Desde la concepción de Jesús, María inició con Él un diálogo que no tendrá fin y que ha florecido en la eternidad. Testimonio de ello es el Magníficat, cantado en casa de Isabel pocos días después de la Anunciación. (PS2)
¿Y nosotros, sus hijos que Jesús le entregó en la cruz? ¿Cuál es nuestra parte en la maternidad de la Virgen, nosotros que nacimos de una madre que tuvo sus cualidades y sus defectos, su ternura y su falta de ternura? Un mensaje nos ilumina y deleita cuando María dice en Medjugorje (1): «¡Queridos hijos, les amo a cada uno tanto como amo a mi Hijo Jesús!» Y también: «Queridos hijos, así como llevé al Niño Jesús en mi seno, así quiero llevarles a cada uno por el camino de la salvación». (mensaje del 25/03/1990)
En una de sus homilías, San Bernardo de Claraval desarrolla este hermoso pensamiento de que, cuando estamos en la tierra, aún no hemos nacido. Nacemos cuando entramos al Cielo. En la tierra somos llevados en el seno de María.
Si una sencilla madre de la tierra tiene tal influencia sobre el niño que lleva cómo imaginarnos lo que nos da nuestra Madre celestial cuando escogemos consagrarnos a Ella, es decir cuando le pertenecemos enteramente y aceptamos vivir en Ella? ¡María pone todo lo que tiene a nuestra disposición! Su bondad, su benevolencia, su belleza, su paz, su amor, su ternura, su fuerza, su coraje, su luz, su pureza, incluso su intimidad con el Padre en la que nos introduce...
San Luis María de Montfort declaró: “¡Oh! ¡Qué felices somos cuando le hemos dado todo a María... «Todos somos de María y María es toda nuestra!» (§ 179 de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen) Y según la pequeña Teresa: «El tesoro de la madre pertenece al niño».
Vivir en María es ser nutrido y protegido, porque así escaparemos de la mirada del enemigo y de sus ataques satánicos, él no podrá destruirnos.
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