Cuando la masturbación fue un peligro nacional; por Elías Pino Iturrieta
Por Elías Pino Iturrieta | 24 de julio, 2017.PRODAVINCI
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Seguramente habrán oído hablar de Telmo Romero, estimados lectores. Fue un yerbatero famoso en su época, tachirense de origen, a quien colocó el presidente Joaquín Crespo en posiciones influyentes en política, y a quien encargó altas responsabilidades en el campo de las ciencias médicas. En el mejor día de su destino, después de una primera entrevista con El Taita de la Guerra, se convirtió en figura ineludible de los círculos sociales. Cuando quiso estirar su influencia hasta ámbitos realmente inadmisibles cayó en desgracia, pero ya había marcado con sus pasos los rasgos de una época distinguida por la opacidad. Partiendo de las investigaciones de Ramón J. Velásquez, ahora nos acercaremos a su idea sobre un terrible mal que amenazaba a los hombres de entonces.
Pero debemos recordar antes que el jefe del estado y su esposa, Jacinta Parejo, quedaron prendados de la sabiduría del campesino recién llegado. Después de familiarizarse con sus pócimas, pensaron que no debían aprovecharse ellos solo del universo de semejantes maravillas: debían servir para el bien de los venezolanos. De allí que el jefe lo pusiera en la dirección de dos institutos de importancia: el Hospital de Lázaros y el Hospital de Enajenados Mentales. Estaba seguro de que, gracias a las yerbas de Telmo, o a los procedimientos que su ingenio inventara, se limpiaría la piel de los leprosos y los locos recobrarían la cordura. Doña Jacinta apoyó la iniciativa, porque confiaba ciegamente en el tino que tenía en el trato con el prójimo. Romero era tan sensato en sus vínculos con el entorno presidencial, que no dudaba en consultarle sobre la pericia de los ministros, sobre los nombres para cargos vacantes y sobre planes de fomento material.
Los médicos certificaban sus curaciones por miedo ante la intemperancia de Crespo, aún cuando la inesperada eminencia acudiera a procedimientos tan crueles como el del trepanar el cráneo de los locos para mejorar sus trastornos con chorros de agua fría, que les echaba a través de unas mangueritas especialmente preparadas para el tratamiento. Uno de los libros más vendidos de 1884 fue El bien General, un volumen con las recetas de Romero que pasaba de mano en mano mientras los enfermos y los candidatos a enfermarse clamaban por nuevas ediciones. El establecimiento más visitado en la Caracas de 1886 fue la Botica Indiana, negocio de su propiedad que vendía fórmulas exclusivas, licores, sillas de montar y muebles importados de los Estados Unidos. Tal vez no imaginaran los clientes que, al visitar el insólito bazar, se exhibían como figuras de una época deplorable, como pedazos de un aparador digno de las trastiendas.
En la segunda edición de El Bien General, que circuló en 1885 y se vendió como pan caliente, Telmo Romero advirtió a la multitud de sus lectores sobre el nuevo riesgo que amenazaba a la colectividad, sobre un terrible padecimiento que podía acabar con las nuevas generaciones. ¿Cuál era la calamidad?
… el funesto vicio que se adquiere de niño, lanzado a él por quien haya tenido la desgracia de descender hasta ese pervertimiento vergonzoso, destructor y anticristiano del onanismo material (…) El niño (…) al entrar a la edad de la pubertad, añade al onanismo material el que llamaré mental, por el cual se ve en la necesidad de forzar la imaginación a representar la voluptuosidad del deleite hasta obtener el falso placer, que es su invisible suicidio.
Se debía tener cuidado cuando el mal comenzaba, advirtió. De allí que se detuviera en la siguiente escena para provocar la alarma de los padres de familia:
El niño, obedeciendo a una causa que él no se explica, se separa insensiblemente de sus compañeros, huye de ellos si por acaso se llega a tratar del vicio a que él está entregado en secreto, les recrimina duramente al oírles hablar de Venus, evita por cuantos medios le es posible las reuniones de familia y delira por estar solo en su habitación o en otro lugar retirado para saciar sin pérdida de tiempo el aciago vicio que lo domina. En breve se afectan sus nervios, tiemblan sus manos, se torna asustadizo, pierde el brillo de sus ojos y no resiste una mirada por temor a ser descubierto.
Entre los males producidos por la masturbación destacan, según El Bien General: la insania, la idiotez, los desmayos repetidos, la debilidad de las piernas, las calenturas, vómitos de sangre y dolores del pulmón derecho. Pero, ¿de dónde saca unas conclusiones de tal especie? El autor aseguraba que había estudiado “centenares de casos dentro y fuera de los hospitales”. ¿No es suficiente, aparte de contar con el favor de Crespo? Aún cuando también desembuchara descripciones sobre el descubrimiento de la perturbación en sus comienzos, como la que se leerá de seguidas, disparatada de veras:
Cuando el mal no está muy avanzado se distingue por lo inclinado del sombrero hacia atrás debiendo ser viceversa para ocultar así el extravío de la mirada, la dilatación de la pupila y las supuestas cualidades morales que presenta. Durante este período, el mal toma cuerpo.
Debemos recordar que está hablando una celebridad de la época, un pontífice del crespismo, una eminencia de las postrimerías del Liberalismo Amarillo contra quien nadie se atrevió a levantar la voz hasta entonces. Antes de publicar la segunda edición de El Bien General, había mostrado un falso diploma de médico que, según aseguró ante propios y extraños, le había concedido una acreditada institución de los Estados Unidos. La prensa lo felicitó por el logro y doña Jacinta hizo un desayuno en su honor. En consecuencia, no podía pasar por un charlatán cualquiera cuando encabezó la cruzada contra el onanismo, pudo contar con auditorios cautivos y entusiastas. Sin embargo, una nueva desmesura de su patrocinador lo lanzó al despeñadero. Crespo lo condecoró con la Medalla de Instrucción Pública, y asomó entre los allegados su intención de colocarlo en el rectorado de la Universidad Central.
Como se sabe, al enterarse de la promoción que se reservaba a Romero, los estudiantes de la Universidad Central asaltaron la Botica Indiana e hicieron una hoguera con las páginas de El Bien General. El cuasi borlado frustrado desapareció del mapa para caer en una profunda depresión, relata Ramón J. Velásquez. Porque se apagaba su influencia, desde luego, pero quizá también porque los vigorosos y avisados jóvenes que le propinaron el puntapié demostraron la necedad de su teoría sobre la masturbación.
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