El deslave moral
En el comienzo fue la moral, embrión de todas las normas del convivir que vendrían. Antes de asombrarse del ordenado cosmos, de darse religiones, metafísicas y reglas del conocimiento, el Homo sapiens ya aplicaba a su propia praxis el criterio bonus/malus que había afinado en la recolecta y la cacería, el alimento y la cura. Y ¿cuál es la praxis humana por antonomasia? La actividad de relación, el “estar con el otro”, el hacer del coexistente un prójimo, con la paz perpetua de utopía final. La distinciónpermitido/tabú y el aidós, o “vergüenza moral” que vivía el sapiens(Demócrito), anteceden cualquier otra normativa, y cuando la moral se hizo adulta, subrayó su ontológica esencia social: virtud suprema es convivir con justicia (Platón), filantropía es más que amor (Aristóteles), amar al prójimo como a sí mismos (Confucio, Evangelios), que la norma de tu acción sea la que compartiría la totalidad de los hombres (Kant). De aquel germinal y ágrafo manojo de permisos y vetos del con-vivir derivarían luego, formando grupo aparte, específicos códigos políticos, civiles, penales, comerciales, militares, diplomáticos y otros. ¿Y la matriz moral ancestral? Inextirpable, ella sobrevive y vigila desde el cerebro límbico de los hombres, y aún hoy el legislador enfrentado a dificultades vuelve a la raíz, a la norma moral predominante, en busca de luces.
El aventurero político que viola lo que las constituciones llaman “moral social”, profanando el santuario del volkgeist nacional, busca esterilizar desde su matriz límbica la entera normativa moral, religiosa y jurídica que la sociedad se dio, para desactivar el referente ancestral y sobre esa tabula rasa implantar sus creencias, dogmas y prepotencias.
Chávez, un teniente coronel de delirantes ambiciones y caóticas ideologías, criminoso despilfarrador de 1.000 millardos de dólares y caricatura de Robin Hood (fingía creer que solo se roba por hambre) tuvo la preconsciente y siniestra intuición de que debía entrarle con lanzallamas a las coordenadas morales del venezolano si quería triunfar. Lo hizo con agobiante prédica y demoledora acción, reabrió el vaso de Pandora entrecerrado por la educación y la democracia, asesinó a Montesquieu, estimuló odios clasistas, prostituyó la magistratura y desactivó los frenos morales instilados en el alma de la gente. Elevados a centuriones del régimen, los malandrines de cuello sucio, limpio o verde patriota recibieron patente de corso, armas e impunidad. “No reprimirlos” fue su consigna.
De aquella esterilización sufre el país espantables y trágicas secuelas: los reos y sus “pranes”, enseñoreados, controlan en armas parcelas de un país altamente inseguro en el que 1 por 1.000 anual de la población muere asesinado; desprotegida, la gente ha linchado en meses (¡desastroso remedio!) decenas de presuntos malhechores; Ejecutivo y Judicial, cómplices, paralizan totalitariamente el Legislativo; las mafias sindicales, mineras y pandilleras se entrematan por el control de zonas, y los linderos entre reos y policías se difuminan; la pobreza generalizada suscita el aberrante fenómeno del “bachaqueo” (pobres esquilmando pobres); hay muertos diarios por catastrófica carencia de medicinas; la magia negra se apropia de cementerios y saquea miles de tumbas para sus macabros ritos; anomia y anarquía reinan por doquier.
El régimen –el que se diera un Viceministerio de la Suprema Felicidad Social– no se inmuta, declara que todo es falso, mera sensación, obra de malvados imperios. Ha llegado a la fase superior del precepto goebbeliano, el de la mentira que repetida mil veces se vuelve verdad: la fase en que el propio autor de la mentira termina creyendo en ella. Una autosugestión delictuosa que le induce a cometer crímenes de lesa humanidad, como el rechazo de una puntual ayuda internacional en medicamentos que salvaría muchas vidas.
Decenios de esfuerzo esperan a quienes encarnan las reservas morales del país, para reconstruir y mejor blindar un sistema normativo personal y social devastado por una pandilla de inmorales.
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