Como jamás debió haber ocurrido
Ya la enseña nacional de Estados Unidos puede flamear oficialmente, la gente la lleva en la ropa como símbolo de nuevos tiemos y nadie se busca un problema por eso
lunes, agosto 17, 2015 | Jose Antonio Fornaris
LA HABANA, Cuba – En las primeras horas de la mañana del 9 de diciembre de 1981, un policía se personó en la puerta de mi vivienda, un apartamento de un edificio multifamiliar en la barriada del Vedado, y solicitó que lo acompañara hasta los bajos del inmueble.
En el perímetro exterior del edificio había decenas de personas y, colocada sobre la acera, una bandera estadounidense de aproximadamente unos 50 centímetros de largo por 40 de ancho que tenía escrito, quizá con crayola, las siguientes palabras que recuerdo como si fuera hoy: “La estrella que le falta a esta bandera te la daré en libertad”.
Le pregunté al policía qué debía hacer yo ahí, y éste respondió que me quedara en el área. A los pocos minutos llegaron más policías trayendo un perro pastor, y un minibús cargado de agentes de la Seguridad del Estado.
Condujeron al perro hasta donde estaba la bandera para que la olfateara, lo retiraron unos pasos y le quitaron la correa. Mientras, me situé en el borde de los cuatro escalones que deban acceso al vestíbulo el edificio.
Precisamente en los bajos del inmueble había buscado refugio, desde hacía varios días, una pequeña perra que alguien había botado a la calle. Otros vecinos y yo nos ocupábamos de darle comida.
En cuanto soltaron al perro de la policía, lo primero que hizo fue perseguir a la perrita. Ella, en su huida, pasó por encima de la bandera y luego fue a tratar de ocultarse entre mis piernas.
Retuvieron al perro unos minutos. Cuando lo volvieron a soltar fue hacia donde yo estaba, me haló por la pata derecha del pantalón, perdí el equilibrio y rodé los cuatro escalones, Pero aun así el pastor continuaba tirando de mi pantalón.
Di varias palmadas en la acera. “¡Quítame este animal que, no tengo nada que ver con esto!”, dije en alta voz al agente de la Policía Política que me quedaba más cerca. Él se inclinó y me dijo casi al oído: “No me hagas espectáculo; si no dices que pusiste la bandera te tiro el perro arriba para que te destroce”.
Luego me subieron a un auto patrullero, me dieron unas vueltas por la zona, y me llevaron para una oficina situada en la parte de atrás del Hotel Riviera. Me interrogaron y me tomaron muestras caligráficas.
Un oficial de la Seguridad del Estado, vestido de completo uniforme, me mostró unas hojas manuscritas; eran notas que tomaba para utilizarlas como parte del guión de una radio revista que yo había dirigido en Radio Progreso. “¿Ustedes registraron mi casa?”, le pregunté. “Tú sabes que nosotros no hacemos ese tipo de cosas. Estos papeles nos los dio tu familia”, contestó.
Cuando terminó el arresto, en horas de la noche, regresé a mi casa. Supe que la Policía Política había invadido mi hogar y realizado un minucioso registro sin orden judicial. Y además, habían puesto a mis hijos, una niña de cinco años y un varón de ocho, a buscar supuestas pruebas contra mí.
De eso hace ya treinta y tantos años. Hoy en Cuba continúan los Castro en el poder, sigue habiendo un solo partido político –el comunista– la economía está en manos de los generales, la Seguridad del Estado permanece cuidando los intereses de la élite gobernante, los medios de divulgación siguen en función de esa propia élite, se golpea y arresta a las Damas de Blanco en plena vía pública, se acosa y difama a integrantes de la sociedad civil y de la oposición pacífica. El apartheid político se mantiene en toda su crudeza. La opresión sigue estando ahí.
Sin embargo, este 14 de agosto la bandera estadounidense –esa cuya supuesta relación conmigo, aquella mañana de diciembre, me costó la desagradable visita de la policía– fue izada. Ocurrió así no sólo en la embajada de ese país, sino que también ondeó en la sede del Ministerio de Relaciones Exteriores de Cuba para saludar al Secretario de Estado de los Estados Unidos.
Resulta que ya la enseña nacional de Estados Unidos puede flamear oficialmente, con todas sus estrellas, en la isla, y ni pensar que eso se interprete como una provocación, como hace décadas. Ahora los gobiernos de la Mayor de las Antillas y el de la gran potencia del norte han comenzado un proceso amistoso. Llevar esa bandera, más que un delito, es símbolo de nuevos tiempos. Ya nadie se busca un problema por eso, como jamás debió haber ocurrido.
DIARIO CUBANET.
En el perímetro exterior del edificio había decenas de personas y, colocada sobre la acera, una bandera estadounidense de aproximadamente unos 50 centímetros de largo por 40 de ancho que tenía escrito, quizá con crayola, las siguientes palabras que recuerdo como si fuera hoy: “La estrella que le falta a esta bandera te la daré en libertad”.
Le pregunté al policía qué debía hacer yo ahí, y éste respondió que me quedara en el área. A los pocos minutos llegaron más policías trayendo un perro pastor, y un minibús cargado de agentes de la Seguridad del Estado.
Condujeron al perro hasta donde estaba la bandera para que la olfateara, lo retiraron unos pasos y le quitaron la correa. Mientras, me situé en el borde de los cuatro escalones que deban acceso al vestíbulo el edificio.
Precisamente en los bajos del inmueble había buscado refugio, desde hacía varios días, una pequeña perra que alguien había botado a la calle. Otros vecinos y yo nos ocupábamos de darle comida.
En cuanto soltaron al perro de la policía, lo primero que hizo fue perseguir a la perrita. Ella, en su huida, pasó por encima de la bandera y luego fue a tratar de ocultarse entre mis piernas.
Retuvieron al perro unos minutos. Cuando lo volvieron a soltar fue hacia donde yo estaba, me haló por la pata derecha del pantalón, perdí el equilibrio y rodé los cuatro escalones, Pero aun así el pastor continuaba tirando de mi pantalón.
Di varias palmadas en la acera. “¡Quítame este animal que, no tengo nada que ver con esto!”, dije en alta voz al agente de la Policía Política que me quedaba más cerca. Él se inclinó y me dijo casi al oído: “No me hagas espectáculo; si no dices que pusiste la bandera te tiro el perro arriba para que te destroce”.
Luego me subieron a un auto patrullero, me dieron unas vueltas por la zona, y me llevaron para una oficina situada en la parte de atrás del Hotel Riviera. Me interrogaron y me tomaron muestras caligráficas.
Un oficial de la Seguridad del Estado, vestido de completo uniforme, me mostró unas hojas manuscritas; eran notas que tomaba para utilizarlas como parte del guión de una radio revista que yo había dirigido en Radio Progreso. “¿Ustedes registraron mi casa?”, le pregunté. “Tú sabes que nosotros no hacemos ese tipo de cosas. Estos papeles nos los dio tu familia”, contestó.
Cuando terminó el arresto, en horas de la noche, regresé a mi casa. Supe que la Policía Política había invadido mi hogar y realizado un minucioso registro sin orden judicial. Y además, habían puesto a mis hijos, una niña de cinco años y un varón de ocho, a buscar supuestas pruebas contra mí.
De eso hace ya treinta y tantos años. Hoy en Cuba continúan los Castro en el poder, sigue habiendo un solo partido político –el comunista– la economía está en manos de los generales, la Seguridad del Estado permanece cuidando los intereses de la élite gobernante, los medios de divulgación siguen en función de esa propia élite, se golpea y arresta a las Damas de Blanco en plena vía pública, se acosa y difama a integrantes de la sociedad civil y de la oposición pacífica. El apartheid político se mantiene en toda su crudeza. La opresión sigue estando ahí.
Sin embargo, este 14 de agosto la bandera estadounidense –esa cuya supuesta relación conmigo, aquella mañana de diciembre, me costó la desagradable visita de la policía– fue izada. Ocurrió así no sólo en la embajada de ese país, sino que también ondeó en la sede del Ministerio de Relaciones Exteriores de Cuba para saludar al Secretario de Estado de los Estados Unidos.
Resulta que ya la enseña nacional de Estados Unidos puede flamear oficialmente, con todas sus estrellas, en la isla, y ni pensar que eso se interprete como una provocación, como hace décadas. Ahora los gobiernos de la Mayor de las Antillas y el de la gran potencia del norte han comenzado un proceso amistoso. Llevar esa bandera, más que un delito, es símbolo de nuevos tiempos. Ya nadie se busca un problema por eso, como jamás debió haber ocurrido.
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