LA CASA (Segunda Edición) PAMPATAR 1971
Algunas viejas casas de Venezuela tienen vida que parece mentira; que parece fábula. Tan poco se sabe de ellas que nada se puede dudar de la historia que vivieron. Esta que aquí describimos tiene leyenda propia que corre por el pueblo. Pudimos comprobar muchos datos al respecto, pero creímos más prudente no seguir hurgando archivos. Es preferible no alcanzar a descifrar el misterio que rodea los viejos patios coloniales. ~ 5 ~ l mar batía furiosamente toda la playa. Los morros del poniente se alzaban sobre el fondo de la diminuta costa que a lo lejos era Tierra Firme. Las olas se formaban más espumosas por el viento, que sin amparo las enrollaba con fuerza y alegría. A medida que la playa tomaba el rumbo del poblado la cuenca se hacía menos arisca y perdía su fuerza. Así llegaba a las casas, pasaba por el castillo y moría en la ranchería. Rocas veteadas servían de asiento a las moradas, y las calles se empedraban de lozanjes y rombos. En el pueblo habían cuatro cosas que ver. La capilla blanca, el viejo castillo arruinado, la casa amarilla y grande de los ricos y la nueva residencia del general. Por la calle real los andamios de mangle se sobreponían hasta alcanzar los altos techos y la azotea. Piedras de los cerros y de las montañas servían para formar los muros. El cincel saltaba en la mano artesana hasta redondear los arcos. El alarife afanoso con ojo de escuadra daba la perfecta plomada y sobre las rocas de la playa creció la casa. Cuadrada casi y ancha, con su espacio para el aire y la luz. Debajo de una habitación cavaron el aljibe donde el agua de lluvia se almacenaría para los días tórridos. La estructura subía a diario y su contextura fuerte le daba una impresionante proporción. Sobre la calle las tres ventanas ya tenían sus hojas dobles que se abrían. Una gran pieza alta y ventilada daba al patio de columnas donde el aire entraba con la luz y el ruido. Los corredores, eran tres, conducían a un cuarto espacioso que daba al mar y a los escalones. Sobre un techo de media agua E ~ 6 ~ redondos pilares enmarcaban la bahía; el mar azul y vivo de la bahía. Entre los arcos, separado por cocales, el viejo castillo medio destruído, pero aún cárcel, asomaba su silueta almenada. El zaguán era ancho y el piso de huesito hacía incómodo el paso a los altos tacones de las botas del general. El calzón blanco y adherido a los muslos llegaba hasta la estrecha cintura. Una camisa abierta dejaba ver el tórax cobrizo y pulido. La tez acanelada contrastaba con sus ojos azules. El cabello encrespado le volaba sobre el rostro y cierta arrogancia tropical dirigía sus gestos. Sobre el medio arco que unía el patio a la gran pieza del fondo, incrustó su escudo de bastardo portugués. El general tenía casa nueva. La cal, fué aplicada a las paredes y todo de pronto se avivó. Los almendros del solar vecino fueron más verdes y las palmas del patio hicieron más gestos. Los cocales del castillo crecieron más altos y las negras botas del general martillearon el piso con su tac tac de metal. Sus espuelas de oro brillaban en la luz que penetraba por el patio. Afuera el sol caía recto. Las sombras se pusieron centrales y redondas y en el mar unas velas blancas impedían que todo fuera azul. La costa era larga y festonada de blanco. La ola al llegar a la playa se calentaba y rompía su espuma contra las rocas que sostenían los escalones. El agua se deshacía en la cuenca arenosa y las algas y los ~ 7 ~ ciriales se prendían de los riscos. Los veleros se agrandaron empujados por el viento. Buscaban el abrigo de la bahía para anclar cerca del puerto. Desde la azotea el general puso el largo catalejo en su pupila azul y percibió como el “Arrogante Maturinés” y la “Jove” brincaban en el círculo de vidrio. La mano trigueña apretó el cobre del tubo y la furia de su brazo no logró aquietar la imagen. Una embarcación había arriado la insignia y pedía puerto. El general con voz de tromba ordenó al castillo mover las baterías y la chispa azul del fuego disparó la redonda bola del mortero. En una elipse altísima fué a caer cerca de los barcos y un gran ojo de surcos los hizo temblar. Gritos de furia e impotencia fué la única respuesta. Un largo cañón de veinte alzó su forma y el fuego y el humo empujaron la veloz bala que fué a caer a popa. La casa se estremeció y las tejas traquetearon como descarga de fusilería. Los penachos del cocotero se debatieron despavoridos y los cristales de la alacena se estrellaron en el piso. El catalejo rodó en curva por la baranda y cayó sobre el pretil. En el mar las embarcaciones se pusieron fuera de tiro y pesadas cajas pasaron de mano. El trasbordo fué casi imposible y una gran cesta de mimbre se rompió sobre el puente. Una custodia de oro rodó hasta la bodega y su pequeño cristal se quebró en mil pedazos. Candelabros de plata, copones de oro, incensarios y sortijas de grandes piedras pasaban de mano. El movimiento constante del mar hacía bailar los barcos. El “Arrogante Maturinés” se llevó la ~ 8 ~ última caja y volvió a enfilar hacia Tierra Firme. La “Jove” torció hacia Oriente y en la tarde ya se habían perdido en el horizonte sus formas y sus huellas. El general subió de nuevo a la azotea y pudo ver otra vez limpio el mar. Volvía a estar solo en su casa. La ola se dormía en la playa y la espuma se perdía de vista hacia el morro. Desde aquella fecha, grande y corta fué la suerte del general. Un día cayó fusilado al pie de una torre lejana. Su casa de la isla tuvo igual historia. La cerrada puerta del zaguán escondía los descalabros que la soledad hacía en los muros y en los techos. Avispas negras rellenaban de barro los ángulos de los capiteles. El voraz comején perforaba los mangles. Nadie quería habitarla. La figura alta y de blanco del joven mulato aparecía de noche en la azotea que daba al mar. Por su abierta blusa blanca entraba la brisa y descubría el pecho pulido y fuerte perforado de plomo. Junto a la tetilla izquierda habían profundas cavernas por donde hileras de hormigas amarillas entraban y salían cargando hojas verdes para dejarlas en el nido del corazón. En el pueblo nadie quería recordar la casa. El mar retiró su ola. La playa se hizo más ancha para no tocarla. El salitre corroyó los zócalos y en las grietas del piso la vegetación se aferraba. Las hojas secas de la palmera volaban hacia lo más oscuro de los cuartos y búhos y murciélagos amontonaban ~ 9 ~ boñiga en el gran cuarto del fondo. Las ventanas que daban al mar permanecieron cerradas y el salitre y la horrura comenzaron a roer los metales. El farol de la playa rompió su vidrio sobre los escalones y de noche, en las tempestades, se batía colgado de un alambre. Los muros se corrompían y dibujos erizados manchaban las superficies. La argamasa y la cal caían pulverizadas y los grandes ojos de las piedras miraban la ruina y la soledad. Mucho tiempo después, casi sin quererlo, el paso saltarín de un bobo trepó la tapia y por la maleza del solar, huyendo los lagartijos, abrió la puerta del corredor. Esa noche durmió en el cuarto del aljibe y el silencio y la soledad le envolvieron en la noche húmeda. La lluvia se puso a caer y con sonido de tinajero el agua goteaba en el aljibe. Por las cañas carcomidas hilos de lluvia mojaron la pluma verde del sombrero. En su sueño el bobo veía corriendo por los corredores una cabellera rubia que se engarzaba en los pilares. Crecía tanto que invadía los cuartos y las trenzas amarillas parecían cosechas interminables de hebras. La masa de pelo se adhería a los pisos, a las paredes y en la pesadilla le penetraba por la nariz. Un estornudo brusco lo despertó y a través de las pestañas vió que el sol entraba por un boquete del techo. Un parche azul le alumbró el rostro. Recogió su viejo sombrero, refrescó con la punta de los dedos la gran pluma verde y con su paso de cerbatana trepó la tapia para caer en la calle real. Durante mucho tiempo el bobo vivió en la casa. Sus morisquetas y la hierba del patio ~ 10 ~ fué la única vida que la habitó. Sus manos se movían incoherentes, como jugando con títeres, y sus pasos brincones recorrieron los pasadizos. ~ 11 ~ N la Aduana cercana, más allá del castillo, el escritorio del administrador aguardaba su llegada. La mañana era como todos los días, fresca y luminosa. Los hombres de la ranchería saldrían más tarde a mojar. La época era de sardinas y la temporada había sido mala. En el pueblo nadie hablaba. Yá las aguadoras con sus latas y su estrépito se habían ido. En los corredores de la casa se oía solo el viento entre los árboles. La brisa corría de la playa, entraba por el gran salón abierto y movía la hamaca donde estaba tendido el administrador. Entre un pilar y un gancho corroído, la pesada malla soportaba el gran cuerpo. La casa estaba vacía. Desde la noche anterior el hombre se había quedado solo. Un candil sobre la mesa seguía encendido. La llama parecía apagarse pero insistía en quedar erecta. El patio entibió los cuartos desiertos y el silencio rodaba a sus anchas por los pasadizos. A veces el sol manchaba con la sombra de las palmas el pilar donde colgaba la hamaca. Nada se oía. El ruido del mar no llegaba hasta el interior. El viento entraba por los arcos y los muros blancos lo contenían empujándolo hacia el patio donde mecía la hamaca. Un brazo colgaba afuera y los pies, hinchados y verdosos, eran pasto de moscones e insectos. La cabeza calva y desgreñada, sudorosa de grasa, tenía tintes ocres. La boca abierta dejaba ver una lengua gris y aguda. Los dientes carcomidos de nicotina ponían fetidez en los labios. Un ojo abierto y fuera de órbita miraba el techo; estaba fijo clavado en las vigas de mangle. El cuerpo desnudo no sudaba. Los vellos de las axilas E ~ 12 ~ formaban pequeños rizos por donde asomaba una gruesa verruga. El cuello espeso y peludo se redondeaba muellemente sobre un hombro mostrando la mugre acumulada en las comisuras de las arrugas. De pronto un moscón, con su bulla de motor, entró por la boca y chupó el gris húmedo de la lengua. Afuera el mar había traído un poco de aire que entraba por la puerta abierta. Los flecos de la hamaca se irisaron y los vellos de los brazos parecieron tener vida. El ombligo del vientre era profundo y oscuro y sobre la piel blanca verde del administrador, sobre su voluminosa barriga se agitaban los pelos negros y ensortijados que nacían debajo de una mano inerte que se escondía entre sus piernas. En el tercer dedo, un anillo de oro. La puerta del zaguán estaba cerrada y los dormitorios vacíos y abiertos recibían el silencio de la mañana. El tejado se calentaba y sobre la horqueta del techo más alto, un viejo zamuro tieso abría sus alas. De una habitación salió veloz un lagartijo azul que se detuvo frente al charco que había manchado el piso debajo de lo más curvo de la hamaca. Era un líquido excrementoso que olía a lo mismo que la boca abierta del administrador. Tanteando con su olfato, el animal brincó el charco y se escondió por una grieta oscura del muro. El muro de piedra. El hombre de la hamaca había llegado de Tierra Firme muchos meses antes. En el pueblo había hecho amistad y ~ 13 ~ sus gallos de Calabria eran los más finos de las peleas. Su desdentaba boca fumaba puros de tabaco guácharo y en el botiquín sorbía copas de ron colorado. El dinero de las habilitaciones lo gastaba en exhuberantes parrandas en que sus compañeros y las mujeres bebían un líquido dulce y espumoso. Nunca lo habían probado y se sorprendían como se asemejaba a la espuma del mar. En el morro de occidente se bañaban desnudos y los pechos de las indias más gordas flotaban como balsa. El administrador era un terciazo. Cuando llegó al pueblo, la casa de la Aduana estaba aún más destruída que la casa del general. De una patada tumbó el portón y penetró por los corredores. Un cigarrón le revoloteó en la cara y se perdió en el patio. Miró los muros y los huecos, los techos caídos y pensó que para vivir solo, la soledad de la casa le acompañaría bien. Hizo rozar el patio, pintar un cuarto, reparar un hueco y las ruinas parecían menores con la gruesa y alegre figura del hombre. Colgó su hamaca en el sitio más fresco de donde veía el mar y la calle. Desde el centro de la casa, acostado, recorría la poca vida que en ella existía. La palmera había crecido y un día se llevaron el sombrero del bobo. Los niños en la playa sembraron la pluma verde al pie de un cocotero. Un día el administrador llegó tarde a la casa. Había tomado caldo y alcohol. Su cuerpo hinchón daba traspiés por los oscuros pasadizos y cayó desnudo en la hamaca. Esa noche no tuvo sueños. ~ 14 ~ Cuando el sol alumbró los cerros, la hamaca se movía lentamente y de pronto se encabritó como potro asustado. Un silbido agudo se detuvo en la tráquea. ~ 15 ~ L pueblo seguía creciendo y la escuela se refugió en la casa. La maestra consiguió limpiar los cuartos y ahuyentar los murciélagos. Hojas y raíces de sávila colgaban de las vigas y bailaban en la brisa. El cuarto grande que daba a la calle se convirtió en el primer grado. Los laterales de los corredores se amoblaron de viejos pupitres y taburetes. Tercer y cuarto grado fueron a parar al fondo, cerca de la playa. El olor a viejo y moho no había desaparecido. Por las ventanas las letanías de las lecciones se escapaban y los ojos de los niños del segundo se perdían tras las columnas de agua que las ballenas lanzaban. La maestra hizo pintar los cuartos. Azul, verde y gris. Por las mañanas las voces rítmicas entonaban lecciones donde a veces la voz chillona y nasal de un niño destemplaba la recitación. Los grados eran mixtos y las niñas más pequeñas entraban a la escuela con tremendo pavor. No se había olvidado todavía la figura esbelta del duende, ni la mancha del piso. Las más jóvenes nunca subían a la azotea y cuando pasaban por el último corredor evitaban pisar la mancha roja. Poco a poco la simetría de los pasadizos se fué convirtiendo en un pavoroso desorden. En el cuarto del fondo se levantó un tabique y una sucia cocina de kerosene ahumó las paredes. El aire se filtraba por los cuartos y el crepitar de las frituras hacía eco al ruido del mar. El retrete común se colocó al lado de la cocina y cuando los niños salían de él pellizcaban la comida. Era el sitio más lúgubre de la casa. E ~ 16 ~ La maestra había resuelto que no se pintara para infundir más desgano. Así nadie lo visitaría. Su piso de cemento resbalaba y al entrar había que hacerlo con cuidado. La casa, aunque llena de voces y ritmo, no había renacido. Los techos tenían parches de hojalata y los mapas y pizarrones servían para ocultar las piedras de las paredes. Los cables del alumbrado cruzaban los muros hasta llegar al bombillo. El frente y sus tres ventanas, se fué lacerando y el alero se rompía bajo el peso de los cardones. Un gran abecedario colgaba a la entrada y hacía pareja con la imagen de la Virgen. Un almanaque de color un torero de traje rosa, daba vida al azul del muro. Las paredes estaban rayadas de lápiz y las líneas brincaban las puertas y seguían por los muros. Multiplicaciones y sumas. Dibujos de figuras y pescados. A veces en lo más oscuro del salón se escribían mensajes los niños enamorados. Detrás de la puerta del retrete habían escrito: Chucho es puchungo. La recia estructura de la vieja morada poco a poco se venía al suelo. Batallaba por no dejarse caer. El sol se mostraba oblicuo por el techo y sobre las piedras de los muros, ariscas piedras que se formaron paredes, ángulos, arcos, hasta llegar altas a los techos. A las tejas. El musgo se había adherido a las puertas y las lozas. El patio reseco solo guardaba su palma verde. Los zócalos azules se veteaban del blanco salitre que se desgranaba en sal. La brisa entraba por las endijas, por el hueco de las cañas, por ~ 17 ~ las ruinas. La cal se había vuelto granosa y pequeñitos riscos daban escozor a la superficie. Por los boquetes vuelto brisa el mar entraba, vuelto almeja, vuelto sal. El agua de la lluvia caía y las canales ya no llenaban el aljibe. Las viejas vigas se deshacían en polilla. Los muros estaban con sus piedras duras, sin cal, descubiertos. Los boquetes del techo eran más grandes y luminosos y la claridad entraba por las grietas con más gusto y fuerza. Las manchas de las paredes crepitaban de salitre y parecían vivas. El solar germinaba de musgo y el sol entraba por el zaguán abierto que batía sus hojas. El olor se había corrompido y parecía una gran pajarera vacía. Larvas y almejas era todo el techo. Corales y sombras los pilares. Carcoma y polvo las vigas. Arañas y sal las tejas y el sol, eléctrico y puro, devoraba la vieja casa. La palmera se movía lentamente al oír en la playa como batía la ola. ~ 18 ~ A casa lucía esplendorosamente. La calle real de piedras menudas se alargaba plateada por el pueblo y la acera de lajas grises realzaba el color del zócalo. Las paredes rosadas contrastaban con las tres ventanas verdes y la cornisa blanca del alero partía recta y fina en el cielo. Sobre el portón de entrada un número diez retorcido en un azulejo indicaba el sitio. El espacioso zaguán tenía piso de guijarros que formaban una letra púrpura que saludaba al visitante. El medio arco de la entrada sostenía un cristal reluciente donde una ampolla entorchada simulaba un cirio. Una botijuela de Cubagua se adosaba al muro. Los corredores de ladrillo circundaban el ancho patio, donde la palmera se retorcía de secreto goce. La mancha verde de la hierba contrastaba con las paredes blancas y las columnas redondas separaban las distancias con sus tonos rosados. La cañamarga nueva relucía de barniz y los mangles claros y nudosos sostenían la recia techumbre. El rojo del tejado a veces asomaba por las ramas y la azotea recibía toda la luz. Las hojas de las puertas se abrían a los cuartos y dejaban mostrar su estructura de panel. El mar entraba por los últimos corredores con su luz azul y salitrosa. Las viejas vigas todavía soportaban la platabanda y bermejas manchas de tierra asomaban entre los listones. Afuera el techo nuevo, el de media agua, daba a los escalones, y la playa se encrespaba alegre sobre los peldaños. Desde el mar la casa parecía brillar más que el sol. Los cocales del castillo a veces le daban sombra y la palmera del general alargaba sus L ~ 19 ~ ramas para sobresalir del patio. El aire entraba libre y contento, penetrando por los cuartos, para salir por las claraboyas de vitrales. En el cuarto del fondo, colgado del techo por una fina cabulla, nervioso, se paseaba en el espacio una forma móvil de metal con notas negras, rojas y amarillas que se enlazaban y deshacían formando en el vacío remolinos abstractos. Sobre la pared lateral un tablón de rayas vivas acentuaba lo blanco de la cal. El sol se había metido en las habitaciones y así permanecía todo el día. La luz se tamizaba de plantas trepadoras y un tinajero musgoso sonaba en el bernegal la hora de la casa. Mientras por la puerta del solar entraban bandejas y refrescos la tarde fué invadiendo el patio. Una gran nube amarilla entorchada sobre Tierra Firme daba al ambiente un resplandor dorado. El mar se puso violeta y lo blanco de las olas se perdió en la noche. Todas las luces se encendieron y la casa revivió. El cielo negro se manchó de estrellas y como mil plumas lácteas centellearon los astros. El baile comenzaría a las diez. Los sirvientes preparaban los últimos detalles; encendían un farol olvidado y desde la cocina, en el solar, se oían voces atareadas. Rosadas langostas y camarones formaban en las bandejas, con sus antenas aserradas, complicadísimas pirámides. Las salsas amarillas y azafranadas, espesas y sedosas reposaban en las fuentes. Grandes cubos de plata sudaban el hielo y las triples botellas de cuello alto y dorado aguardaban la hora. ~ 20 ~ Cremosos pasteles, carnes blancas de venado, aves de la serranía, se alineaban sobre los tablones. Helados de limón y pistacho se congelaban en las sorbeteras. Nueces conchudas y rugosas serían partidas con cascanueces de plata. En la bóveda negra de la noche la Cruz del Sur se fué elevando. Cuando los primeros pasos de los invitados se oyeron en el zaguán, los músicos afinaron las vihuelas. Perdidos en el solar hablaban de la casa. Con el ruido de la gente los muros parecían más rectos y blancos; más luminosos. Las voces siguieron entrando y por los corredores pasaban casi sin saber dónde estaban. El salón del fondo se fué llenando de gestos y la música, a las diez, penetró por el patio. Sin que nadie lo percatara entró por el zaguán una alta forma luminosa y aérea; un cuerpo de hombre de altas botas negras, calzón blanco y camisa que abría en un pecho horadado. Sin moverse, como una estatua, acuoso como un vidrio turbio, avanzó lentamente por los corredores, atravesando muros y plantas. Nadie percibió su presencia. La brisa le movía un mechón negro que caía sobre la frente. De cerca, la tez era más pálida y las cuencas vacías de las pupilas, fosforecían. Eran las diez de la noche y el baile comenzaba. ~ 21 ~ Esta segunda edición consta de 100 ejemplares, sin numerar y no venales. Se terminó de imprimir el 30 de junio de 1971 en los talleres de Gráficas Armitano, C. A., en Caracas. Ha sido hecha únicamente para los huéspedes de la casa número 10 de la calle Luisa Cáceres, Pampatar. Estado Nueva Esparta, Venezuela. TEXTO DIGITALIZADO PARA USO ACADÉMICO Y EDUCATIVO, SIN FINES DE LUCRO. Transcripción, corrección, diseño y diagramación: Licdo. Frank Omar Tabasca frank_otl@hotmail.com La Asunción, estado Nueva Esparta Noviembre de 2024
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