Las montañas de tierra no detuvieron a los valencianos que ansían un cambio en el país / Fotos: Capturas de pantalla

Cerraron avenidas con camiones del Plan Búho, rompieron calles para inventadas reparaciones de urgencia, talaron árboles y sacaron paladas y paladas de arena del río Cabriales para levantar muros de tierra e impedir el paso de la gente hacia la avenida Cedeño de Valencia, donde Edmundo González Urrutia y María Corina Machado congregaron el sábado a una multitud que no se cansaba de gritar “sí-se-puede”.

Ya no se cuenta en días sino en horas lo que resta para la fecha electoral: poco más de 300 para el 28 de julio. En lenguaje popular, el gobierno camina con la lengua afuera. Exhausto, a punto de desfallecer. Una ola de repudio recorre Venezuela, tan alta, brava y fuerte como la emoción y la esperanza que transmite la gente que se encarama sobre esas montañas de arena ordenadas por el gobernador Rafael Lacava y el alcalde Julio Fuenmayor para detener lo que parece indetenible: un profundo sentimiento de cambio.

Lacava, a quien mientan Drácula, y Fuenmayor dispusieron de maquinarias, equipos y recursos humanos de la gobernación y la alcaldía para intentar impedir la decisión de miles y miles de personas de asistir a la convocatoria electoral del candidato de la unidad opositora. Es Lacava un Drácula de cartón piedra y dientes de leche, que se ha alimentado de la estructura política y económica del Estado para gobernar, siguiendo el ejemplo que Maduro ha instalado como conducta del poder desde el Palacio de Miraflores.

El Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) y el Estado son un solo ente. En eso consistía el “socialismo del siglo XXI”: la vieja receta que fracasó en las repúblicas soviéticas y se derrumbó como un castillo de naipes hacia el final del siglo pasado. El PSUV se adueñó de los resortes y recursos públicos. Estado y partido padecen de lo mismo: burocratismo, corrupción, ineficiencia, indolencia. Juntos son una maquinaria obsoleta, sostenida en los últimos años sobre el poder y contagio del miedo. Ahora hacen el ridículo y dan pena.

Los dos partidos (AD y Copei) que fueron el sostén de la democracia iniciada en 1958, a pesar de sus carencias y vicios, fueron por décadas organizaciones dedicadas al debate político, con generaciones de líderes con peso y criterio propio que contribuyeron a sembrar una idea que está en el fondo y origen de la lucha que los venezolanos han librado durante un cuarto de siglo: vivir en libertad.

No parece que en el PSUV y en su dirigencia, que es la misma del Estado, haya siquiera el esbozo de una reflexión sobre el momento político del país, ni una comprensión sobre el irrenunciable y poderoso deseo de cambio que anima a los venezolanos de un lado a otro del país, y de arriba abajo, y en la Venezuela expandida por un centenar de países.

Las evidencias son demasiado consistentes para esperar algo distinto a una clara y contundente derrota oficial el 28 de julio. Prepararse para una transición ordenada sería lo aconsejable y, en ese escenario probable, los gobiernos que una vez fueron aliados o “amigos” del chavismo pudieran ayudar a la interpretación serena de la realidad política venezolana.

La recuperación democrática en Venezuela no solo es saludable, sino imperiosa. Significa contención ante una nueva oleada de migrantes. Puede significar también el retorno de una buena parte de esos 8 millones de venezolanos que salieron del país por la hiriente situación política, económica y social. Un cambio de rumbo en el país da estabilidad a la región y presagia un mejor tiempo para una nación de histórica tradición libertaria.