¡Qué digno lugar!
Se llega a estudiante de Medicina por un camino que –a pesar de los avances educativos, científicos y de cualquier otro orden, que se hayan operado– parece ser invariable en su esencia: influencia social, del cine o la literatura, aspiración familiar de tener un médico en casa, vaticinio de un pariente observador, inclinación natural a los temas y hechos biológicos, o las razones filantrópicas que suelen ser invocadas. Y la carrera representa para quien la estudia, y por tradición, una sucesión de expectativas e ilusiones, referidas a cada nueva etapa de ese camino de experiencias formativas.
Primero es la larga bata blanca y la llegada a la sala de disección, con bisturí, tijeras y otros instrumentos, al encuentro de un cuerpo humano allí yacente para ser conocido palmo a palmo de su superficie y explorado en cada detalle de su conformación interior. A continuación el paso por clases y prácticas de otras asignaturas básicas con laboratorios
Luego el acceso al hospital: el primer paciente y la primera historia clínica. El momento de auscultar el tórax de una persona, e iniciar con fascinación el proceso que el insigne doctor Gil Yépez comparaba a propósito de esa auscultación cardíaca, con la entrada inicial a un bosque en el que al comienzo sorprenden y confunden por indescifrables tantos ruidos juntos, hasta el día en que a fuerza de oír y prestar atención, se es capaz de diferenciar al menos una parte de la gama sonora que cabe entre el leve batir de las alas de un pájaro en vuelo y el crujido de una rama quebrada al paso, y de reconocer los sonidos corporales.
En la primera visita al quirófano se es cual testigo de un serio ritual que comienza con un cuidadoso lavado y cepillado de las manos, y el deslumbramiento ante la primera intervención quirúrgica. Cada acción con calidad de vivencia especial y significativa a ser recordada toda la vida, e inicio de la profunda admiración que se puede alcanzar a sentir por un profesor, y del afecto que se traduce en el posesivo orgulloso con que un egresado dice años más tarde en algún casual reencuentro, “mi maestro” y “mi hospital”.
Hemos sido unos verdaderos privilegiados quienes como antiguos estudiantes, o egresados en distintas décadas, tuvimos al Hospital Vargas de Caracas como el escenario magnífico de todos esos instantes supremos de nuestra vida y nuestra formación profesional. Ha sido un lugar justificadamente venerado, de bella arquitectura con sus columnas y arcadas ojivales, y con sus patios interiores y pasillos buenos para la calidez amistosa y el fructífero intercambio de opiniones sobre los casos complejos y el funcionamiento mismo de la institución.
Ha sido un centro asistencial con una real proximidad solidaria entre los médicos, los estudiantes, el personal paramédico y los pacientes, dentro del concepto de la necesidad de una medicina de acento humano. Y ha sido en sí misma una extraordinaria escuela de probada unicidad, con profesores empeñados en un consciente y generoso trasiego de sus conocimientos y experiencias a colegas y discípulos, y un recinto de notable significación en la historia de la medicina venezolana, en el que maestros fieles a su convicción de la validez pedagógica del ejemplo personal, permanecen dictándonos su sabias lecciones desde el seno de nuestros más cálidos recuerdos.
Tan ciertos en su sentido trascendente en lo académico, social y humano, que quienes tuvimos la fortuna de vivir períodos como los que aquí me he permitido volver a comentar, hacemos abstracción de cuántos años han pasado de la primera vez que así opinamos, porque tan entrañable afecto y agradecimiento es un sentimiento desde entonces presente en cada uno de nosotros.
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