La voz del pueblo, decía Hugo Chávez, «es la voz de Dios en la tierra». Debería recordarlo en estas horas que corren presurosas, a 40 días de las elecciones presidenciales, Nicolás Maduro, que se declara hijo del presidente fallecido y seguidor fiel de su verbo encendido.

La voz del pueblo reclama redención y grita libertad. Es un pueblo sin derechos. También sin luz en sus casas, tampoco agua, ni atención hospitalaria y las escuelas de sus hijos funcionan un día sí y dos no. A la voz del pueblo se le intimida y amenaza, y si se rebela, se le intenta callar tras barrotes.

Durante un buen trecho de estas dos décadas y media, a partir de 1999, se gobernó en nombre del pueblo, se estatizó y se instaló un poder hegemónico en su nombre, y se dispuso en paralelo de enormes recursos de la renta petrolera, mucho antes de las sanciones económicas y financieras, y el país se fue hundiendo en la escasez, la inflación, la corrupción y la miseria.

Y la voz del pueblo, que no fue decisiva en la victoria del 6D de 1998, aunque sí en los procesos electorales posteriores, fue cansándose de promesas incumplidas, de la alharaca permanente, de la riqueza de los que odiaban el dinero, de una vida cada vez más penosa y se expresó en las urnas. En 2007, el comandante supremo e invencible fue derrotado en su intento de reformar «la mejor Constitución del mundo» -su propia Constitución- y en 2012, en su última elección en vida, por primera vez se reducía su porcentaje electoral mientras crecía el de sus opositores. En las parlamentarias de 2015 se convirtió en minoría ante la avasallante victoria de los candidatos de la Mesa de la Unidad Democrática (MUD) que alcanzaron los dos tercios de los cargos, birlados por una maniobra leguleya.

Desde entonces, hace casi una década, la voz del pueblo reclama el cambio político en la conducción del país. Ha sido un período tumultuoso -escaso de orden y sobrado de agitación-, de desaciertos opositores, de represión feroz y porfiada, de exilio y desaliento. También de encomiable resistencia popular, para ganarse la vida y seguir adelante, y de virajes acertados en la conducción política sensibilizada por esa voz herida del pueblo, que ahora, y desde hace meses, confía en su liderazgo y está convencida de aprovechar la crucial cita electoral para restaurar una nación a la deriva.

La voz del pueblo anda suelta por las calles de ciudades y pueblos, de Delta Amacuro a los llanos, de Margarita a Carora, de La Victoria a Guatire. Es un cambio muy visible de la composición sociológica de quienes hoy alientan el cambio político, los más sufridos entre los sufridos, los que quieren que vuelvan sus hijos, que les ha tocado la peor parte del exilio, cruzando el Darién o el Río Bravo o toda la cadena andina hasta Chile.

Son concentraciones pacíficas, multitudinarias, emocionantes, sin autobuses y sin recursos ni para montar una tarima de las de siempre, y que se realizan sorteando las alcabalas y las persecuciones que las fuerzas de seguridad desatan contra los organizadores y contra quien preste cualquier de tipo de colaboración.

La voz del pueblo se ha vuelto indetenible. Y cada vez más quiere expresarse el 28 de julio. No la anima la venganza sino la esperanza de que es posible vivir mejor, en democracia y con libertad. Que así sea.