martes, 2 de marzo de 2021

Colas y escondites en la madrugada, el misterio resuelto

 

Colas y escondites en la madrugada, el misterio resuelto 

El primer secretario del PCC en La Habana, Luis Antonio Torres Iríbar, reconoció en televisión que las personas dormían a la intemperie, en las azoteas de los edificios cercanos a las tiendas, para marcar en las colas al amanecer.

Colas, Cuba
Cola en una tienda de La Habana (Foto del autor)

LA HABANA, Cuba. – ¿Cómo se las arregla la gente para, en cuanto termina el toque de queda a las 5:00 de la madrugada, estar frente a las tiendas haciendo colas multitudinarias por un turno para el pollo, el aceite o el detergente? 

¿De qué manera se congregan en menos de un segundo cientos de personas que llegan de todas partes de una ciudad donde no hay transporte? 

Pareciera puro acto de magia, pero el misterio fue develado públicamente este viernes 26 de febrero en una carta enviada por un desconocido al primer secretario del Partido en La Habana. Y de la voz de este escuchamos la “gran revelación” quienes veíamos el noticiero del Canal Habana.

Doy gracias a que alguien también veía la televisión junto a mí porque, de haber estado solo en ese momento, me hubiera creído en medio de un repentino episodio de demencia. Sin embargo, mi compañero escuchó exactamente lo mismo, e igual esperaba que yo le confirmara que sí, que era cierto: Luis Antonio Torres Iríbar dijo que las personas dormían a la intemperie, en las azoteas de los edificios cercanos a las tiendas para, en cuanto amaneciera, ser los primeros ya no en comprar, sino en apenas obtener un turno en la fila por si acaso sacaban alguna mercancía.

No se dieron más detalles del asunto, pero más tarde, cuando lo comentaba con otros amigos, que ya habían desentrañado el enigma por su cuenta al haber pernoctado recientemente en una azotea o pasillo, supe que existía lo que pudiéramos llamar un “universo paralelo”, profundamente complicado, alrededor de las colas en Cuba, en especial en La Habana.

Porque no solo se trata de pasar unas horas escondidos en un techo sino de llegar al escondite a tiempo, antes de las 9:00 de la noche cuando comienza el toque de queda. 

Entonces, para alguien que vive en un municipio distante de esas únicas dos o tres tiendas de la ciudad, que con total seguridad siempre tendrán algo mejor o peor para vender, esa condición implica jugar con los horarios de las guaguas y los taxis, que ya pasadas las 8:00 desaparecen. 

De modo que están los que acuden a esconderse al caer la tarde y hasta los que, pudiendo gastar un poquito más de dinero o por causa de la desesperación por comprar alimentos, pagan por un modesto alquiler en las cercanías y hasta por echarse en un sofá o sobre una sábana en el piso de una casa ajena, en un portal.

El secretario del Partido leyó el fragmento de la carta en voz alta, pero de esa lectura no quiso deducir la esencia del problema que, aunque a todas luces es absurdo —como casi todo cuanto sucede en Cuba—, no es para nada la locura, como pensamos mi amigo y yo por unos segundos, sino desesperación y ¡HAMBRE! (en mayúsculas y entre signos, porque es el modo más cercano al grito que nos permite el teclado de una computadora). 

No obstante, el “dirigente” partidista, vestido de verdeolivo, se limitó a revelar el misterio de los escondites solo como ejemplo de que no se están cumpliendo las medidas de “distanciamiento social” que evitarían el aumento de contagios por COVID-19. Y esa visión limitada del asunto es, discúlpenme ustedes la palabra, una rotunda cabronada porque a estas alturas no creo que ninguno por “allá arriba” desconozca que en las calles de la Isla la gente libra una batalla perpetua y agobiante por la sobrevivencia.

Y tales actos de “sobrevida” no se limitan a esquivar el virus para salir ilesos sino de plantar batalla contra el hambre. 

“Si no me mata el coronavirus, lo hará el estómago vacío”. Es, con la diferencia que le imprima el drama particular de cada cual, lo que muchos responden cuando algún actorcillo o cantante forrado en billetes —esgrimiendo el más cruel de los sarcasmos—, recomienda en televisión esa estupidez de ‘Quédate en casa’”. 

Señor, señora, entiendan que no lo pueden hacer. No, porque les han subido el salario, pero mucho más los precios. No, porque en un segundo se les han evaporado los ahorros de toda la vida. No, porque a la desgracia de una pandemia han sumado la tragedia de un “ordenamiento” económico y, como si no fuera suficiente con tal disparate, un “ordenamiento del ordenamiento”, a tono con el absurdo cotidiano. No, porque el dinero con que les pagan los salarios no les sirve y las promesas de un “futuro próspero” ni se cumplen ni alimentan. No, porque ya es suficiente castigo llevar toda la vida encerrados en una isla y obligados al silencio, para que la existencia se reduzca a pensar que la patria es el socialismo, que el socialismo es el comunismo, y que la única alternativa a esas ideologías locas es la muerte.

Después de escuchar lo de las azoteas y de cómo el secretario del Partido ordenó revisar los techos en Marianao y en otras zonas aledañas a las tiendas más concurridas de la capital, me han llegado otras anécdotas de estrategias similares. 

Historias de personas que han convertido sus casas en albergues para coleros, de árboles que han sido talados para que su follaje no sirva de refugio a los más astutos, de quienes salen de sus casas fingiendo un ataque de asma porque en el Cuerpo de Guardia del policlínico del barrio es donde, a las 3:00 de la madrugada, una enfermera da el preturno que servirá horas más tarde para obtener el número definitivo, es decir, ese que le marcarán con tinta en la piel de un brazo como si el tumulto, aunque similar a un rebaño, se tratara de ganado por ordeñar o descuartizar, y no de personas que saben lo que es el hambre y los aterra. 

Es algo terrible un estómago vacío, el de ellos o el de sus hijos. Eso lo tienen clarísimo pero, al mismo tiempo, el ruido de tripas ajenas o propias y la agitación de la mente tramando el próximo escondite, los fingimientos del día a día, no les deja tiempo para pensar en cómo y en qué momento se dejaron convertir en los sobrevivientes que son.   

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