El inútil poder de la crueldad
La crueldad suele hacer con quienes la practican lo que los organismos unicelulares: termina devorándose a sí misma. Estamos penetrando en esa fase final de las tiranías, cuando la crueldad enloquecida se devora a sí misma. Los caníbales comienzan a canibalizarse.
Ni Lenin, ni Stalin ni Mao lograron el milagro que lograra Fidel Castro. Ser el déspota más cruel, implacable y sanguinario que haya existido en Occidente, luego de Adolf Hitler, su modelo y paradigma. El más fanático, perverso, cínico e inescrupuloso de los tiranos latinoamericanos, sin que ninguno de esos aterradores atributos le marcara como su seña de identidad de por vida. Ha pasado por sobre su crueldad como si hubiera sido el ser más bondadoso de la tierra. Continúa siendo respetado, consentido y admirado por todas las izquierdas, por parte importante de las derechas y hasta por incuestionables rectores de opinión pública –el papa Francisco y Arturo Sosa Abascal, el prepósito de la orden de los jesuitas, llamado “el papa negro”, se cuenta entre algunos de sus admiradores– a pesar del amplio y público conocimiento de sus iniquidades. Hundió a su pueblo en la miseria, asesinó o condenó a la muerte a todo aquel que se le cruzara en su camino –los casos de Huber Matos, salvado del patíbulo solo por su asombroso coraje, que contrastaba con la proverbial cobardía personal del verdugo de Birán, y el del comandante Camilo Cienfuegos, asesinado en cuanto asomó simpatías por el mismo Huber Matos, son emblemáticos– y se negó, con una tozudez propia de los más crueles entre los crueles, a comprender que su revolución y el socialismo, como filosofía política, estaban condenados inexorablemente al fracaso. Lo mejor de su pueblo huyó, incluso arriesgando ser devorado por los tiburones. La porfía de los inconscientes de las izquierdas no tiene parangón: siguen venerándolo.
La crueldad definió a Castro desde que, siendo un niño, dio suficientes pruebas de estar poseído por ella. En gran medida por causa del cósmico rencor que le causara su bastardía: fue el hijo de la criatura de la cocinera, violada por su patrón, el gallego Ángel Castro. Cuenta Norberto Fuentes en su Autobiografía de Fidel Castro una anécdota reveladora de su carácter cruel e implacable: siguió golpeando con desusada vesania al muchachito con el que se trenzara a golpes ofendido porque le recordara su bastardía en el colegio jesuita en el que ambos cursaban sus estudios, a pesar de que este, aterrado, gritara que se rendía –contraseña acordada por sus maestros para parar de inmediato las peleas y resolver de inmediato las diferencias que provocaran las trifulcas–. Asombrado por la golpiza que Fidel Ruz –apellido de su madre, pues todavía no era bautizado ni reconocido legalmente por su padre, lo que se prestaba a que sus compañeros lo llamaran “el judío”, como en la ocasión de esta golpiza– no cesaba de propinarle a su contrincante, el sacerdote que intervino le preguntó airado el por qué de tanta saña. “Es que nunca se rindió” –mintió descaradamente el joven Fidel–. Cuenta Norberto Fuentes que muchos años después, en Miami, escuchó la historia de labios del amigo de ambos muchachos que presenció la trifulca: “Cuando volvíamos a casa le pregunté el porqué de haberlo seguido golpeando, si efectivamente se había rendido. Me respondió: ‘Precisamente por eso, porque ahí es cuando hay que darles, cuando se rinden…”. Digno de su futuro paradigma, Adolf Hitler. Y una histórica enseñanza para quienes se enfrenten a sus huestes: con el castrismo no caben diálogos ni asomos de rendición. La lucha es a muerte.
Pues hablamos de una crueldad sin atenuantes ni retrocesos. Una crueldad que se alimenta a sí misma, se reproduce y avanza tras el logro que, en el caso de los tiranos o sus secuaces y sátrapas, como es el de Nicolás Maduro respecto de Fidel, primero, y de Raúl Castro, después, no persigue otro fin que entronizarse como sistema y cuya dialéctica no es otra que la del poder por el poder. Y la violencia extrema como última ratio. Cuya última y primera fundamentación, a falta de todo proyecto de sociedad emancipada y liberadora, no es otro que reinar por el terror, imperar por la crueldad, decidir de la vida o la muerte de los ciudadanos convertidos en esclavos indiferenciados de ese esclavismo de nuevo cuño llamado “socialismo”. ¿Sería el tema discutido en el extraño simposio catalán entre chavistas y antichavistas de bajo perfil recientemente celebrado en Barcelona?
“De la misma manera que se extiende el hedor por las calles y las casas de una ciudad cuando se rompe una tubería, se propagó la noticia de que en la capital había empezado a funcionar de nuevo el terror. En un primer momento, su maquinaria funcionaba con discreción. Los que la manejaban sabían que la persecución, incluida la policial, o la tortura no eran capaces de aniquilar los movimientos de oposición…. No se trataba de una contrarrevolución organizada, sino más bien de un ambiente, de una atmósfera, de un comportamiento instintivo… La gente comprendió, asqueada, que de nuevo se empezaba a perseguir, en nombre de la Única Idea Salvadora, a todo aquel que no creyera en ella; entretanto, los perseguidos y las personas que se encontraban en zonas de peligro potencial –intelectuales, campesinos, obreros concienciados– se aglutinaron en un frente de resistencia pasiva que no buscaba el martirio, pero que tampoco se refugiaba en una ratonera cobarde… La maquinaria del terror sabía que todo terror llega a una cúspide, a un Termidor, en el que cae no solo la cabeza de Robespierre, sino también la de los verdugos y sus ayudantes. Pero la crueldad es un opio que no puede abandonar quien lo ha probado. Y resulta necesario aumentar la dosis para obtener la misma satisfacción, igual que ocurre con las dosis de morfina y heroína. El Hombre de Uniforme había aparecido en las calles y los despachos de las ciudades húngaras”.
Es el relato de la crueldad en sus dos formas: la crueldad nazi impuesta en Hungría por las hordas hitlerianas e inmediatamente después, antes de que luego de la liberación los húngaros alcanzaran a disfrutar de la libertad, la crueldad soviética, la crueldad comunista. La misma que estamos viviendo en carne propia, por primera vez en el último siglo de relativa civilización y ciudadanía, los venezolanos sometidos por la satrapía de Nicolás Maduro y las tropas cubano-venezolanas de la Guardia Nacional supuestamente comandadas por Vladimir Padrino. Los Hombres de Uniforme. Lo narra Sándor Márai en su novela histórica ¡Tierra, Tierra!
Pero esa crueldad, cuando es enfrentada por un pueblo decidido a dar su vida por la libertad, procede como los alacranes: cuando se ve cercada por el fuego de la rebelión se inocula su propio veneno. Pues si los opresores se envician con el terror como un drogadicto con la heroína, los pueblos se apasionan por la libertad hasta conquistarla y embriagarse con ella. Es la etapa que comenzamos a transitar: una lucha a muerte y sin retorno por desalojar a la tiranía e imponer el reino de la libertad. Los esbirros de Vladimir Padrino ya están sintiendo sus efectos. En el seno de sus propias familias se alzan el pundonor y la decencia y los hijos comienzan a repudiar, asqueados, el cruel comportamiento de sus padres. La crueldad suele hacer como los organismos unicelulares: se autofagotiza. Estamos penetrando en esa fase final de las tiranías, cuando la crueldad se devora a sí misma. Los caníbales comienzan a canibalizarse.
No hay comentarios:
Publicar un comentario