Oriette D’Angelo —abogada y escritora radicada en Estados Unidos desde hace 10 años— estudia un doctorado en la Universidad de Iowa. Es una de los 600 mil venezolanos afectados por la eliminación del Estatus de Protección Temporal. Está, como tantos en ese país, parada sobre un terreno incierto.
FOTOGRAFÍAS: ÁLBUM FAMILIAR
Al teléfono de Oriette D’Angelo comenzaron a llegar enlaces, videos y fotos con la mala noticia de ese 29 enero de 2025. Familiares y amigos le avisaban lo que, sabían, iba a descomponerle el ánimo. Pero tenía que enterarse. Cuanto antes. ¿Cómo era posible que eso estuviera pasando? A Oriette le resultaba absurdo: el gobierno de Estados Unidos había revocado la extensión del Estatus de Protección Temporal (TPS, por sus siglas en inglés) para venezolanos, el recurso que le permitía permanecer en ese país de forma legal.
En Iowa, al norte de Estados Unidos, aún era invierno. Era un miércoles. Oriette había mandado la solicitud de renovación del TPS el lunes. Dos días antes. Dos días después estaba en un limbo.
Así, tan rápido, puede cambiar la vida.
Su estatus migratorio vence en septiembre. El doctorado en literatura en español que cursa en la Universidad de Iowa está previsto que termine en mayo de 2026.
¿La deportarían, sin más?
(“¿Qué puedo hacer?”, se preguntaba).
¿Perdería los estudios?
¿Después de casi 10 años viviendo en Estados Unidos quedaría en el aire?
(“¿Cómo le pagaré a un abogado con una beca estudiantil?”).
Quería mandar más mensajes a los abogados que conocía, quería enviar menos mensajes a su familia para no preocuparlos, no quería mandar mensajes desesperados en ese momento.
No sabía qué hacer.
Respiró.
Después de unos minutos se sentó en su escritorio y encendió su computadora. Abrió ChatGPT y le empezó a preguntar a la inteligencia artificial. (“Nos hemos convertido en una pantalla”, escribió esa frase hace 10 años, y sigue vigente). “Si bien cada caso es particular, esta es una lista de documentos que tienes que tener para mejorar tu estatus migratorio”, le respondió el programa informático.

Oriette tenía 25 años cuando llegó a Estados Unidos, en el verano de 2015. Su entonces esposo había ganado una beca estudiantil para un doctorado en literatura en español en Chicago. Él tenía su visa de estudiante, ella también.
Aunque se había graduado en derecho en la Universidad Católica Andrés Bello, decidió hacer una maestría en comunicaciones digitales y artes mediáticas. Quería adentrarse más en el mundo editorial. En Caracas había escrito poesía y algunas crónicas. Incluso, había ganado un par de premios por su escritura.
En su infancia, en Lechería, estado Anzoátegui, se había obsesionado con la lectura. Fue con su profesora de literatura de secundaria, Oceanía Reyes (“nunca me olvidaría de ese nombre, tan poético”, dice), que aprendió sobre Arturo Uslar Pietri, Octavio Paz y Pablo Neruda. Políticos, abogados y escritores. Humanistas.

En esa ciudad del oriente venezolano apenas había una librería: Tecni Ciencias. Allí compró su primer libro físico, luego de haber armado colecciones de libros digitales que devoraba con entusiasmo.
Se mudó a Caracas en 2008 para estudiar en la universidad. Ese año y en los sucesivos, como otros estudiantes, salió a las calles a protestar para exigir mejores políticas públicas y un cambio de gobierno. Nunca olvidaría el gas lacrimógeno; nunca olvidaría a los amigos que se llevaron presos. Fue eso. Y fueron los anaqueles y los bolsillos vacíos lo que terminó de convencerla de migrar en 2015.
Miles y miles de venezolanos tomaron la misma decisión de salir de Venezuela por aquellos días. Ha pasado tanto en una década: esos miles fueron convirtiéndose en millones. La Organización de las Naciones Unidas estima que más de 7 millones 891 mil venezolanos han emigrado desde 2014.
Se estima que, hasta 2023, más de 903 mil viven en Estados Unidos. Como Oriette. Chicago, donde se instaló ella con su esposo, quizá sea más ruidosa que Caracas. Allí se sintió extraña. La gente no le resultaba cercana, casi nadie daba los buenos días, nadie se miraba directamente a los ojos. Socializar se le antojaba una tarea más compleja allá, tan lejos del Caribe. Pero sí logró hacer amistades. Ganó un concurso de poesía en español en Chicago en 2017 y creó una revista digital de literatura venezolana de autores dentro y fuera del país.
—Me va bien, en serio. Hay muchas comunidades que hablan español acá…
Oriette recuerda que envió ese mensaje de voz a una amiga venezolana. Era 2019. Estaba en la calle. Había mucha gente a su alrededor.
—Ya va —le respondió su amiga—, tú acabas de escuchar lo que acaba de pasar. ¿Escuchaste el final de tu audio?
Ella puso la corneta del teléfono muy cerca de su oído y, entre el bullicio, escuchó la voz de un hombre:
Speak in English, bitch!
Ya era demasiado tarde para identificar a la persona que hizo ese comentario. Oriette pensó en la ironía de que en ese lugar la gente no habla mucho en la calle, pero cuando se atrevían a hacerlo algunos eran así de agresivos.
Ya cuando iba a culminar su maestría en comunicaciones digitales y artes mediáticas, en 2019, Venezuela y Estados Unidos rompieron relaciones diplomáticas. Ambos países retiraron su personal diplomático de sus territorios.
Para colmo, su pasaporte venezolano se venció.
Y pronto comenzó la pandemia de covid-19.
¿Cómo renovaría sus documentos si ya no había embajada venezolana en Estados Unidos? “¿Cómo lo hago sin salir de Estados Unidos y perder mi visa?”, se preguntaba. ¿Cómo contrataría a un abogado especialista en migración si la visa de estudiante no le permitía trabajar para tener más ingresos y pagarle sus honorarios?
“¿Habrá pasantías de trabajo dentro de las universidades?”.
¿Tendría que regresar a Venezuela?
“¿Viajo en plena pandemia de covid-19?”.

En 2021, el gobierno estadounidense incluyó a los venezolanos como beneficiarios del TPS, porque consideró que Venezuela no era un lugar seguro para vivir. Así, el país aterrizó en la misma lista en la que figuraban Nicaragua, Cuba y Afganistán, países cuyos gobiernos autoritarios violan derechos humanos.
Oriette se calmó: obtuvo el TPS en septiembre de 2021. Era una oportunidad para seguir la carrera de maestría que había empezado hace poco en la Universidad de Iowa. Mientras tanto, ahorraba para renovar su pasaporte y seguir con un doctorado de literatura en español. Se mudó y consiguió estudiar en la facultad junto a otros migrantes hispanohablantes.
Iowa era mucho más tranquila: es una ciudad universitaria, menos poblada que Chicago. Editó y coordinó revistas universitarias mientras estudiaba. Hablaba en español en el transporte público. Y nunca sintió miradas inquisidoras.
Pasaron tres años. Tres años antes de los presagios de la tormenta.
En julio de 2024 ocurrieron unas elecciones presidenciales en Venezuela. Oriette vio la oportunidad de combinar su afición por la defensa de los derechos humanos y la literatura y hacer un foro sobre el impacto de la política venezolana en su literatura. Contactó a otra estudiante venezolana que ya había comenzado la maestría. En las universidades estadounidenses no se podía hablar tanto de política en las redes sociales y correos, pero igual montaron su evento.
Esperaban al menos una decena de personas como audiencia. Solo acudieron siete: un profesor y seis amigos cercanos.
Muchas personas tenían miedo, ya que la campaña presidencial del partido republicano en Estados Unidos tenía un “tono antiinmigrante”, específicamente en contra de los migrantes venezolanos.
En esa semana, en un autobús de camino a su casa, Oriette vio a una mujer hablando por teléfono: lo hacía en español y en voz baja.
—Disculpa, ¿hablamos luego? Estoy en el autobús. No puedo hablar mucho ahora…
La mujer se veía nerviosa, miraba para todos lados. A su alrededor otras personas la veían con recelo, como si hubiera dicho groserías.
No sabía exactamente por qué la mujer había reaccionado de ese modo, pero pensó que la tensión con los migrantes ya era obvia.
(“Dejamos pasar avisos de tránsito que nos advertían del posible desastre”, había escrito hace tiempo).
La embajada de Estados Unidos en Bogotá, Colombia, atendía a los venezolanos. Ella había pedido una cita para renovar su pasaporte. Por esos días le notificaron que debía ir a concretar el trámite. Tenía algo de dinero ahorrado. Le consultó a un abogado, quien le decía que no había problema con que viajara. Entonces fue a Colombia a inicios de noviembre de 2024. Renovó sus documentos venezolanos y pidió un servicio de mensajería para que se los llevaran a Estados Unidos cuando estuvieran listos.
Ese viaje, de menos de una semana, le trajo un problema: su visa estudiantil quedó anulada. Contrario a lo que le había dicho su abogado, ella no debía salir. No era un problema que no se pudiera resolver. Sobre todo, porque aún tenía el TPS, podía quedarse legalmente en Estados Unidos. Quizá solo debía buscar trabajo para costearse sus gastos en general.
El partido republicano tomó la presidencia en enero de 2025.
Dos semanas después, revocó el TPS a los cerca de 600 mil venezolanos que lo tenían. El Departamento de Seguridad de Estados Unidos consideró que Venezuela era un país al que se podía volver “de forma segura”.
Fue entonces cuando Oriette quedó en un limbo. Su pasaporte aún no se ha renovado: el documento debería enviarse de Caracas a Miami, Estados Unidos. Y nada que llega a sus manos.
Aquel día, ChatGPT le había sugerido que ella debía volver a su estatus de estudiante internacional: debía llenar un documento para “defender” su estancia en Estados Unidos. Buscó en las páginas oficiales del gobierno y consultó con varios abogados conocidos para confirmar los datos que le suministró la inteligencia artificial. Su TPS vence en septiembre, aún tiene unos meses de protección antes de quedarse sin documentación en Estados Unidos, a diferencia de unos cuantos miles que quedaron sin el recurso en febrero.
Imprimió formularios y actas, su vida resumida en documentos, y fue hasta la universidad. Le explicaron que esa institución puede sustentar, con documentos y registros, que Oriette sigue siendo alumna de esa casa de estudios. Es lo que le permitiría recuperar la visa de estudiante. El viaje en autobús fue silencioso. Solo se escuchaban notificaciones de llamadas y mensajes sin contestar entre los pasajeros.
Apenas llegó a la facultad, explicó su situación. Encontró empatía: le prometieron que iban a buscar una solución.
—No estás sola —le dijo una de las secretarias cuando recibió los papeles—. Encontraremos la solución.

Sus amigos en Iowa le sugirieron que hiciera una campaña para recaudar donaciones y fondos para pagar los honorarios de abogados que le brindaran una buena asesoría. Porque además ella, a lo largo de los años, ha acumulado una serie de deudas. Así que abrió un crowdfunding en Gofundme.
Allí contó parte de esta historia. Sus motivaciones, su deseo de graduarse. Es un relato sin final, unas líneas cargadas de la incertidumbre que viven quienes no tienen idea de cuál será su futuro. En ese texto, se advierte, vívido, el conflicto que seguirá tratando de resolver: “Trabajar por la enseñanza, la educación y la literatura es todo para mí. He dedicado una década a construir mi futuro y estoy comprometida a terminar mi doctorado y contribuir en mi campo de estudio. Perder mi estatus legal significaría tener que abandonar Estados Unidos sin la garantía de poder regresar, poniendo en riesgo todo por lo que he trabajado todos estos años”.
Mientras, se aferra a esas palabras de aliento que recibió: “No estás sola. Encontraremos la solución”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario