Venezuela, al este de Colombia y al sur de Cuba
14 DE NOVIEMBRE 2016 - 12:05 AM CET
Un minuto después de haber sido confirmada la victoria de Donald Trump se ha desatado un vendaval. Varias especies concurren al debate: los que anuncian un inminente desastre y han comenzado a protestar; los que proclaman un mayor crecimiento de la economía norteamericana; los escépticos que dicen que “no pasará nada”, quizás sugiriendo que se mantendrá el actual estado de cosas; los que dicen que el cambio ya ocurrió, y que el solo triunfo de Trump ya constituye un cambio muy importante en la conformación del poder de Estados Unidos.
Algunas atinadas opiniones han recordado que Estados Unidos es un país de instituciones. En sus operaciones más concretas y cotidianas, la administración pública norteamericana, que se desempeña con altos estándares, garantiza la continuidad de las políticas públicas. Por supuesto: se producen variaciones. Demócratas y republicanos responden a tradiciones de pensamiento distinto. Pero el cambio de uno a otro no equivale a nada parecido a lo ocurrido en Venezuela con el primer triunfo electoral del teniente coronel Hugo Chávez. No está planteado patear la institucionalidad vigente con una asamblea constituyente, ni secuestrar los poderes públicos de modo que todos se conviertan en brazos ejecutores de los intereses de una oligarquía política, ni destruir el aparato productivo nacional para generar epidemias de hambre y enfermedad, ni dar comienzo a un programa de sistemático saqueo del erario público a gran escala, ni tampoco realizar un programa de politización y corrupción de las fuerzas armadas con el propósito confeso de hacerse de su lealtad y complicidad.
El paso de Obama a Trump tiene para los venezolanos un enorme interés, en particular lo referido a un posible cambio en la política exterior. La administración Obama definió una estrategia hacia América Latina, en la cual destacan dos objetivos prioritarios: lograr la apertura de Cuba y la paz en Colombia. Ambos, se quiera o no, se reconozca o no, están profundamente vinculados a Venezuela. En el caso de Cuba, como sabemos, nuestro país tiene más de quince años subsidiando la economía de los hermanos Castro, en un opaco intercambio, lleno de cifras engañosas, contraprestaciones fallidas y corrupción rampante. Nadie sabe en realidad cuántos barriles de petróleo le han sido entregados a Cuba a cambio de nada. En el caso de Colombia, no se trata de petróleo sino de territorio: la alianza geopolítica y criminal de Chávez con las FARC y el ELN convirtió varios municipios de Apure, Barinas, Táchira y Zulia en aliviaderos de la narco-guerrilla y de las unidades guerrilleras especializadas en secuestros. Varios enormes pedazos de la región occidental venezolana son territorios de impunidad para la delincuencia organizada narco-comunista.
No es un juego de palabras: el diálogo-gana-tiempo de Rodríguez Zapatero, Leonel Fernández y Martín Torrijos, fomentado por Obama, Thomas Shannon, John Kerry, un club de monseñores argentinos así como por silenciosos actores de la Comunidad Europea tiene como su principal objetivo ganar tiempo para Cuba y Colombia. Venezuela no es más que una ficha necesaria al este de Colombia y al sur de Cuba. Un comodín.
Resulta casi milagroso que el secretario general de la OEA, Luis Almagro; figuras clave del Partido Republicano, como el senador Marcos Rubio y la senadora Ileana Ros-Lehtinen; el presidente de Perú, Pedro Pablo Kuczynski; activos expresidentes de varios países de Europa y América Latina hayan mantenido una firme posición de solidaridad con el pueblo sufriente y defiendan que Venezuela no puede seguir esperando, que cada día de espera es de hambre y enfermedad. Es decir, de muerte.
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