Sexualidad y política (o la política de la sexualidad), por Fernando Mires
Dicen, leemos, oímos, que el XXl será el siglo de la gran revolución sexual. Pero también dicen, leemos, oímos, que el siglo XXl puede ser el de las más terribles guerras que ha conocido la humanidad. Dos procesos que en su gestación no tienen nada que ver el uno con el otro. Pero, al haber aparecido de modo paralelo, están condenados a cruzarse entre sí. Acerca de cuando y cómo, no lo sabe nadie. Sobre la segunda posibilidad, la de la guerra global, ya hemos escrito más que suficiente. Sobre la primera, muy poco. Quizás ha llegado el momento de borronear algunas notas sobre la llamada revolución sexual y sus probables repercusiones globales. Este artículo no será más que eso, lo que de por sí, es demasiada pretensión.
1.
¿Revolución sexual? ¿Título llamativo u observación historiográfica?
Veamos: Hablamos de una revolución cuando en un determinado ámbito de la vida publica –puede ser en la economía, en la política, en la cultura, en las ciencias, en la tecnología– sobrevienen cambios acelerados e irreversibles. Eso quiere decir, solo es posible hablar de revolución mirando en retrospectiva después que hemos tomado el pulso a la aceleración de los hechos. Por lo tanto, quienes marcan en el tiempo los periodos revolucionarios han sido principalmente los historiadores. Dicho en una frase: las revoluciones no se hacen, suceden. O lo que es casi igual, las revoluciones no están sujetas a ningún más allá; son más bien capítulos de una historia entendida como recapitulación de sucesos y, aunque a muchos suene sorprendente, no planificados.
Nadie, para decirlo con ejemplos, se planteó hacer una revolución neolítica, ni una revolución industrial, ni una digital, y quienes actuaron en esos procesos no sabían seguramente que estaban viviendo en medio de una revolución. La idea de que las revoluciones hay que hacerlas proviene de la modernidad, o mejor dicho, de la política de la modernidad y, redactando de modo más preciso, de los teóricos del anarquismo y del socialismo. Los primeros, para cambiar un orden social considerado injusto. Los segundos, para alcanzar un orden superior de acuerdo a una visión genealógica de la historia cuya expresión más acabada fue el historicismo marxista.
*Lea también: Convivir con los enemigos, por Fernando Mires
En sentido fenomenológico, las apariciones de hechos iluminan e incluso crean su propio pasado. Desde ese entendido podemos llegar a comprender como grandes cambios revolucionarios que han tenido lugar en lo que va del siglo XXl han dejado atrás un trayecto a veces muy largo.
El matrimonio igualitario, la diferencia entre sexualidad biológica y sexualidad de género, la aceptación sociocultural de la homo y de la bi-sexualidad, la separación entre genitalidad y sexualidad, la distinción entre reproducción y erotismo (algo equivalente a la separación culinaria que se dio entre alimentación y gastronomía) en fin, todas esas manifestaciones integradas en la sigla GLTB (…..) no habrían podido aparecer si en tiempos pasados no hubieran surgido acontecimientos y procesos que modificaron las relaciones sexuales escandalizando a los defensores de la tradición. Pero, y esta es una ironía de la historia, ninguna tradición ha nacido como tradición.
Las tradiciones llegan a serlo en el curso del tiempo. Más todavía: cuando nacieron fueron formas muy modernas de vida. Pensemos a guisa de ejemplo en la familia tradicional cuyo techo es la pareja monogámica, hoy bandera del tradicionalismo político-sexual.
Para que emergiera la familia monogámica fue necesario un desprendimiento de dos personas de diferente sexo del orden donde el patriarca y los suyos eran propietarios de todas las mujeres, incluyendo madres y hermanas. En cierto modo la familia que conocemos fue la consecuencia de la fragmentación del clan en microgrupos, a veces organizados en tribus, o de rebeliones nada de pacíficas en contra del padre colectivo, después transformado en padre totémico, como adujo Freud en su clásico Tótem y Tabú.
Probablemente – y eso no lo dijo Freud, pero quizás lo intuyó- Abel no fue el hermano, sino el padre de Caín. Eso significa, lisa y llanamente, que el divulgado antagonismo que se da entre tradición y modernidad –base de la sociología de un Max Weber– debe ser hoy muy relativizado. La tradición tiene un origen moderno y la modernidad, incluyendo la modernidad sexual de nuestros días, está a destinada a convertirse en arcaica tradición. Para decirlo con Carlos Gardel, el tiempo es despiadado porque «hace ver deshecho lo que uno amó».
Ahora bien, conflicto, tradición y modernidad son conceptos que solo pueden ser entendidos en el marco de un determinado espacio-tiempo. Es en ese marco donde se presenta hoy en día una confrontación abierta entre dos ordenes socio-sexuales, uno tradicional y otro, que solo por haber irrumpido, altera no solo formas de vida, también de trabajo y no por último, relaciones de producción. Por eso afirmamos aquí que el movimiento sexual del siglo XXl ha adquirido un carácter revolucionario.
Los cambios que tienen lugar en las polis de hoy (polis-naciones) suceden de modo acelerado, alterando normas y costumbres, hasta el punto que resulta difícil no equivocarnos de tiempo. No siempre lo logramos. Basta recordar a modo de ejemplo el desfase en que incurrió el dirigente del fútbol español Luis Rubiales cuando, actuando según normas del pasado, no tuvo mejor idea que forzar un beso público a la futbolista Jenni Hermoso. Las consecuencias son conocidas. Solo cabe apuntar que sí Rubiales hubiera hecho esa demostración 20 años atrás, no habría pasado nada. Lo que no sabía Rubiales era que las formas y la normas del besar habían cambiado radicalmente. Si ayer era una proeza robar un beso a una dama, hoy puedes ir a la cárcel por ese latrocinio.
Rubiales había construido sus valores «besológicos» de acuerdo a parámetros que ya no existen. Tal vez cuando niño aprendió de sus mayores que el beso debía ser al estilo Clark Gable y Vivien Leigh en Lo que el tiempo se llevó. En esa pieza de museo fílmico Gable casi descoyuntó la columna vertebral de la afamada actriz. Fue sin duda un beso-símbolo (de dominación, o de apoderamiento, como se dice hoy) ¿Qué quiero decir con este ejemplo baladí? Dos cosas simples
Primero: las normatividades sexuales están destinadas a desaparecer en algún momento para caer cualquier día en el cajón oscuro de la tradición. Segundo: un cambio de normatividad, sobre todo si es sexual, provoca rechazos, no solo en personas aisladas, sino en agrupaciones sociales e incluso en estados nacionales. No deja de ser notable que, precisamente debido a esos cambios, los gobernantes de Irán y de Rusia reaccionen de modo muy cruel en contra de la adopción de prácticas y formas de organización socio-sexual que provienen de Occidente
2.
“No habrá progenitor uno o dos, habrá papá y mamá”. Palabras de Vladimir Putin el día en que fue promulgada la ley en contra del matrimonio igualitario.
Las palabras de Putin en contra del matrimonio igualitario, ya legal en diferentes naciones europeas, dejan la impresión de que sus esfuerzos militares apuntan no solo a la creación de un nuevo orden político mundial, sino a la reivindicación de los cánones de un antiguo orden sexual en contra del Occidente «disoluto y degenerado». Dictaduras como la de Rusia e Irán saben que grandes masas de rusos e iraníes preferirían vivir en un país occidental y no en sus países de origen. Peor aún: saben también que en los países occidentales casi nadie desearía irse a vivir a Rusia o Irán. O sea, saben que cultural, política, y sexualmente, ya están derrotados. De ahí viene el odio parido que profesan a Occidente, al que si pudieran, borrarían del mapa.
No obstante, cuando los tiranos afirman que en los países occidentales hay movimientos que al levantar sus demandas de sexo desestabilizan a sus propias democracias, no se equivocan del todo. Tienen razón también cuando afirman que las democracias, justamente por serlo, no producen gobiernos estables. Si es que la democracia tiene una naturaleza, esta reside en su intrínseca inestabilidad. Pero justamente esa inestabilidad es la paradoja que permite el cambio histórico y, con ello, la posibilidad de imponer a lo occidental por sobre el espacio anti-occidental.
En una democracia, dentro del marco de la constitución y las leyes, todo está permitido, todo está en juego, todo puede ser cuestionado. Sin temor a exagerar podríamos afirmar que la democracia es un orden político sometido a una permanente crisis existencial. Pues bien, de la soportabilidad de esa crisis proviene la dinámica que da vida a la democracia. Comparado con las democracias, los gobiernos autocráticos –así hizo saber en una conversación Xi Jinping a Joe Biden– son más eficientes. Observación que lleva a deducir que el rechazo neurótico de tiranías como la rusa y la iraní a las diversas orientaciones sexuales occidentales, menos que con la sexualidad tienen que ver con el deseo de perpetuar el congelamiento del orden político en sus propios países.
Para decirlo con Michael Foucault, todo orden político asegura para sí la dominación corporal de sus subalternos. Dicho a la inversa, la lucha por la libertad política no se refiere a una libertad abstracta, sino a la libertad del ser, y cada ser es un cuerpo. No existe cuerpo vivo sin ser como tampoco existe ser sin cuerpo vivo. En el sentido otorgado por Foucault a las luchas sociales, el secreto reside en el proyecto de expropiar el cuerpo a los agentes que de ese cuerpo se han apropiado. Visto así, cuando una mujer iraní se despoja del velo, des-vela y re-vela la verdad que intentan ocultar los dueños del poder: la libertad de ser.
Las luchas por la democracia, con todas sus deformaciones a cuestas, son luchas por la libertad del-ser y de-ser, y a esa libertad pertenece la sexualidad, libertad que siempre exige más libertades para relacionarnos corporalmente con los humanos y, a través de los humanos, con el mundo. Es por eso que las luchas por la libertad corporal no pueden ser separadas de las luchas democráticas, sean estas sociales o políticas. Más aún si se tiene en cuenta que todas las libertades adquiridas en tierra occidental son, en última instancia, corporales.
El derecho a opinar por ejemplo significa libertad para expresar desde nuestras cuerdas bucales una opinión. Libertad de reunión significa ordenar nuestros cuerpos en torno a un objetivo, interés o ideal común. Libertad de culto significa amar a Dios desde nuestro corazón biológico. Libertad sexual significa asumir el derecho a amar y a ser amados, con el cuerpo y con el cerebro, a y por otros seres humanos. Y bien, esa libertad sexual, la que en última instancia es la libertad de ser, solo puede estar asegurada dentro de un marco que garantiza el ejercicio permanente de la libertad de acuerdo a un cuerpo legal que nos constitucionaliza (constituye) como cuerpos ciudadanos y políticos.
3.
Antropológicamente visto, el deseo de libertad, en tanto es constitutivo al ser, podría nacer en cualquiera parte. ¿Por qué entonces solo irrumpe en Occidente? Buena pregunta. Una respuesta podría ser: No porque el Occidente sea más libertino o más libertario, sino porque permite la lucha política la que, de acuerdo con Hannah Arendt, es y será siempre una lucha por más libertades.
La revolución sexual nació en Occidente por la misma razón que allí nacieron las luchas democráticas, el movimiento obrero, el movimiento ecológico y, no por último, los movimientos feministas, plataforma desde donde fueron expandidas las actuales demandas sexuales, en contra de tradiciones, costumbres, iglesias, policías y estados.
El propio concepto de revolución es occidental. Por eso mismo, el de contrarrevolución también lo es. No se equivocan en ese sentido los historiadores que vieron en el origen del fascismo una reacción nacionalista moderna en contra de la modernidad internacional, de la misma manera que los neo-fascismos actualmente emergentes en Europa y los EEUU –en su inmensa mayoría apoyados desde Rusia- son reacciones nacionales en contra de una globalización no solo económica sino también cultural y política. Ironía es que la contrarrevolución antidemocrática en contra de la globalización democrática, también es global.
Una revolución sexual como la que actualmente vive Occidente no podría nunca haber nacido en Rusia, Irán o China, por la sencilla razón de que en ninguno de esos tres países (precisamente el eje que pretende presentarse como portador de un nuevo orden mundial) ha habido algo parecido a una democracia. La revolución sexual de nuestro tiempo, repetimos, con todas sus deformaciones a cuestas, es descendiente de la reforma religiosa, del renacimiento cultural, del iluminismo y la ilustración, de la secularización del estado, del legado de las revoluciones en Inglaterra, en los EEUU, y en Francia y, no olvidar, de los levantamientos pacíficos y democráticos que pusieron fin a las dictaduras comunistas de Europa del Este y Central.
La libertad sexual, en cualquiera de sus formas, es parte de un proceso de liberación siempre inconcluso. Dicho esto, no podemos sino admirar a los demócratas rusos y bielorusos cuando salen a las calles a protestar sin tener ningún pasado que defender, solo un futuro. Y ese futuro está situado en terreno enemigo, es el odiado Occidente. Los sistemas autoritarios, dictatoriales y totalitarios, en cambio, carecen de futuro. O lo que es peor: como futuro suelen ofrecer su pasado: Una religión de estado congelada por monjes fanáticos como en Irán, o una regresión imperial, zarista y/o estalinista, como en la Rusia de Putin.
Aún si Rusia ganara todas las batallas militares que restan en Ucrania; aún si China se convirtiera en la primera potencia económica mundial; aun si un Irán atómico se convirtiera en una Corea del Norte islamista, los gobernantes de esos países nunca podrán dominar por un largo tiempo la mente de sus ciudadanos. La explicación es evidente: la mente es parte del cuerpo y el cuerpo, al ser, siente deseos de ser hasta llegar a un punto donde los propietarios del poder nunca podrán llegar.
Ese deseo de libertad organizado constitucionalmente en repúblicas y políticamente en democracias, da acogida a los deseos corporales, sexuales y genéricos de nuestra era. No así bajo los regímenes opresores. China, en tanto potencia económica, puede canalizar los deseos del ser hacia los ámbitos de la producción y del consumo. Rusia, embarcada en una cruzada hacia Occidente, puede seguir apaleando disidentes políticos y sexuales. Irán puede desviar el odio a Occidente en contra de Israel. Pero tarde o temprano los dictadores deberán reconocer que ese deseo de libertad, a veces incrustado en los propios aparatos digitales que han copiado de las naciones occidentales, tiene efectos pandémicos. Esparta pudo derrotar militarmente a Atenas, pero Esparta desapareció y Atenas continuó viviendo en cada uno de nosotros.
Hoy los gobernantes de China y Rusia sellan un pacto anti-occidental. A primera vista, una alianza entre el mandarín y el zar. Pero el mandarín chino, Xi, un homo economicus con terno y corbata, sabe que puede prescindir de Rusia pero no de Occidente, sea como vendedor o comprador. De acuerdo con Kissinger –que sobre ese tema sí sabía– una alianza entre China y Rusia es inaguantable en el tiempo. Por eso Xi, a diferencias de Putin, no se hace grandes problemas con la sexualidad de los chinos.
En China no habrá demandas sexuales por la sencilla razón de que todas las demandas ciudadanas están prohibidas. Así como las demandas políticas solo pueden aparecer donde las principales necesidades sociales y económicas han sido superadas –tesis que Arendt tomó de Tocqueville– las demandas de sexo y de género logran aparecer con fuerza solo allí donde las necesidades políticas primarias (derechos civiles) han sido medianamente cumplidas.
No olvidemos tampoco que los propios enemigos de la revolución democrática-sexual son seres humanos, y por ende, entidades corporales y deseantes y, por lo mismo, no exentos de caer en contradicciones que no pueden ocultar. Esas resistencias pueden asolar en sus propios refugios, incluso al interior de ellos. Pongamos un ejemplo: la secretaria general del partido neofascista AfD en Alemania, Alice Weidel.
Alice Weidel es lesbiana, unida en feliz matrimonio hace 20 años con una mujer con la que ha fundado una familia en la que ambas hacen de papá y mamá. El partido de Weidel, sin embargo, se declara enemigo de las diversidades sexuales y, como su orientación es abiertamente putinista y anti-europea, AfD coincide con Putin en que la familia igualitaria es una monstruosidad no solo moral sino también biológica. Pues bien, con esa contradicción deben vivir Alice Weidel, su mujer y su partido.
La mujer que es Weidel debe saber que ella logró alcanzar su liderazgo no solo gracias a sus aptitudes políticas –que las tiene– sino porque muchas feministas liberales y de izquierda, o por lo menos anti-fascistas, así como miles de luchadores por el matrimonio igualitario, invirtieron sus cuerpos en manifestaciones callejeras en una lucha política que todavía no ha terminado. En consecuencias, Weidel, al gozar de una situación por la que nunca luchó, profita obscenamente de la renta política de sus enemigos. Ella, Alice Weidel es, en fin, su propia enemiga.
Puede que Putin también sea su propio enemigo. Pocos gobernantes han hecho tanta ostentación de una homofobia tan declarada como el dictador ruso. Y en pocos países los manifestantes homosexuales han sido tan maltratados y tan perseguidos como en Rusia. La homofobia de Putin es parte de su ideología política antioccidental, sin duda. Conocidas son también las ostentaciones de extrema virilidad que acostumbra hacer el dictador ante los suyos. Hoy en chistes ofensivos y pornográficos. Ayer en la divulgación de diversas fotos en las que suele aparecer con el torso desnudo, practicando judo, o montado en un caballo, o nadando en el mar. No hay duda, Putin ama con pasión a su propio cuerpo.
Por eso mismo lo exhibía públicamente. El detalle es que ese, su cuerpo, es el cuerpo de un hombre. No se necesita aquí ser un Sigmund Freud para darse cuenta de que en muchos casos el autoerotismo, sobre todo cuando va unido al exhibicionismo, delata la exteriorización de un yo interno que impulsa y domina. ¿Será por eso mismo que Putin manda a apalear a los homosexuales en cuanto salen a las calles? No lo sabemos. Pero sí sabemos que el castigo al otro suele ser la proyección de un castigo a sí mismo de la misma manera que el odio a Occidente que tantos dictadores profesan no es más que un odio a su “occidente interno”: un occidente libre que en el fondo desean pero al cual nunca podrán acceder y, por eso mismo, odian.
Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.
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