Anotaciones sobre Chávez (I)
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La absoluta orfandad de un proyecto estratégico para resolver la crisis orgánica que desangra a Venezuela y enfrentar el futuro, tanto del régimen en agonía como de la fracturada oposición a la deriva, induce a una serie de interrogantes, a cual más preocupantes. ¿Se ha autonomizado la dinámica del llamado proceso y sigue cuesta abajo sin aparentes frenos, remedios y/o alternativas? ¿Ha perdido racionalidad, si alguna vez la tuvo? ¿Se han desencajado los resortes que vinculaban a representantes y representados, dividiendo cauces entre partidos y dirigencias, por un lado, y sociedad civil y ciudadanía, por la otra? ¿Cuáles son los objetivos de las individualidades, grupos y partidos que manejan la cosa pública venezolana? ¿Cuáles sus diferencias antinómicas? ¿Es posible hacer política sin motivos, propósitos y objetivos comunes? ¿Quién o quiénes serán los sujetos protagónicos de la liberación? ¿Culmina la aventura ideológica, “narrativa” de Hugo Chávez en la devastación final de Venezuela?
Para emplear como interrogantes histórico trascendentales dos categorías básicas de uno de los grandes historiadores norteamericanos, John Lukacs, ¿cuáles son los motivos, cuáles los propósitos de los factores que controlan el gobierno, manejan la totalidad de las instituciones, disfrutan de la renta petrolera y debieran tener como primera misión evitar que el país estalle en pedazos? ¿O buscan, precisamente, que estalle en pedazos? ¿Cuáles los motivos y propósitos de quienes los adversan? ¿Esperar a que estalle? ¿Existen fuerzas sociales suficientemente auto conscientes como para impedir la devastación final de Venezuela, último recurso del castromadurismo? Si así fuera, ¿encuentran representación en algunos de los partidos existentes? Son preguntas que urgen por respuestas.
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Los motivos de Hugo Chávez y todos cuantos lo siguieron en su aventura golpista estuvieron suficientemente claros desde que comenzara a montar su secta conspirativa entre sus compañeros de armas: asaltar el Poder. Poco importan las razones: ambicionó el poder total nada más tener mando sobre hombres armados y comprender que, disponiendo de las armas de la República, lograrlo era tan fácil como montar la conspiración, mover sus peones y caerle a saco a un establecimiento podrido en sus entrañas que parecía dispuesto a entregarse maniatado y con los ojos vendados a la visita del Mesías verde olivo. Provisto, como todo los caudillos natos, de un olfato propio de hienas como para percibir la descomposición de sus potenciales víctimas. Comenzando por la descomposición de las propias fuerzas armadas, carentes de toda cohesión y verdadera disciplina interior, de toda grandeza institucional y de todo auténtico compromiso con el Estado de Derecho. Carentes incluso de los mecanismos de control interno como para conocer, impedir y proceder contra quienes amenazaran con romper sus obligaciones y sagrados compromisos constitucionales y atentar contra el Estado de Derecho. Equilibrándose siempre entre el poder sociopolítico representativo y hegemónico del Estado – la civilidad - y sus propias ambiciones de poder. Una relación siempre frágil y precaria, resuelta circunstancialmente con dádivas y sinecuras para con la alta oficialidad de una institución fundamental para garantizar la estabilidad del sistema contra sus enemigos internos y el blindaje frente a las tentaciones territoriales de sus vecinos. Por lo menos en la letra constitucional. En la realidad, un nido de ambiciones espurias nunca domeñado del todo y siempre consentido con las sinecuras con que el establecimiento civil pretendía ganarse su adhesión. Las fuerzas armadas han sido desde el 23 de enero de 1958 el convidado de piedra de la democracia. El golpe de Estado fue la sombra permanente que medió en las relaciones entre la civilidad política y el estamento uniformado desde la muerte de Gómez y la autonomización de los ejércitos. Se cuentan con los dedos de una mano los años absolutamente libres de tutelas, amenazas, pesados influjos o conspiraciones, desde el 18 de octubre de 1945. Esas fuerzas internas nunca conjuradas fueron acumulándose hasta explotar el 4F. Traicionando el esfuerzo bicentenario de la civilidad. Jamás plena, jamás en poder de la supremacía, jamás verdaderamente hegemónica. Fue la herencia de Bolívar: echar al mundo un país de soldados y montoneros. Fue la derrota del sueño de Miranda: un país de civiles. Sin bochinches.
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De modo que Hugo Chávez actuó desde un comienzo sin mayores vacilaciones ni angustias: nada más recibir el espadín supo como en una revelación iniciática que ni su acción conspirativa ni los efectos de un eventual fracaso encontrarían sanción alguna.. De hecho, aún filtrándose hasta las máximas autoridades de las fuerzas armadas y del alto gobierno el devaneo conspirativo de él y los suyos, fueron dejados en absoluta libertad de movimientos. Estuvo rodeado por la complicidad desde que se convirtió en un oficial de la República. Él y los suyos actuaron en la absoluta impunidad, a plena luz del día y con una decisión sólo limitada, a la hora de las definiciones propiamente militares, por su coraje o su cobardía. Primando la cobardía y contando con la complicidad de su institución y la de todos los otros componentes del Estado. El único imponderable: que a la hora del golpe prometido y encargado del asalto al Palacio de Gobierno, tarea de su única y exclusiva responsabilidad, una bala se atravesara en su camino. Como sucediera con Ezequiel Zamora, su inspirado modelo. Único temor del caudillo que ansía el poder total, según Carl Schmitt: el miedo al dolor y la muerte física.
Antes que consumar esa tarea y mientras los otros tres comandantes golpistas – los tenientes coroneles comandantes Francisco Arias Cárdenas, Yoel Acosta Chirinos y Jesús Urdaneta Hernández - las culminaban con éxito tomando el control de sus objetivos políticos y militares en Zulia, Aragua y Valencia, prefirió no correr el riesgo de una herida o la muerte esperando por el desenlace de los acontecimientos a suficiente distancia del centro de los acontecimientos: el Palacio de Miraflores. Se retiró al Museo Militar desde donde siguió la actuación de sus subordinados, que estuvieron a un tris de asesinar al presidente de la República. Y dio por cancelada la operación global asumiendo la responsabilidad por lo acontecido y postergando la definición estratégica “por ahora”. Si no era él el beneficiario del golpe, que no lo fuera nadie. Lo hizo una vez asegurado por el ministro de defensa, Fernando Ochoa Antich, que su vida estaba a salvo y no encontraría obstáculos en la prosecución de sus objetivos políticos. Lejos de esperar un castigo y arriesgar su vida, sabía que los cadáveres y la destrucción que dejara en su camino, en lugar de encerrarlo de por vida y castigarlo eventualmente con la pena máxima prescrita a tal efecto, lo elevarían al estrellato de la popularidad de un país carente de sentido del orden y de justicia. Y le dejarían el Poder absoluto en bandeja de plata. Era como atracar a un inválido. Uno de sus compañeros de promoción, el comandante Luis Pineda Castellanos describiría el slalom del golpismo cuartelero de los futuros responsables del golpe con punzantes observaciones respecto del dudoso comportamiento que cabía esperar de las máximas autoridades castrenses ante la eventualidad de un golpe de Estado: Hugo Chávez “finalizaría su carrera como militar comandando el Batallón de Paracaidistas ‘Antonio Nicolás Briceño’ en el Cuartel Páez, gracias a la ayuda de Ochoa Antich, porque como habían sido descubiertos y sancionados mandándolos a sitios remotos, le asignaron un cargo administrativo y Ochoa lo hizo comandante de un batallón élite, al igual que a Urdaneta y a Ortiz Contreras. O sea: pongo las vainas en orden: Ochoa puso de comandantes de batallones élites, armados, a tres conspiradores… ¿Estaba o no en la jugada? ¿Creía que Hugo daría un golpe para que Ochoa se encaramara?”[1]
Continúa...
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