¡Tomo mi pluma, María, para hablarte, yo que te rezo tan poco! En efecto, ruego a tu Hijo, al Espíritu Santo, a Dios, pero casi nunca de forma espontánea a ti, la Madre de Jesús.
¿Quizás porque mi madre italiana prácticamente solo rezaba el avemaría y para mí lo importante era la relación con Dios, a través de Jesús y el Espíritu Santo? No sé...
Pero hoy estoy en tu casa, en Lourdes, y te pido perdón por esta falta de confianza. Fue mi madre quien, en 1990, cuando yo tenía 43 años, me llevó por primera vez a la gruta con la peregrinación de la diócesis de Toulon. Sus dos hijos —mi hermano y yo— habíamos sido sometidos a importantes operaciones y, en un arranque de absoluta confianza, nos había confiado a ti.
¡Mi conciencia me instaba a acompañarla, pero no mi fe en ti! ¡Qué error! Allí me sentí abrumada por esa inmensa fe que demostraba tu pueblo. Vuelvo a Lourdes a veces sola, a veces en peregrinación diocesana o nacional para visitarte, pero siempre me resulta difícil rezarte.
Tú, la confianza absoluta; tú, la Madre afligida, probada, derrumbada, enséñame a rezarte: el Rosario me resulta demasiado repetitivo y al cabo de un tiempo se vuelve mecánico. Enséñame una oración de corazón a corazón contigo.
Con toda mi ternura, gracias, María.
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