Cuentos posibles
PRODAVINCI 09/11/2024
La mujer había saltado de la fotografía que asemeja una pintura. Estábamos en la Biblioteca Juan Marsé, en las alturas del barrio El Carmelo de Barcelona, aquel donde se desarrolla gran parte de la trama de la inolvidable novela Últimas tardes con Teresa. Mirábamos la obra, luego de haber asistido a una mesa redonda, justo en el instante cuando el personaje central del cuadro fotográfico recién colgado ‒una joven boticaria de una farmacia en los años cincuenta‒ se halla a mi lado y mira su propia imagen. La ficción se hace realidad. Dudas por un momento si es lo que piensas.
La novela más celebrada de Juan Marsé gira en torno de la relación entre dos personajes de clases sociales distintas: Manolo, el Pijoaparte, un chico charnego (término despectivo aplicado al español inmigrante o hijo de inmigrantes de una región fuera de Cataluña) y Teresa, una burguesa estudiante catalana seducida por ideas rebeldes. Las acciones se sitúan entre junio de 1956 y octubre de 1957. El Pijoaparte vive en El Carmelo, donde se congregan muchos andaluces, extremeños y murcianos. Hortensia, apodada la Jeringa, es una chica que trabaja en la farmacia del barrio, quien al sentir que pierde al Pijoaparte ‒trastornado por Teresa‒ lo denuncia ante las autoridades por sus andanzas fuera de la ley. Manolo había robado una moto Ducati con la que planeaba llegar a un pueblo del Mediterráneo, al norte de Cataluña (Blanes), para encontrarse con su adorada Teresa. Es así como la frase: «Hortensia, flor sin aroma, le había denunciado», cierra uno de los capítulos hacia el final de la novela.
La trama sobre cómo la farmaceuta materializa su venganza sentimental no se narra en la novela. Es allí, precisamente, donde el artista, que acuerda trabajar por encargo del Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona (MCBA) en una obra pictográfica en torno a esta zona de la ciudad tras leer la obra, escoge un episodio si se quiere marginal del cuerpo narrativo. Pero no se trata solo de un episodio marginal, sino que, según sus principios de construcción fotográfica, deja que el espectador interprete con total libertad los acontecimientos a partir de aquella imagen.
‒Fíjate que esto, en realidad, no es un cuadro de una sola foto. Son dos las fotografías. ¿Lo ves? Me extraña que nadie del panel hubiese comentado lo de la segunda foto, la de arriba, la del guardia civil. Nota que, premeditadamente, se halla superpuesta a un diploma. La finalidad de ello es para que quede claro que no se trata de un cuadro decorativo dentro de la puesta en escena, sino de una segunda fotografía. El funcionario atiende la llamada de la chica ‒me dice Miguel Jaime, artista visual, arquitecto y docente venezolano residenciado en Barcelona desde finales de los años ochenta.
Dudas por un momento si es lo que piensas. Cuando Miguel me habla veo a mi lado a una chica parecida a la del cuadro. Él habla y mi cabeza zigzaguea entre el cuadro y la muchacha hasta que le pregunto: “¿Tú eres Hortensia?”. Responde afirmativamente. Entonces ella, acompañada de su padres y otros familiares, le pide a Miguel si puede explicar de nuevo lo que quiso decir con lo de la segunda fotografía.
En la vida real la chica que hace de Hortensia se llama Mireia y estudia en el colegio Santa Teresa, en Horta-Guinardó, cercano a la rambla del Carmelo. Fue escogida en una audición. Como es hábito del artista él prefiere personas que no sean actores o actrices profesionales para garantizar naturalidad en las fotografías. Charlamos buen rato con la simpática familia que ha vivido toda su vida en El Carmelo y caminamos juntos en dirección a la estación de metro L5, que no lográbamos ubicar, hasta que ellos llegaron a su calle y nos despedimos. En mi empeño por hacer ejercicio había arribado a pie a la biblioteca tras subir por la empinada montaña urbana desde la Barcelona plana y Miguel había llegado en autobús al evento que nos había arrastrado: una mesa redonda moderada por el director adjunto de La Vanguardia, Miquel Molina ‒que había escrito varios artículos sobre el artista que estaría presente en el coloquio bajo el título «La última tarde. Jeff Wall interpreta a Juan Marsé». Eso ocurrió tres semanas antes de la inauguración de la exposición de Wall en el espacio conocido como La Virreina.
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Jeff Wall es un artista canadiense nacido en 1946, pionero del fotoconceptualismo. Desde 1978 y hasta la fecha ha realizado unas doscientas fotografías. Esta reducida cantidad se debe a la exhaustiva preparación que Wall invierte en la construcción del escenario de la obra, algo que muchas veces puede tomar meses o incluso años. Es un artista que ha roto paradigmas. Su mito de origen lo sitúa en España, en 1977, cuando al salir del Museo del Prado vio un cartel publicitario iluminado en una parada de autobús y consideró que una fotografía podría ser como una caja de luz de enorme tamaño. El artista considera que al agrandar el tamaño de las fotos estas representan la realidad de una manera más fidedigna al resaltar cualidades inapreciables en una fotografía de menor tamaño: «La corriente principal de mi trabajo es una especie de realismo», afirma Wall.
Pero no solo agranda el tamaño de la foto y la convierte en una caja de luz, sino que además utiliza herramientas digitales. Esto se fundamenta en el hecho de que, cuando en su constante observación ‒como hacen los escritores‒ al caminar por su natal (y umbilical) Vancouver o por otras ciudades del mundo en pos de historias, se inhibe de tomar fotografías. Quiere decir, la imagen de la vida real queda retenida en su cabeza y de ese modo, tras tomar una decisión intuitiva, se inicia el proceso de reconstrucción de esa imagen de la que no tiene registro fotográfico, sino solo mental. Esta reconstrucción la ejecuta bien sea en un estudio o en la calle al aire libre. Es en ese obsesivo proceso de preparación, casi demencial en los detalles, que puede pasar meses o años construyendo el escenario apropiado.
(Habría que acotar que Jeff Wall, luego de treinta años de realizar fotografías con cajas de luz, dejó de hacerlo en 2007, al aceptar que «la imagen-objeto publicitaria había dejado de ser una referencia». Luego de esta admisión comienza a realizar una serie de fotografías en blanco y negro. Un ejemplo sería Approach (Acercamiento, 2014), que se exhibe en el montaje de La Virreina. Se trata de una fotografía en blanco y negro en la que una mujer indigente, cubierta con una manta de lana para protegerse del frío de la noche en una calle de Los Ángeles, mira con detenimiento lo que se presume puede ser un hombre: apenas un zapato que sobresale de una cama de cartones. En un momento dado, esta fotografía se encontraba expuesta en tres galerías: Nueva York, París y Los Ángeles, respectivamente. En la exhibición de La Virreina se combinan fotografías con y sin cajas de luz, algo que se convierte en un elemento condicional de apreciación solo para un ojo experto en fotografía).
Una vez que el escenario está hecho y los actores y actrices ‒personas, según hemos dicho, sin experiencia en actuación‒ han sido escogidos, procede a tomar decenas o cientos de fotografías. Hablamos de unos cinco, diez o veinte días en esta tarea: «Se pueden tomar cien fotos y solo una será distinta; y esa fotografía revela algo que no estaba planeado. Nada de lo que ves en mis fotos es falso. Todo está ocurriendo».
Un observador inadvertido pudiera pensar, al ver la puesta en escena, que está en presencia de la filmación de una película o de un documental. Basta mirar algunos videos disponibles en las redes donde cuesta distinguir si lo que sucede es la filmación de una película o la de, simplemente, una fotografía. El aparataje de la cámara fotográfica, sobre todo al ojo inexperto como el de este cronista, tiene un aire a las utilizadas para grabar un filme. El arte de Wall se ha definido como cinematográfico o documental. Además, su propuesta incorpora cine, pintura y literatura.
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«Las imágenes no pueden narrar. Solo implican una narrativa», afirma Wall como una declaración de principios. Es así como su intención al dejar plasmada una fotografía es captar el retrato de un instante de manera tal que, así como un lector construye lo que puede ser el final abierto de un relato o aporta sus propias conclusiones a vacíos narrativos en una novela, el espectador de la obra del fotógrafo imagina distintitas interpretaciones. Por ejemplo, para un observador de Insomnia (1994), en la que un hombre yace sobre el piso de una cocina, la imagen puede representar versiones disímiles, como relacionarla con el relato de un desahucio inminente, con un esposo echado del lecho conyugal, con un hombre oprimido en tiempos de comunismo, con el relato «El sueño de un hombre ridículo», de Dostoievski. O con el personaje Amador de la película Los lunes al sol. En dicho filme Santa, el protagonista encarnado por Javier Bardem, y todos sus compañeros han perdido el trabajo en un astillero. Santa acompaña a Amador a su casa y descubre las condiciones en las que vive, muy parecidas o peores que las del personaje de Insomnia. Amador se suicida.
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A los distintos recursos que representan innovación y marca personal y que revisten un carácter casi documental en la obra de Wall, se agrega el concepto de lo que él llama «artificio descarado» (blantant artifice); esto es, conectar sus fotografías con el cine, cuadros y literatura. Es así como algunas de sus piezas fotográficas se inspiran en obras de arte de las que da, por supuesto, su propia versión. Entre ellas podemos mencionar El contador de historias, basada en Desayuno en la hierba, de Édouard Manet; Un repentino golpe de viento al estilo de Hokusai, a partir del grabado Viajeros sorprendidos por una brisa repentina en Ejiri, de Katsushika Hokusai; o El pensador, inspirado en El pensador, de Auguste Rodin, y, de manera simultánea, en Columna de los campesinos, de Alberto Durero.
El pensador es una de las treinta y seis obras de la retrospectiva Cuentos posibles, de Jeff Wall, la cual estuvo abierta al público en el Centro de la Imagen (La Virreina) de mayo a octubre de este año. La Virreina es un hermoso palacio ubicado en la céntrica Rambla. Con base en la idea del «artificio descarado», la exposición permitió apreciar dos fotografías basadas en obras literarias.
¿No resulta irónico que el apellido de este artista, cuya obra tiene mucho que ver con la difusa línea limítrofe entre realidad y ficción, sea Wall (pared), el inequívoco lugar donde cuelga el producto de su trabajo? Como un carpintero evangelista que conocí hace tiempo que se llamaba Carlos Madera. Madera trabaja con la madera y Wall expone sus cuadros en las paredes. Estas casi increíbles coincidencias o sentidos ampliados con los que nos topamos a diario, si se pone atención a las cosas, resulta buen terreno para referirnos a la primera de las dos fotografías de Wall de la exposición de La Virreina inspiradas en obras literarias: una, a partir de un cuento; la otra, de una novela.
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La sala para una única fotografía parece anunciar la importancia de lo que el visitante se dispone a presenciar. Aunque ya había sido expuesta en el pabellón Miles van der Rohe hace poco más de dos décadas (fotografía reincidente barcelonesa), no deja de ser simbólico que en el año conmemorativo del centenario de los cien años de la muerte de Franz Kafka se privilegie un espacio para exhibir Odrarek, Táboritská 8, Prague, 18 July 1999 (1999). El centro de atención de la foto es una chica que desciende una escalera hacia la salida de un decrépito edificio ubicado en la capital de Chequia. La escena está basada en el relato «La preocupación de un padre de familia», de Kafka. Al tratarse de un cuento corto, el texto ha sido reproducido en catalán, castellano e inglés como parte de la exhibición.
¿Pero cuál puede ser la preocupación de un padre de familia? La presencia del Odradek: «A primera vista tiene el aspecto de un carrete de hilo en forma de estrella plana, parece cubierto de hilos pero más bien se trata de pedazos de hilo, de los tipos y colores más diversos, anudados o apelmazados entre sí… Odradek es muy movedizo y no se deja atrapar». El narrador del cuento de Kafka, el padre, se pregunta: «¿Acaso rodará algún día por la escalera, arrastrando unos hilos ante los pies de mis hijos o de los hijos de mis hijos?».
Jeff Wall construyó un imaginario Odradek para poder incorporarlo al cuadro: «Habita alternativamente bajo la techumbre, en la escalera, en los pasillos y en el zaguán. A veces no se deja ver durante meses, como si se hubiese ido a otras casas, pero siempre vuelve a la nuestra». Si se fija uno bien en el cuadro, al descender la chica las escalinatas, lo que sería la hija del padre preocupado, la criatura movible y furtiva se esconde en un lugar oscuro al costado de la escalera.
Al avanzar entre los salones ‒al fondo de una gran pared ineludible al magnetismo de la mirada, escogida como imagen de la portada del folleto sobre la exhibición‒ vemos la enorme representación El hombre invisible (1999/2000), inspirada en la obra maestra de Ralph Ellison. Si comparamos las tres piezas literarias a las que nos hemos referido como fuente de creación para las fotografías de Wall ‒no son estas las únicas‒ vemos claramente cómo selecciona un instante o cómo se produce el chispazo creativo sin un patrón común en relación con las obras literarias por sí mismas: en la novela de Marsé de 480 páginas una escena secundaria (casi al final) sobre Franz Kafka: un relato breve, entre tantas posibilidades que ofrece este gigante de las letras; además de la fascinación que el Odradek de Kafka ha ejercido en escritores como Enrique Vila-Matas, y en el caso de Ralph Ellison el prólogo del propio autor en una novela de 640 páginas:
Soy un hombre invisible. No, no soy un trasgo de esos que atormentan a Edgar Allan Poe ni uno de los ectoplasmas de vuestras películas de Hollywood. Soy un hombre real, de carne y hueso, con músculos y humores, e incluso podría afirmarse que tengo una mente. Soy invisible simplemente porque la gente se niega a verme… Mi invisibilidad no se debe a una alteración bioquímica de mi piel. La invisibilidad a la que me refiero se produce a causa de una particular predisposición de los ojos de aquellos a quienes trato… No me quejo ni tampoco protesto. En ocasiones es una ventaja no ser visto, aunque por lo general resulta exasperante.
La disposición de los copiosos objetos que Wall dispone para la saturada fotografía hace que la mirada se centre en el hombre que está de espaldas, el que parece llevar su mirada a un manuscrito sobre una pequeña mesa. Encima de él hay un cielo de poca altura tachonado de bombillos. En concreto, como dice el narrador de la novela, son 1.369 luces que funcionan con electricidad robada, a manera de venganza contra la Monopolated Light and Power. En la empresa de energía eléctrica creen que el lugar desde donde ocurre la sustracción ilegal es en Harlem, cuando se trata más bien de las afueras de Harlem, el hogar subterráneo que encontró el hombre invisible:
El caso es que encontré un hogar, o si lo preferís, un hoyo en el suelo… Mi hoyo es cálido y luminoso. Sí, está inundado de luz. Dudo que haya un lugar más iluminado en todo Nueva York, sin exceptuar Broadway; tampoco el Empire State en una noche de ensueño para un fotógrafo… Amo la luz. Quizás os extrañe que un hombre invisible necesite la luz, la desee y la ame, pero tal vez se deba precisamente a que soy invisible. La luz confirma mi realidad, me da forma… He llenado de cables eléctricos hasta el último centímetro del techo. No son tubos fluorescentes, sino bombillas antiguas, de filamento, que consumen más. Se trata de un sabotaje.
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Unos meses más tarde, cuando se había construido en mi cabeza el esbozo de esta crónica, decido ir a la exposición Una ciudad desconocida bajo la niebla, cuyo nombre se inspira en uno de los dibujos que Marsé solía hacer en sus libretas de trabajo: «Desde la cumbre del Monte Carmelo hay ocasión a veces de ver surgir una ciudad desconocida bajo la niebla».
La exhibición no solo retrata al Carmelo, sino también al distrito Nueve Barrios y Sant Adriá de Besós. Una nutrida muestra fotográfica acompaña varios salones con proyecciones de cortos o episodios sobre la vida de los inmigrantes, en especial los andaluces y su rico aporte a la cultura catalana con un nutrido cuerpo de obras literarias y su excepcional música. El MACBA describe la naturaleza de la exposición de la siguiente manera: «Este proyecto fotográfico sobre la Barcelona actual, vista desde los barrios periféricos surgidos de la oleada migratoria de la posguerra, busca inscribirse en una tradición local de proyectos fotográficos sobre procesos urbanos desde el periodo olímpico (1992)».
Apenas uno entra resalta al fondo, en una pared, una segunda reproducción de Informante. Un suceso no descrito en el capítulo 6 de la tercera parte de Últimas tardes con Teresa, de Juan Marsé, eje gravitacional de este texto. Tal vez por eso no me había decidido a escribir, faltaba algo: tenía que ir a ver esa segunda fotografía, idéntica a la primera. Puede ser confuso pero la presencia de Wall en Barcelona se multiplicaba en tres espacios: la biblioteca del Carmelo ‒parte del formidable sistema de bibliotecas de Barcelona‒ con la fotografía inspirada en Marsé; la exhibición que duró cinco meses en La Virreina con treinta y seis fotografías; y, finalmente, la copia de la foto inspirada en Marsé en la exhibición del MACBA: Una ciudad desconocida bajo la niebla. Uno de los hechos que pude constatar es que esta última es una copia. Una nota al costado de la obra lo aclara: «Copia por chorro de tinta sobre el papel». La original se encuentra para la posteridad en la biblioteca del Carmelo.
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Recuerdo que en la mesa redonda realizada en la biblioteca Jeff Wall dijo que, por la premura, para el momento del encuentro, la fotografía original inspirada en la novela de Marsé no tenía la iluminación adecuada y que ello sería corregido. Es decir, al salir del encuentro, y junto con la familia de Mireia, pudimos observar el cuadro con focos que no eran de la complacencia entera del autor. Siendo esta obra de 2023 no incorporó las célebres cajas de luces de neón.
Por contraste, lo que más me llamó la atención de la fotografía del MACBA fue la iluminación especial focalizada en la segunda fotografía, la del guardia civil que recibe la denuncia de Hortensia. Hasta llegué a pensar, ilógicamente, que había una pequeña caja de luz solo para destacar la segunda fotografía, algo del todo incierto.
Volteé hacia el techo y noté que había un solo foco apuntando al cuadro. Este caía únicamente sobre el funcionario. Esa segunda fotografía resguarda los elementos de verosimilitud de la época: el uniforme del guardia, el reloj de pulsera, el teléfono, el bolígrafo y el escenario neutro de una comisaría. Entonces pensé en un segundo sentido de la frase de Marsé: que la niebla que cubría la ciudad, por lo general soleada, era la del franquismo y que al enfatizar esa segunda fotografía ‒contrario al original en la biblioteca‒ con iluminación directa se intentaba, de manera sutil, mostrar la realidad política en la que se forjaron una nueva vida tantos emigrantes y en la que se desarrolla la trama de la entrañable novela. Me pareció, al momento de tomar mi fotografía amateur a la fotografía de Wall, que la silueta de mi sombra se colaba dentro del cuadro como para demostrar, de manera dinámica e interactiva, que toda dictadura es una época de sombras.
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