El complejo de Robin
Hace algunos años, en los alrededores de la Ciudad Universitaria de Caracas, y especialmente en la puerta de acceso hacia la plaza de Las Tres Gracias –hoy, mejor conocida como “estación ciudad universitaria”–, un grupo de auténticos antisociales –algunos de ellos, estudiantes universitarios de triste promedio y, otros, “reposeros” del Metrobús– tenían por hábito organizar, los días jueves de cada semana, una auténtica francachela “revolucionaria”, de violencia y terror, contra la “injusticia política y social”: el aumento del costo de la vida; la falta de empleo productivo; el acceso a la educación y a la salud de los más pobres; la caída de los precios del petróleo; el aumento del pasaje estudiantil; la presencia de empresas multinacionales en el país; la llegada de algún representante del “Imperio” norteamericano al territorio nacional; las “colitas” a las reinas de belleza en los aviones de Pdvsa; el jugoso –y siempre turbio– “negocio” de la corrupción administrativa; las giras internacionales del presidente de la República; en fin, semana a semana, siempre se presentaba una “causa justa” para salir a incendiar algún transporte y, con ello, trancar el tránsito de casi toda la ciudad, generando un auténtico caos colectivo. Todos ellos, sin rostro visible, hicieron de la capucha su “símbolo de lucha”.
En español, “Robin Hood” –seudónimo del mítico y legendario bandido– quiere decir “petirrojo encapuchado”. Toda una auténtica simbología, que debería resultarle un tanto familiar a los venezolanos. De hecho, el petirrojo –un pajarito regordete y chillón– posee un plumaje verde oliva con el pecho rojo, cuya composición, se podría afirmar, conforma toda una “fusión cívico-militar”, en este caso, anatómica. Y si al pajarito regordete en cuestión se le coloca una capucha sobre el rostro, entonces se pudiera llegar a afirmar o bien que se trata de Errol Flynn, Kevin Costner, Russell Crowe o, llevando las cosas hasta los extremos de la fantasía psiquiátrica, de Jorgito, Nicolás o Elías, entre otros. Da igual. Que a nadie se le olvide aquella mamut de La era del hielo que, como consecuencia suprema de los efectos de la ideología, se autoconcebía como una zarigüeya.
No hay peor cuña que la del mismo palo, apunta un sabio refrán popular. El complejo de creerse Robin Hood, el Zorro o, incluso, Batman o el Hombre Araña –para no extender inútilmente el prolijo álbum de familia de los superhéroes de Marvel o de DC–, tuvo también sus repercusiones en el imaginario izquierdista latinoamericano. Durante muchos años llamaron “Veneno-Visión” al canal televisivo de sus buenos amigos del presente. Pero fue a través de la pantalla chica del mencionado canal que disfrutaron cada “sanbombazo” de Robin, el “joven maravilla” que todos querían imitar. Sume el lector los “heroicos” asaltos a mano armada de Butch & Cassidy, balaceados en la Bolivia que, años más tarde, haría lo propio con el no menos legendario “Che” Guevara, o las hazañas no menos heroicas de Emiliano Zapata, en aquella escena de la emboscada –tipo Guardia Nacional– a partir de la cual inicia su existencia mística. En la mente de los intoxicados jóvenes lectores de En Cuba, de Ernesto Cardenal y de El libro rojo de Mao o de los no menos tóxicos breviarios de la Marta Harnecker, se fue fraguando la representación del “hombre nuevo”, compuesto por los fragmentos de la chatarra televisiva, las lecturas indigestas de manuales y los “ejemplos” de un grupo de asaltantes de camino que decidieron –alentados para ello por los Castro’s Brothers– no acogerse a la “política de pacificación”, sino promover el terror, plagiar empresarios norteamericanos, robar bancos y secuestrar aviones, en nombre de la rebelión de “pueblo revolucionario”. La figura del petirrojo fue objetivándose, hasta que sus herederos –cuñas de aquel palo– decidieron finalmente complementarla, colocándose la capucha. Robin se hizo Hood y terminaría secuestrando al país entero, al producirse la “fusión”, esta vez, no tan anatómica, que, una vez más, fue alentada por los Castro.
De hipocresía acusa Hegel, en la Filosofía del Derecho, a estos personajes que, en nombre del bien, realizan, en la práctica, las más horrendas formas del mal. Erigidos en legisladores o constituyentes a dedo por encima de las leyes, terminan por remitir al arbitrio –“como va viniendo vamos viendo”– la diferencia entre lo bueno y lo malo. Para ellos, al final, el mal es el bien y el bien es el mal, como dice Orwell. Pero, tarde o temprano, “la pura mentira, ese ocultamiento del bien –afirma Hegel–, se vuelve demasiado transparente como para que no sea descubierto”. No se puede confundir la justicia con la venganza, ni la ley con el resentimiento. No se dirige un país a base de arbitrariedades. Llega el momento en el que el robo, la cobardía o el asesinato, no pueden seguir siendo interpretados por los menos advertidos como “buenos propósitos” o “buenas acciones”. Robar para “hacer el bien” a los pobres, asesinar por odio y venganza para satisfacer el sentimiento del propio derecho, el sentimiento de maldad o de injusticia con otros, en nombre “del pueblo”, revela la más elemental ausencia de educación del entendimiento, la suspensión del juicio y la inclinación por una vida enajenada. Todo un complejo.
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