La muerte de Adán, por Gustavo J. Villasmil Prieto
Avenida Baralt, en Caracas, a boca de metro. Una rara sensación flotaba en el ambiente, un «no sé qué» que erizaba la piel. Hasta aquel febrero de 1989, había sido la fe en el estado mágico la que nos había mantenido mal que bien juntos, anestesiando nuestros dolores y matizando nuestros más profundos resentimientos, tan felices como éramos con nuestros viajes anuales a Miami, nuestro 5 y 6 dominical, nuestros Caracas-Magallanes y nuestras imbatibles reinas de belleza.
Hasta que llegó el día en que se partió el hierro caliente de la realidad saltando por los aires el acuerdo tácito que por 40 años sirviera de eje a aquel juego; un juego consistente, como escribiera Diego Bautista Urbaneja, en evitar «que todo el mundo se pusiera bravo el mismo día».
Hospital Vargas, a poco de recibir la guardia en Emergencia. «¿Qué estará pasando?», nos preguntábamos viendo correr a un gentío con televisores, cajas de «conflei» a la espalda y hasta con tres y cuatro potes de mayonesa en las manos. La sala colapsó minutos más tarde llena de heridos a bala. Algo inusual y terrible acontecía en las calles de Caracas y no sabíamos qué era. No fue sino hasta la mañana siguiente que lo comprendimos todo.
«El Caracazo» lo llamaron. Fue la primera gran rebelión contra las recetas fondomonetaristas que el mundo vio en directo por televisión. Rechazo violento a aquel revulsivo que como amarga cucharada de tártaro emético la banca multilateral nos estaba obligando a tragar sin fruncir el ceño; acre jarabe cuyo récipe nosotros mismos pedimos, hay que decirlo: no sea que ahora se diga que los rubios muchachos de Bretton Woods se nos aparecieron en casa sin aviso, como los «arroceros» de las fiestas de mi adolescencia.
«¡Allá cayó, vayan a verlo!», grito alguien. Nos echamos a la calle en medio de la muchedumbre enloquecida que corría en todas direcciones con los ojos desorbitados, mientras a lo lejos se escuchaba el tableteo de la metralla. Los más llevaban consigo el pequeño botín del saqueo de la arepera de los chinos de enfrente –un par de tostadas, una escudilla con restos de «relleno» y hasta algún inútil servilletero vacío.
Nadie reparó en los sollozos de los míseros cantoneses propietarios del ventorrillo, que contemplaban impotentes lo que había quedado de su pequeña tienda tras el paso devastador de la multitud en medio de tan formidable aquelarre.
Unas cuadras más abajo, ya lejos del hospital, encontramos tendido en la calle el cuerpo del infeliz. Era un adolescente hermoso. La tez brillosa y morena – como lo es de la Venezuela profunda– dejaba a entrever sus músculos bien definidos en años de «caimaneras» de baloncesto en alguna cancha improvisada en medio del barrio. Vestía pantaloncillo tipo «bermuda» con absurdos motivos tropicales y una camiseta verdiblanca, seguramente de manufactura pirata, que ponía «Boston Celtics». Un tiro bastó, certero y limpio, entrando por la sien derecha. Desdecía de la precisión casi quirúrgica del disparo el inmenso pozo de sangre negruzca que lentamente se iba extendiendo hasta coagularse alrededor del cadáver del muchacho.
La mirada de aquel infortunado, perdida en la lejanía, mostraba ya el velo opalescente de las córneas muertas. Extendidos, el brazo atlético y un dedo índice exangüe, señalando al infinito como un desgraciado Adán intentando en vano tocar a Dios ya no desde el techo de la Capilla Sixtina, sino desde la negrura del asfalto caliente a las dos de la tarde en plena avenida Baralt, sosteniendo en el hueco de la mano, hasta que hubo vida, el pequeño paralelepípedo de mantequilla envuelto en papel dorado de brillo que había ganado a empellones en el saqueo de alguna cercana tienda de víveres.
*Lea también: El Caracazo: «Sé que están muertos y enterrados, pero no sabemos dónde»
La siguiente sería la década del desmontaje del edificio institucional venezolano levantado ladrillo a ladrillo desde 1958 que fuera soporte de una paz social por aquel entonces inconcebible en Colombia, en Centroamérica o en los países del Cono Sur. Ladrillos pegados entre sí – también hay que decirlo– más con el cemento de la riqueza petrolera que con el de los valores republicanos.
Muro de bahareque que progresivamente fue cediendo hasta el colapso aplastado por su propio peso de una sociedad sin densidad ni vértebra ética, espiritualmente osteoporótica, prohijada por el rentismo que por 40 años sirvió de piedra angular a una vida feliz y sin conflictos en la república de la perenne alegría.
Llegó el oficial a cargo de contener al gentío, un tenientuelo flaco con el rostro picado por el acné. Se acercó al caído palpándole el cuello en busca de alguna señal de vida. Levantándose de inmediato, se dirigió al soldado que tenía más próximo: «llámate a la furgoneta de la forense y espérala», le dijo con gesto más bien indiferente. «Este carajo está muerto».
Cuando la comisión llegó a levantar el cadáver, hacía mucho que el sol había derretido la pequeña barra de mantequilla que el muchacho llevaba en la mano.
Gustavo Villasmil-Prieto es Médico-UCV. Exsecretario de Salud de Miranda.
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