lunes, 6 de enero de 2025

El final del mal absoluto

 

El final del mal absoluto

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Pido excusas a mis lectores, a los que deseo un muy venturoso Año Nuevo, por lo abstracto de las reflexiones con las que abro el 2025, que cerrará nuestro primer cuarto de siglo. Nos domina una cultura wok y el lenguaje instantáneo. Pero el asunto que me ocupa es vertebral y debo llevarlo a profundidad, con mis limitaciones y yerros. No soy un filósofo.

Leyendo a Plotino y observando lo que ocurre en Venezuela –detenciones masivas, torturas habituales, desapariciones forzadas, violencia sexual que incluye a niños y adolescentes, según la ONU, y actos de terrorismo de Estado, según la OEA– cabe concluir que se ha hecho presente el mal absoluto o radical. 

Este es la negación del ser, cabe decir, es algo más que el mal o la maldad humana, que corroe al alma del poeta o la del político, prisionera de nuestros cuerpos finitos. El mal se refiere a los vicios del alma, las pasiones desenfrenadas, podría decirse, o a la privación relativa del bien en el “ser humano”. El mal absoluto implica una separación radical del espíritu y una consustanciación cabal del todo con la materia informe. 

El espíritu sobrevive a la corrupción del cuerpo, pues es emanación del bien absoluto que le precede y del que proviene. A este se aproxima toda persona, huyendo de la tierra sin abandonarla, diría Platón, elevándose por sobre la virtud; doblegando a la materia, repito, que es corruptible, tanto como su inteligencia o capacidad de razonar, que forman el alma del hombre. 

Cuando se le hace espacio al mal absoluto y llega a dominar, ocurre, así, una negación total del principio de humanidad. El alma desciende por debajo de la maldad, abandona al espíritu, y se hace maldad radicalizada. 

Emmanuel Kant cree que en nosotros coexisten, naturalmente, el mal y el bien, y el discernimiento nos lleva a hacer privar a uno u otro en nuestras vidas. Mas Hannah Arendt, próxima a Plotino y como resultado de su sufrimiento, de la pérdida de sus derechos humanos bajo el nacionalsocialismo –sólo sabe de derechos humanos quien ha perdido alguno de estos, me repetía Karel Vasak– sostiene, con solidez, que el mal absoluto o radical es “incastigable” y asimismo imperdonable. Es el mal que se separa de los Diez Mandamientos, como guías de discernimiento entre el bien y el mal. El mal absoluto es la negación del Decálogo y de la vida humana, algo oscuro, propio de las tinieblas. Es algo más que un asesinato o un acto de vileza. 

De allí que asesinar o torturar de manera sistemática y generalizada hasta el paroxismo –como ocurriese durante el nazismo y sucede en Venezuela– se considere un crimen contra la humanidad. Vaya, pues, el mensaje pertinente a los gobiernos democráticos y al mismo Vaticano. 

Cuando el mal absoluto hace de las suyas, en guerras abiertas o bajo “sombras engañadoras”, y se lo hace fisiología del poder como en Venezuela, se vuelve colusión con el mal absoluto el estimar a la radicalidad del mal como una diferencia de opiniones que ha de ser resuelta a través del diálogo entre humanos. El mal absoluto es inhumanidad absoluta. No debe confundirse, lo reitero, con el mal humano, que implica condescendencia con nuestra naturaleza inferior animal. “El que quiera abrazar y no desprenderse de las bellezas corpóreas, precipitará no su cuerpo, sino su alma en los abismos tenebrosos aborrecidos por la inteligencia”, repite Plotino.

Ahora bien, el origen del descenso, una escala más abajo del mal humano, hasta convertirse en mal absoluto o radical obedece en el siglo XXI, tal como lo veo, al intento repetido de sustitución posmoderna de Dios, del Uno y del principio del bien absoluto, del que proceden la inteligencia divina o el alma universal, por parte del hombre. 

Aquí juegan un papel central las grandes revoluciones de la técnica, la digital y la de la inteligencia artificial, que son, sí, una obra del alma humana, de su inteligencia y su racionalidad. Pero el mismo hombre, enceguecido, indigestado, hipnotizado por sus logros, que le permiten, desde el imaginario, deslocalizarse, vivir la virtualidad, y que le llevan a conocer, más que la instantaneidad, el plano del No-tiempo, se asume ahora como dios. Se cree un dios y niega a Dios. 

No ve espacios que lo limiten y se deshace de lo terreno para ejercer su adanismo y su nomadismo, sobre las redes de la inteligencia artificial. Hasta cree aproximarse, el humano del siglo XXI, a la infinitud de lo temporal con su vida instantánea, que les gana a los minutos y a las horas inherentes al cuerpo humano y su biología. Y, separado de la tierra como cree estarlo –volvamos a Platón– pero no para elevarse por encima de la virtud, y renovarse en su proximidad perfectible al Bien absoluto, está optando por su brusco descenso por debajo del mal. Desprecia los límites de la vida humana y lo trascendente de la humanidad. Así como acaba con la vida humana legalizando el aborto o la eutanasia, se da licencia para crear vida inteligente sustituta, gobernante de la animalidad. 

Al creerse dios el Adán del siglo corriente, eso pasa en Venezuela, dispone, cuando puede, del resto de los seres humanos, deshumanizándolos, hollándoles su dignidad. Los ve como cosas, números disponibles. 

Lo importante es que eso creen que es la verdad quienes dan por muerto a Dios y les ha engullido, encarnándose, el mal absoluto. Eso creen. El espíritu de las víctimas se ha aproximado desde el dolor compartido al Uno, y presencian el final del mal absoluto. Venezuela renace.

El mal absoluto, como en suerte de exorcismo, cede ante todo ápice de luz. Su oscuridad se descubre débil e irreal como engaño, ante el restablecimiento del Decálogo, que es esencia de nuestra tradición milenaria judeocristiana y hasta grecolatina. Los victimarios se saben imperdonables. Han abandonado toda condición humana, única que entiende los significados del castigo y el perdón.

correoaustral@gmail.com

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