y el 15% de la población. “Los jueves por la noche, mi madre encendía velas de cara al sol antes de acostarse para pedir protección para sus hijos y familia”, recuerda. Pero la niña no será realmente criada, ni en la educación ni en la práctica, en esa rama del islam. La familia huyó de la persecución a Francia y Claire Koç conoció a la Virgen María.
A los 6 años, de camino a casa desde la escuela, se encontró con una iglesia abierta. “Entro, doy unos pasos, veo el rostro de María y luego es el misterio de la fe, algo pasó”, dice. Continúa visitando las iglesias para “empaparse de esta atmósfera, ver esas velas encendidas y fundirse en su silencio”.
“Me llevó treinta años convertirme porque no me sentía digna”, explica Claire Koç. Finalmente fue el hecho de tener un hijo lo que le hizo dar el paso, a los 36 años. Un largo camino según quien dice ser “autodidacta en la fe católica”. Excepto que el Covid casi impidió su bautismo. Tomó medidas justo después de la llegada de la pandemia y fue al final del confinamiento cuando se dio cuenta de que su conversión no siempre era aceptada en su círculo de amistades.
“En el mejor de los casos, me acusan de ilustrada y, en el peor, de fundamentalista, porque no comparto las creencias modernas”, se lamenta. De ahí que ser católico en Francia pueda verse como un defecto. "Estamos en una sociedad que quiere ser progresista y abierta, pero que sigue siendo intolerante cuando no nos ajustamos a las nuevas costumbres de la sociedad", afirma.
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