La venalidad de la justicia ahoga la democracia
La afirmación del título no es panfletaria, pues tiene sólidas raíces en la historia del constitucionalismo moderno. Y en Venezuela es la mala raíz de su larga y agoniosa transición política, que se inicia en 1989 y fenece, parcialmente, el pasado 6 de diciembre. Explica con su deshacer inconstitucional el fenómeno revolucionario que nos destruye como nación y como república.
De modo que, cuando la Sala Constitucional del Tribunal Supremo, en primer término, se adelanta a declarar la constitucionalidad del Decreto de Estado de Emergencia dictado por Nicolás Maduro, sin que lo haya considerado la Asamblea Nacional y, en segundo término, al decidir sostenerlo en su vigencia – desatendiendo lo que indican en contrario las normas constitucionales y la misma Ley Orgánica de Estados de Excepción – a pesar de su desaprobación por el órgano competente de la soberanía popular, no hace la Justicia servil sino ponerle una lápida mortuoria al régimen democrático.
Y no se trata de que algunos de los jueces supremos, recién y antes de concluir sus sesiones la última Asamblea Nacional desapoderada mayoritariamente por el pueblo, hayan sido designados venalmente; al trastocarse por razones ideológicas los procedimientos constitucionales dispuestos al efecto. Esto y lo anterior son meras manifestaciones de la metástasis que padece la república.
No huelga subrayar, a todo evento, los efectos devastadores que sobre la esperanza de superación de la emergencia humanitaria que vive el pueblo venezolano provocan, de suyo, ambas decisiones, criminales e irresponsables. La confianza en el Estado de Derecho y en la independencia de los jueces son las únicas palancas que hacen posible que las inversiones y los esfuerzos de cooperación económica fluyan en cualquier Estado, incluidos los más empobrecidos. Y ellas urgen a fin de revertir el curso de la tragedia que nos hace presa y que desde ya incrementa su primera manifestación luego de la escasez y la carestía: el racionamiento de guerra y la violencia criminal que le acompaña.
De modo que, más que Nicolás Maduro, los responsables de lo que ahora ocurre en el país- su desabastecimiento exponencial y el desborde de los robos y asesinatos por hambre - son los jueces constitucionales. También sus pares en la otras Salas, por cómplices necesarios.
Y no es que liberemos al Jefe de Estado de sus culpas – activas u omisivas – en la cuestión. Sino que, tal y como lo entendemos, en toda democracia, con vistas a los principios de separación y de auxilio entre los poderes públicos para la consecución del Bien Común, los yerros de un gobernante pueden enmendarse mediante el control parlamentario y el respaldo de los jueces; y las decisiones legislativas que afecten al orden constitucional, pueden ser corregirlas por los mismos jueces, si lo hacen con apego estricto a la Constitución y respetando su orden de competencias. Pero cuando éstos – los jueces - toman el camino de la venalidad ideológica o burocrática y del activismo político a fin de impedir el curso normal de la constitucionalidad y la legislatura, sobre los mismos pesa la responsabilidad y en grado superlativo.
No huelga recordarles, por ende, que el deslave cenagoso, aguas abajo, de este río de putrefacción que anega la vida de nuestro pueblo sufriente, tiene su origen en las desviaciones de la Administración de Justicia.
El primer motivo que impulsa la reforma constitucional frustrada de 1989, es el tema de la corrupción judicial y de allí la propuesta, vituperada entonces, de la Alta Comisión de Justicia. A renglón seguido, la Corte Suprema de Justicia de entonces – no podemos adornar nuestra opinión al respecto –derroca al presidente Carlos Andrés Pérez pues prefiere mirar más al estado de la opinión pública que al texto de los códigos. Y para saciar a esa opinión, sin atender a lo dispuesto por la Constitución, los jueces supremos le abren senda ancha al pecado original, a la Asamblea Nacional Constituyente, violando la Constitución de 1961. Tanto como, para satisfacer a las galerías, sin respeto por los principios del debido proceso, una Comisión Judicial de la citada Constituyente destituye a todos los jueces y los hace provisorios, pero para someterlos como lo logran Hugo Chávez Frías y sus causahabientes, hasta que los últimos, sin pudor republicano, temblorosos y huérfanos de voluntad, declaran que la Constitución y las leyes se interpretan según las necesidades revolucionarias.
El restablecimiento de la democracia y el Estado de Derecho, para que el bienestar colectivo abra sus pulmones, pasa primero por las puertas del Palacio de Justicia. Luego habrá que ponerle un cordón sanitario a la Casa de Misia Jacinta, y fumigarla contra el zika.
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