PEDRO LASTRA, POR VASCO SZINETAR

Por MARCELO PELLEGRINI

El secreto del bosque es la llave del tiempo 

Pedro Lastra

Un pintor, un exiliado, un viajero, alguien que conversa con sus amigos y maestros (algunos de ellos muertos) y, sobre todo, un lector extraviado en los pasillos  de una biblioteca vasta y solitaria, poblada solo por fantasmas. Esas son algunas de las imágenes que Pedro Lastra ha ido construyendo sobre sí mismo en sus poemas (1). Cuando digo “Pedro Lastra” no me estoy refiriendo al ciudadano nacido en Chile en 1932, profesor y conferenciante en diversas universidades de su país, América Latina, Estados Unidos y Europa; tampoco hablo del hombre que se casó, enviudó y se volvió a casar, padre de tres hijas que ejercen la medicina, abuelo y bisabuelo en dos hemisferios, amigo entrañable y lector voraz. El Pedro Lastra del que hablo, el poeta y el ensayista, es, como siempre, una máscara creada por su poesía. Cada poeta construye, como diría Wallace Stevens, su “ficción suprema”, su ficción de ficciones, y Lastra no ha sido ajeno a esa labor que los poetas realizan sobre su propia figura. Como todo verdadero creador, Lastra es hablado por el lenguaje de sus poemas, y no al revés. La forma predominante, a mi juicio, en que esa ficción se manifiesta en él tiene, ciertamente, algo de paradojal, y la podríamos resumir así: a mayor dominio del lenguaje, menos certera es la imagen del mundo. La palabra que resume esa actitud en este autor es una que se repite en varios de sus poemas: indecisa, adjetivo verdaderamente seminal en él.

Ya en Traslado a la mañana (1959), su segundo libro, nos encontramos con esa palabra en un verso que dice “El tiempo con sus ramas indecisas”, el único, por lo demás, rescatado por su autor de ese libro, incorporado a un poema posterior llamado “Noticias breves”, hecho de fragmentos que son como “sentencias poéticas”, reflexiones casi en sordina que funcionan a la manera de epígrafes o lemas poéticos que definen la propia actividad creadora de Lastra. Se trata, por lo tanto, del verso más antiguo de este poeta y, como tal, de la autodefinición de esta poesía (de su primer libro, La sangre en alto, de 1954, nuestro autor nunca ha rescatado nada por considerarlo un ejercicio juvenil con un valor más testimonial que poético). El concepto lo repite el poeta en al menos otros tres poemas: ahí tenemos “Con letras indecisas”, texto sobre Omar Cáceres, poeta chileno de una vanguardia secreta que Pedro Lastra rescató en los años noventa cuando reeditó en Chile, México y Venezuela Defensa del ídolo (1934), único libro publicado por Cáceres. Dice el comienzo del poema, compuesto en heptasílabos blancos: “Omar Cáceres dice / que escribió su poema / con letras indecisas. / Muchos años después / yo leo en otro mundo / su afilado decir / de la desolación” (2). En “Lección de historia natural”, por su parte, tenemos estos versos: “Entre las plantas y las aves, / las criaturas sigilosas / y las ardillas indecisas, / urde la vida de allá afuera / sus movimientos circulares”. Por último, en el poema “Puentes levadizos”, donde un “monarca sin cetro ni corona” se encuentra “extraviado en el centro de su palacio”, tenemos la pregunta que define implacablemente su situación: “¿De quién pues esta mano / inhábil, estos ojos que solo ven fronteras / indecisas o el viento / que dispersa los restos del banquete?”.

La indecisión, la duda, lo indefinible, la indeterminación en Lastra no posee un estatuto negativo como podríamos pensar a primera vista. Lo “cambiante” o “sigiloso”, como dicen otros poemas del autor, constituye para él una poética, un modus operandi del lenguaje. Como en algunos cuadros de Magritte (uno de los pintores favoritos de este poeta, quien ha escrito muchos textos sobre la pintura), en Lastra la sombra es, sin contradicciones, “el imperio de la luz”, una sombra que ilumina. Esa es la forma que tiene Pedro Lastra de comunicar su visión poética. Se trata de una práctica tan extendida en su obra que podemos encontrarnos con ella en numerosísimos poemas. Cito algunos ejemplos de los muchos que se pueden encontrar: el poema “Instantánea”, que dice: “Luciérnagas, el río: / la ribera que se ilumina / y es la luciérnaga en tu mano. / Su luz veloz me sobrevive / ya no luciérnaga ni río”. Otro es el poema “Composición de lugar (Qué pensaba Kandinsky, qué diría)”, cuyos primeros versos rezan: “Corrijo los desvíos / del color y la forma / para pintar el mundo como es, / para ver de más cerca / la noche y su fulgor, / el secreto vaivén de la desolación”. Y, por último, “Nocturno de Long Island”, que en parte dice: “Duermes y yo velo tu sueño […] persiguiendo / el paso de tu sombra / de la alta noche hacia el amanecer”.

Durante décadas hemos venido leyendo a Pedro Lastra como un autor que cultiva de manera magistral esa poética de la sombra; decir esto no es señalar que estamos ante una obra sombría, a pesar de cierto tono “apocalíptico”, podríamos decir, de algunos de sus poemas más recientes. Aquí también hay celebración, sobre todo bajo la especie de un erotismo muy intenso que Lastra no esconde, pero tampoco revela a los cuatro vientos, lo que sería para él caer en una especie de “confesión” vital muy ajena a su idea de la poesía. En un país cuya tradición literaria se caracteriza por tener poetas de voces fuertes y elocuentes, desde Pablo Neruda hasta Raúl Zurita, pasando por Pablo de Rokha, Vicente Huidobro, Gonzalo Rojas e, incluso, Gabriela Mistral, entre otros, la de Pedro Lastra es una obra que rehúsa articularse como una versión hiperbólica de sí misma. Su mérito ha sido destacar como poeta precisamente evitando el camino del caudillaje y el caciquismo literario. No se trata de escoger una actitud en vez de la otra solo para marcar una “diferencia”, ni tampoco se trata de despreciar las lecciones de los maestros inmediatos; lo que hay en esa actitud elegida es una profunda revisión crítica del desarrollo de la poesía, tanto en su país como en el resto del ámbito de la lengua castellana e, incluso, más allá. Como dijo el citado Miguel Gomes, en Lastra hay una rebelión “discreta” (3) respecto de sus predecesores que, históricamente, hace evidentes sus orígenes postvanguardistas; en efecto, la poesía hispanoamericana surgida en la década del cincuenta del siglo pasado ve la luz como una crítica del fenómeno mesiánico y grandilocuente de la vanguardia. En el caso chileno, basta pensar en poetas como Enrique Lihn, Jorge Teillier, Armando Uribe y Alberto Rubio, entre otros, para darse cuenta de las dimensiones de ese fenómeno. Lastra, sin embargo, es incluso diferente entre sus compañeros de generación; en él no están ni la extensa discursividad lihneana ni la figura del “guardián del mito” teilleriano; tampoco encontramos la ironía de origen clásico (romano) que abunda en la poesía de Armando Uribe ni el “pajareo” del poeta que se hace árbol, viento o ventana, como sucede con Alberto Rubio. No: en Pedro Lastra la poesía es una sosegada meditación sobre el tiempo, de lo que se desprende necesariamente una reflexión sobre la muerte. La poesía de Pedro Lastra es una partitura musical compuesta para que se interprete sin estrépito y con disimulo, “a la sordina”.

Mientras más uno reflexiona sobre el apartamiento de este poeta respecto de sus compañeros de generación y respecto del espíritu mesiánico que ha animado a la tradición poética chilena, la conclusión es siempre la misma: se necesita un temple estoico para realizar semejante tarea. Y es precisamente hacia ese ámbito del estoicismo que quiero llevar estas reflexiones, porque si bien es cierto que en su producción más reciente la columna vertebral de su obra permanece intacta, hay un cambio notorio que podríamos caracterizar como una tranquila aceptación de la muerte. La muerte, cuya presencia ha sido constante en Lastra, ha cambiado de estatuto en su obra; si antes era una especie de idea o concepto, un “tópico” literario que, como tal, se remonta a los orígenes mismos de la poesía, ahora es una presencia concreta de la otredad, un personaje más que una idea o tema. Para abrirle las puertas a la muerte de esa manera en su obra, el poeta debe proceder con estoicismo, es decir, debe ejercer la virtud mientras acepta el paso del tiempo. La recompensa de la felicidad llegará, pero no a la manera de bienes materiales, sino con el cultivo de una sabiduría que nos señala a cada momento que somos efímeros. Pienso que Pedro Lastra, lector aventajado de Séneca, quiere decir esto cuando en una de sus “Noticias breves” dice, un poco enigmáticamente, que él le habla a la muerte “con palabras cruzadas”. Ni excesiva confianza con la muerte, ni tampoco rehuirla: aceptar su problemática presencia, pensar en ella como una energía que mueve al mundo. Eso es lo novedoso en este poeta ahora: la muerte no es el fin de nada, sino el comienzo de todo; no es el callamiento total y absoluto, sino el origen de los “cantos melodiosos”, como dijo Vladimir Jankélévitch en ese libro ejemplar que es La muerte (4). De esa manera, el universo es más contundente, aunque sigue gobernado por esa borradura seminal, verdadera marca registrada de esta poesía.

Decíamos al comienzo de estas páginas que en Lastra vemos claramente la figura del hombre que conversa con sus amigos, incluyendo a muchos que ya no están en este mundo; no puedo dejar de pensar que últimamente lo hace amparado por esa visión estoica de la realidad; ahí está, por ejemplo, el poema que recuerda al gran poeta venezolano Eugenio Montejo: “A la sombra de un sueño has regresado, / Eugenio amigo, / a visitarme, / a recordar historias perdidas y encontradas”; o esa elegía a la memoria de Elías L. Rivers, antiguo colega de Lastra en la Universidad Estatal de Nueva York en Stony Brook (Long Island) y uno de los más grandes estudiosos del Siglo de Oro que ha dado la academia norteamericana, en un poema titulado, precisamente, “In memoriam”: “Amigo generoso: / yo recordaba un tiempo junto a ti, unas palabras / que ya estaban muy lejos de aquel día”.

De la conversación con los amigos pasamos a la conversación con los extraños desconocidos que se aparecen de repente; esas inquietantes presencias están en los poemas más recientes de nuestro autor. El paisaje que sirve de escenario para estos encuentros es el de una muerte que libera al lenguaje, un silencio preñado de palabras. El poema “Para hablar con los árboles”, dedicado al pintor ecuatoriano Servio Zapata, es un buen ejemplo de lo que digo. Así comienza: “El secreto del bosque es la llave del tiempo […] / el árbol en su hora, que es la hora de todos, / nos pide que le demos la cifra de su nombre / para reconocernos”, y finaliza con una imagen que Eugenio Montejo habría aprobado: “Así se cuentan ellos noticias de la tierra, / cuando todo es silencio / o suave melodía del coro de sí mismos”. “La hora de todos”, dice el poema, es la hora de los árboles, esos extraños familiares que poseen “la llave del tiempo”; pero también es la llave de la vida, y, por cierto, la de la muerte, esa otra “hora de todos”. Y sin embargo, aparece la “suave melodía” del poema y del silencio, metáfora de “los cantos melodiosos” señalados por Vladimir Jankélévitch; en esa música, indecible e inefable, se encuentra el núcleo de las preocupaciones estéticas de Pedro Lastra. Otros extraños amigables que aparecen en esta poesía dibujan un espacio más radicalmente distinto en su obra. Ahí tenemos, por ejemplo, el poema “Visitante”, un verdadero hallazgo expresivo que me permito transcribir completo:

Alguien llama a la puerta, y luego sigue ahí,

más allá de nosotros pero inmóvil

sin gesto alguno,

ni airado ni amistoso,

al modo en que se acercan

las personas de un sueño

a reclamar su sitio y su dominio: entonces

qué podemos hacer sino invitarlo

a recorrer la casa, y enseguida

caminar junto a él

acordando sus pasos y los nuestros

uno    a    uno

¿Quién es este visitante? ¿Un extraño? ¿Un extranjero? ¿El hablante del poema durante su juventud? ¿Un fantasma? El poema no responde esas preguntas y deja el enigma en el aire. No encontraremos en Pedro Lastra un poema así en sus libros anteriores, un poema donde el otro asume una presencia de persona, una entidad concreta que conversa sin emitir palabras con el hablante. Poco a poco ese hablante asume la identidad del visitante (“acordando sus pasos y los nuestros”) y camina junto a él hacia un viaje que no tenemos más remedio que imaginar como la muerte y el silencio. Otro poema que podríamos considerar equivalente de “Visitante” es “Transeúnte”; habla de un caminante, de un otro que recorre “lugares / que le salen al paso”, “pasajero fugaz que atraviesa fronteras”, para luego perderlo de vista, “más lejos cada vez del incierto paisaje / perdido en su memoria”. Indecisión, borra- dura, paisaje indeciso: nada de eso es extraño para esta poesía, porque esas figuras del lenguaje siempre han estado presentes en ella; ahora, sin embargo, poseen la carga de una presencia fantasmal y concreta al mismo tiempo que está ahí, instalada ante la realidad del lenguaje y del mundo.

Una última y breve observación que creo puede abrir un nuevo debate (una nueva conversación, de hecho) para la lectura de la poesía de Pedro Lastra: creo ver en estos poemas recién citados una cercanía más que evidente con algunos poemas de James Laughlin, poeta y editor fundador de New Directions, probablemente la mejor editorial de poesía de los Estados Unidos. Muchos de los poemas de ese verdadero creador de tradición que fue Laughlin relatan la presencia de visitantes que llegan a golpear la puerta y conversan con el hablante. A veces es él mismo cuando joven, a veces es una antigua amante que se ha perdido en el olvido, otras veces es una figura que se aparece en un muro mientras el hablante espera el bus que lo llevará de vuelta a casa (5). Coincidencia o no, estas apariciones presentes en dos poetas de las Américas son un señuelo para que nos fijemos en esas otras presencias: la de la gran poesía, que Pedro Lastra nos ha regalado con generosidad desde hace ya seis décadas.


Notas:

1 Una descripción más detallada y completa de estas verdaderas figuras del lenguaje en la poesía de Lastra se encuentra en el artículo “Las estrategias del silencio: Pedro Lastra y la post-vanguardia chilena”, de Miguel Gomes, en Arte de vivir: acercamientos críticos a la poesía de Pedro Lastra, editado por Silvia Nagy-Zekmi y Luis Correa-Díaz (Santiago de Chile: RIL Editores; Dibam, 2006), 27-44.

2 Vale la pena contar aquí brevemente una historia que ilustra un detalle significativo de ese poema. El texto de Omar Cáceres al que alude Lastra se titula “Iluminación del yo”. Al leerlo, nos daremos cuenta de que Cáceres nunca utilizó el adjetivo indecisas; el que usó fue imprecisas (“Nocturno poema que yo he escrito con letras imprecisas”, dice). Pedro Lastra recordó el poema “equivocándose”, pero lo que en realidad pasó fue que su memoria de la lectura de Cáceres se convirtió en realidad en un ejercicio de su propia poética. En una entrevista que le hice hace unos años, le pregunté a Lastra cómo es que esto había sucedido, y su respuesta fue la siguiente: “Me sorprendí, por cierto, cuando [vi] ese desvío de ‘letras imprecisas’ a ‘letras indecisas’. La memoria fijó sin vacilaciones ese verso en el campo de lo incierto, desplazando el matiz de lo vago e indefinido del verso de Omar Cáceres que me había obsedido como tantos otros versos suyos de tan irradiante poder de sugerencia. Tal vez en ese caso […] la memoria no fue tan selectiva como creativa al señalarme un rasgo que no está ausente en vacilaciones persona- les, acaso inconscientes para uno”. Cf. “Al fin del libro, o las buenas trampas de la memoria”, en Nostalgia del silencio. Diálogos con Pedro Lastra, selección y prólogo de Marcelo Pellegrini (Santiago de Chile: Editorial Pfeiffer, 2014), 147-152.

3 Gomes, “Las estrategias del silencio”, 29.

4 Vladimir Jankélévitch, La mort (París: Flammarion, 1966). Hay traducción castellana de Manuel Arranz: La muerte (Valencia: Pre-textos, 2002).

5 De entre los muchos poemas de James Laughlin sobre este tema se pueden consultar en especial los siguientes: “The Stranger in the House” y “The Vagrant”, en The Collected Poems of James Laughlin (Nueva York: Moyer Bell Books, 1994), 521, 525; “The Man in the Wall”, “The Stranger” y “The Intruder”, en The Man in the Wall (Nueva York: New Directions, 1993), 1, 40, 50; “The Unexpected Visitor” y “Akhmatova’s Muse”, en The Secret Room (Nueva York: New Directions, 1997), 56-58, 93.

*El ensayo de Marcelo Pellegrini es el prólogo del volumen Cuaderno de la doble vida (1954-2021), de Pedro Lastra. Selección y prólogo: Marcelo Pellegrini. Editorial Pontificia Universidad Javeriana. Colombia, 2023.