Recuerdo
Fue en el año 2010 a propósito de la nacionalización de varias edificaciones en los alrededores de la plaza Bolívar de Caracas. Se hizo acompasado por el que ya era un grito de guerra, o de barbarie, del Jefe: ¡Exprópiese! Nada demasiado novedoso, ya la situación se había producido numerosas veces, con los nefastos resultados conocidos por el país: asesinar unidades productivas o comerciales. Lo cual, digámoslo de paso, tiene mucho que ver con las colas de la escasez y los precios inalcanzables que hoy padecemos, con 75% de pobreza. Pero esa vez, al menos yo lo recuerdo con particular intensidad, recalcó un rasgo muy significativo, que es lo que quiero analizar.
Simulaba que ni siquiera sabía qué diablos eran las edificaciones que iba a transfigurar. Se lo preguntó al monaguillo de turno, Jorge Rodríguez, quien le suministró una mínima información. Y como quien obedecía a un repentino capricho, entre lúdico y cínico, lanzaba el dictamen inapelable. En otros términos su sola voluntad, sin necesidad de argumentos, de ejercicio alguno de razón, era suficiente para ordenar el mundo de todos nosotros. Sin que nadie debiera reclamar las explicaciones, preexistentes sin duda, de esa pantomima pueril y sádica. Era el porque me da la gana del macho del barrio. O la creación de las cosas y la razón de las cosas, de la nada, del muy omnipotente y enigmático Dios de Descartes. O el imposible acto gratuito de los surrealistas. La decisión que solo vale por el “querer” del sujeto que la emite, que no se desea comprensible a ningún mortal. El poder en su forma absoluta.
Tal engendro, escenificado de manera caricatural y primitiva, es el Caudillo. Octavio Paz lo ha pintado con sagacidad. A diferencia de otros déspotas el caudillo no se considera el producto de un sistema de coordenadas sociales, perversas. Él es la fuente y el ejecutor de la ley. Todo el aparato legal existente es basura cuando lo contradice o lo impide. La sociedad debe mirarlo, pueril y sumisa, como el niño al padre de quien supone se generan todas las normas, justamente la “ley del padre”.
Tal es la primera y más indignante condición a que ha querido someternos el espíritu de Chávez y de sus epígonos. Por supuesto, cuando era posible doblegar toda resistencia, lo cual no siempre lo fue y nos enorgullece. Con lo que nos quiso abofetear esa mañana el Jefe, esa y otras muchas veces. Y no solo como un comediante barato sino cuando atropellando toda ley y toda lógica nos impuso lo que le vino en gana. Tal fue el desacato a Ledezma elegido por el pueblo. O la delictiva implantación de las reformas constitucionales que le habíamos vetado. O lo que quieren hacer ahora los segundones, el heredero o los tenientillos, cuando quieren inventar otra Asamblea o quitarle los medios de comunicación a la existente. Cuando todo argumento cesa, cuando mugen.
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