¿Votaremos por el narcotráfico?
La experiencia de Colombia –que poco observamos, salvo los habitantes de la frontera venezolana– pudo ser nuestro mejor anticuerpo. Pero no fue así.
A las mayorías nos ganó, por acción o dejadez, el desenfreno, la ambición, la urgencia de sustituir la abundancia finita de nuestra droga mayor –el petróleo– por otra más letal, que permitiese seguir en la francachela hasta el infinito y más allá. Pero llegamos al término o acaso al comienzo de una era de zozobra mayor y más profunda, pero de recuperación si las mayorías deciden atemperar y paliar, hasta superarla, la disolución moral que hoy nos acompaña como nación.
El odre o camisón que le da forma a nuestra sociedad y nos justifica como experiencia de vida republicana se lo han consumido las polillas del narcotráfico. Hasta perdimos el nombre y los símbolos. Y lo primero cabe aceptarlo, si esperamos sanar como colectivo.
Los colombianos luchan durante medio siglo con las aguas encrespadas del crimen y la corrupción que les procuran los cárteles de la droga. Los asesinatos se hacen rutina. No se le escapan los altos jerarcas del gobierno ni candidatos a la presidencia. Contaminan hasta a un presidente en ejercicio, Ernesto Samper. Todo el pueblo, no solo su Corte Suprema, sufre sobre su cuerpo la desgarradora mano de los “patrones del mal”. Pero el Estado, unas veces con mayor decisión, y otras prisionero de conductas melifluas, enfrenta a los narco-barones hasta que los doblega. Hoy, es verdad, negocian ambos bandos como si nada, pero lo peor ha sido superado.
El tema de la colusión abierta del poder público con el tráfico ilícito de estupefacientes es lo inédito en Venezuela –remeda a la Panamá de Noriega– y es secreto a voces durante los últimos 17 años. Se inicia en 1999.
Quienes intentaron denunciarlo fueron purgados con la indiferencia, silenciados ante la opinión como la ex jueza Mildred Camero, o llevados a la cárcel como el ex candidato presidencial Oswaldo Álvarez Paz.
No sabemos, a ciencia cierta, cuántos de los asesinatos impunes que ocurren cada año y superan los 20.000, hacen relación con el negocio al detal de la droga –ajustes de cuentas– o eventualmente resultan de las órdenes de sus jefes como en los casos de los fiscales Anderson (2004) y Richani (2005), o de Erlich y Farfán (2006-2009), de los sindicalistas Gallardo y Hernández (2008), del periodista Zambrano y el veterinario Larrazábal (2009), del gobernador Lara (2010), de la jefe del PSUV en Sucre (2011), del ex gobernador Aguilarte (2012), de la embajadora Fonseca (2012), del general Moreno (2012), del jefe del PSUV en Anzoátegui (2012), del diputado Guararima (2013), o de Eliécer Otaiza (2014) o el diputado Serra (2014), para solo mencionar los emblemáticos.
La prensa nacional, cabe repetirlo, oculta o mira hacia los lados, en algunos casos por explicable miedo, lo que no quiere decir justificado. Si lo fuese no habría escrito sus páginas memorables en Colombia el diario El Espectador.
El reciente affaire de los Flores es, así, “peccata minuta”, salvo por hacer evidente lo que hasta ayer se calla y al demostrarse que la cuestión empantana fueros que no son solo los castrenses o policiales y copan de suyo a todo el andamiaje gubernamental. Ahora el escándalo muerde la Presidencia de la República, no obstante que el ex magistrado Eladio Aponte Aponte, tiempo atrás ya confiesa que desde el Palacio de Miraflores le llegan las órdenes de liberar de la cárcel a narcotraficantes, siendo cabeza de nuestra justicia penal.
Lo cierto es que vamos hacia unas elecciones sin garantías democráticas como lo han expresado con fundamento el secretario general de la OEA, Luis Almagro, y el grupo de ex presidentes que forman parte de la Iniciativa Democrática de España y las Américas. ¡Y es que no puede haber elecciones limpias y libres allí donde el crimen se enseñorea y dispone a su arbitrio de los hilos del Estado! Pero todos esperan y esperamos todos, incluso así, que la fibra de la decencia y el espíritu de libertad que laten en el subconsciente de nuestra nación despierten. Se manifiesten con indignación masiva el 6 de diciembre, para ponerle coto al decaimiento moral de la república e iniciar el difícil camino de la reconstrucción.
Se requerirá de mucho diálogo y de entendimientos entre los venezolanos y entre quienes no cabe contar a los responsables directos de nuestra destrucción moral, como bien lo ha dicho Jesús “Chúo” Torrealba.
Ayer, no más, en Guatemala ocurre lo extraordinario. Mientras el jefe del Estado y su vicepresidenta son llevados desde sus palacios hasta la cárcel, por ser criminales coludidos, el pueblo rescata su soberanía. La hace valer y ejerce el voto como protesta, para cambiar de rumbo y lavarse el rostro.
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