sábado, 9 de marzo de 2024

Vamos por un helado, papá

 JORDAN FLORES, SEMANA DE NOS, FEB 26, 2024



Una familia venezolana se separa por la migración. Más adelante, se reencuentra en otro país: papá, mamá e hija no quieren distanciarse nunca más. Pero entonces aparece una enfermedad para ponerlos a prueba, o para enseñarles una dimensión distinta del amor. 

FOTOGRAFÍAS: ÁLBUM FAMILIAR

Ángel Martínez caminaba por las calles de Buenos Aires de la mano de Ainoha, su hija de 10 años. Aunque la primavera de 2023 había comenzado, el aire gélido los obligaba a ir bien abrigados. Un tiempo atrás, habían llegado de Venezuela y aún no se acostumbraban al frío del sur. Camino al Barrio Chino de Belgrano, pasaron por un kiosco que vendía productos venezolanos. Ángel trató de evitar ver la caja de torontos de la vitrina. Esos bombones estaban rellenos de memorias, le removían sentimientos profundos. 

Uno de esos recuerdos era sobre la primera vez que emigró. Fue en 2017.  A pesar de que en aquel tiempo su esposa Priscilla Madero y él tenían buenos empleos como informáticos, se les complicaba mantener las despensas llenas porque la escasez en Venezuela era desoladora. Pero el punto de quiebre vino cuando un día, al bajar al estacionamiento, descubrieron que su auto ya no estaba. Se lo habían robado. Entonces Ángel, que siempre había amado su país, sintió que ya no era el lugar donde quería que su hija creciera.

Partió a Santiago de Chile, para establecerse y abrirles el camino. El día antes de su vuelo, Priscilla le regaló una caja de torontos, porque sabía que a él le encantaban. Cada vez que tenía un día difícil, o cuando extrañaba a su familia, se comía uno para, con ese dulce sabor, tener un cable a tierra que lo conectaba con su hogar.

Una tarde en que se sentía especialmente triste, abrió la caja y se percató de que le quedaba solo un bombón. Lloró mientras se lo comía, sintiendo que ese cable se había roto. Pero poco después, en su octavo mes viviendo en Chile, recibió una llamada que le hizo volar de regreso a Caracas. 

Priscilla había conseguido un trabajo como desarrolladora de módulos para sistemas de aduanas. Le iban a pagar bien. Era en Trinidad y Tobago. Ángel podría acompañarla, de modo que este nuevo empleo significaba la posibilidad de volver a estar juntos. 

Pensaron que, bajo ninguna circunstancia, volverían a separarse.

Después de un año viviendo en Puerto España, la capital de Trinidad, se mudaron a Guyana, porque así lo demandó el trabajo de Priscilla. Se instalaron en Georgetown. Ángel se encargaba de las tareas domésticas, y lo hacía con gusto. En los asuntos que implicaban la crianza y educación de Ainoha, ambos trataban de estar presentes por igual.

Cuando ella tenía un mal día, o cuando debían darle una mala noticia o querían animarla, la llevaban a comer helado. Pronto se volvió una suerte de ritual para sobrellevar los momentos agridulces.

En una ocasión, Priscilla volvió del trabajo con una sorpresa para Ángel. Había conseguido una caja de torontos. Apenas probó un bombón recordó la soledad y el abatimiento que había experimentado en la época en que vivió lejos de ellas, en Chile. Se le aguaron los ojos y las abrazó. 

Priscilla siempre fue muy perspicaz con los procesos de su cuerpo, era como si una alerta se le activara cada vez que había en ella algún cambio. Por ejemplo, en 2012, apenas tenía unas pocas semanas de embarazada ya ella lo había sentido. Ángel quiso esperar a que aparecieran más síntomas antes de celebrar. En parte porque habían perdido dos embarazos y llevaban tiempo intentando concebir sin éxito. Pero Priscilla estaba segura. Y fueron con un médico que confirmó sus sospechas. 

Siguiendo esa misma intuición, en Guyana Priscilla decidió ir al médico porque no se había estado sintiendo bien. Comenzaron a hacerle exámenes. El 8 de marzo de 2021, Día Internacional de la Mujer, fue diagnosticada con cáncer. Se trataba de un linfoma de Hodgkin.

Ángel la consoló mientras aún asimilaban los resultados de la biopsia. Apretó los puños con fuerza, sentía el impulso instintivo de querer golpear algo para drenar la rabia y el miedo que se apoderaban de él. Pero mantuvo la calma. No era el momento ni lo más apropiado. Sabía que debía reconducir todo ese ímpetu en trabajar duro para lo que estaba por venir.

Contarle a Ainoha resultó más sencillo de lo que imaginaron. Estaban en casa y casualmente por aquellos días había visto una serie animada en la que aparecía una niña con cáncer y se educaba sobre la enfermedad, por lo que Priscilla aprovechó al personaje para explicarle a la niña sobre su propia situación. Ainoha comprendió bien, y los alentó a no perder los ánimos.

Se mostró tranquila incluso al comentarle que era posible que su mamá perdiera todo su pelo por las quimioterapias. “No te preocupes, mami, crecerá de nuevo. Podemos ir juntas a comprar pelucas para que tengas diferentes estilos”, le dijo.

No hubo necesidad de ir a comer helado en esa ocasión.

Los meses siguientes fueron complicados. Ángel asumió varios frentes a la vez, acompañando a su esposa en su tratamiento sin descuidar las tareas del hogar. Debía estar pendiente de las horas de cada medicina, de ir a la farmacia y atender el cada vez más deteriorado estado de salud de Priscilla. También asistir a Ainoha con sus deberes escolares, hacer la limpieza y pasear al perro. Se apoyó en varios amigos y vecinos que le ayudaron a hacer más llevadero el proceso, y a quienes  agradecía que tuvieran gestos tan simples como dejarles el mercado en la puerta cuando Ángel estaba muy ocupado para salir a comprarlo.

Mantenerse ocupado era la forma de lidiar con el miedo y enojo que aún sentía. Sus esperanzas estaban depositadas en que el tratamiento funcionara, y quería creer que así sería, pero muchas veces, cuando nadie lo miraba, rompía a llorar en silencio.

Priscilla se fue descompensando. Un día, estando muy débil, habló con Ángel para estudiar la posibilidad de ir a Panamá, pues en Georgetown solo había un hospital oncológico, y sentían que allí no estaban atendiéndola adecuadamente. Sin embargo, los médicos les advirtieron que ella no soportaría el viaje. Sus riñones habían dejado de funcionar, y la única forma en que su pronóstico mejorara, era que en las horas siguientes ella pudiera orinar por sí misma. 

Pero nunca pudo.

El 5 de septiembre de 2021 Priscilla murió. 

Ángel corrió a la habitación apenas se enteró, y alcanzó a darle un último beso mientras sus labios aún estaban tibios. Luego la cubrieron para llevarla a la morgue, y fue cuando sintió todo su mundo, la felicidad de sus últimos 20 años, irse en aquella camilla. 

Las horas siguientes estuvieron marcadas por el ajetreo de tener que resolver detalles del acta de defunción y la funeraria. Como era su único familiar en el país, le correspondió hacer muchas gestiones, además de informarle del fallecimiento a todos sus allegados en Venezuela. 

Cuando terminó, cerró los ojos y dio un suspiro profundo. Pero aún le faltaba una persona a quien darle la noticia: Ainoha. 

Pasó a recogerla a la casa de una amiga con quien se había quedado la noche anterior, y mientras manejaba contenía las lágrimas. Él mismo no terminaba de asimilar lo que había ocurrido para explicárselo a su hija, pero debía hacerlo. Estacionaron justo frente a su escuela, y tras asegurarse de encontrar las palabras adecuadas, le contó a Ainoha. 

Ángel intentó consolarla, pero no hubo llantos ni gritos. 

Solo dos lágrimas bajaron por sus mejillas.

Se quedó en silencio. 

Inquieto por esa respuesta, le preguntó cómo se sentía, y qué quería hacer en ese momento.

“Vamos por un helado, papá”, contestó.

Esa noche, Ángel durmió en el cuarto de su hija. No solo como una forma de hacerse compañía, sino también para evitar volver a la cama que compartía con su esposa. Se mantuvo así hasta el mes siguiente, cuando debió enfrentar al fantasma de dormir solo en su antiguo cuarto en Venezuela.

Ángel y Ainoha regresaron a su país el 18 de octubre. 

Llegaron directamente a casa de los suegros de Ángel, en la parroquia Caricuao, en el suroeste de Caracas. Pronto se reencontró allí con su madre y su sobrina, y en sus abrazos sintió una calidez familiar que había echado de menos en la distancia. 

Sin embargo, Ángel no logró tener paz.

Una sensación de culpa comenzó a acosarlo por las noches. Pensamientos intrusivos cruzaron su mente, como que debió sacar a Priscilla de Guyana antes, o que pudo haber hecho más para salvarla. Solo le reconfortaba ver que, en medio de aquella Navidad amarga, Ainoha aún era capaz de sonreír al salir con sus primos al cine o al zoológico.

Quedarse en Venezuela no era algo que estaba en los planes de Ángel. Fue más como una parada para tomar aire y reconectarse consigo antes de emprender el camino hacia su próximo destino. A principios de 2022, partió con su hija, ahora hacia Argentina. Dejó una parte de las cenizas de su esposa en Caracas, y otra la llevó consigo, para que lo acompañara a donde fuera. 

No le costó conseguir trabajo. Decidió dejar a Ainoha en la primera escuela donde la inscribió. No importaba si había que madrugar y viajar más de 10 kilómetros en autobús, pensó que ella ya había tenido suficientes cambios en su vida por ahora.

En la cotidianidad, extrañaba a Priscilla. Tenía que hacer cosas que antes no había hecho. Desde aprender a maquillar y hacer peinados, hasta elegir un vestido para Halloween. 

Pero había algo que a Ángel le inquietaba: en todos estos meses, Ainoha no había llorado ni mostrado señales visibles de tristeza por la muerte de su madre. Hasta la llevó con un psicólogo infantil, quien le explicó que no todos los niños expresan el dolor de la misma forma. Aunque no lo viera, Ainoha llevaba por dentro el mismo duelo que él. 

Ángel lo comprobó una tarde mientras trabajaba en casa y de pronto se vio golpeado por un ataque de melancolía. Creyéndose solo en la sala, aprovechó para llorar, como muchas veces hacía cuando Ainoha estaba en el colegio, y como aprendió en soledad durante el tratamiento de Priscilla.

Pero unas palmadas de Ainoha le hicieron volver en sí. 

“Yo también la extraño”, le dijo su hija. 

La abrazó y supo que podía llorar frente a ella, que no estaba solo en su tristeza.

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Como millennial, vengo de una generación marcada por las transiciones. Mis dos pasiones son aprender y narrar, por lo que intento conjugarlas escribiendo sobre todo lo que me atrape. Creo que los periodistas somos historiadores del presente.

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