Chávez llegó al poder aclamándose heredero legítimo de Simón Bolívar. Inventó la figura de una Cuarta República, dominada, desde 1830 hasta su gobierno, por una oligarquía que había traicionado su legado. Traicionó, así, al pueblo, destinatario de los anhelos de libertad y dicha del Gran Hombre. De ahí —en su imaginario—, la frustración de los venezolanos: sabiéndose amos de una nación rica, sus irradiaciones de bienestar eran apropiadas, en buena parte, por esa oligarquía. El Libertador invocado era, claro está, el militar conductor de batallas y dictador, que centralizaba en sus manos la toma de decisiones y aplastaba a sus contrincantes para asegurar el triunfo de los intereses supremos de la nación. Como su virtual reencarnación, Chávez ofreció “refundar la República” para recuperar el destino glorioso legado por la gesta emancipadora, malogrado posteriormente por las cúpulas políticas que habían gobernado. Con ello, inauguraría una Quinta República; una nueva era pletórica en atributos para el bien común.

Su narrativa grandilocuente encontró tierra fértil en el culto a Bolívar, tan enraizado en la cultura política del país, la mitificación de supuestas epopeyas de nuestro pasado histórico y la reverencia exhibida ante quienes fueron sus protagonistas: los militares. Armado de una batería de símbolos nacionalistas que tonificaban sensiblerías patrioteras y xenófobas, procedió a desmantelar las instituciones que acotaban su ejercicio del poder y a privar a los venezolanos de los derechos y libertades en ellas consagradas. Pronto entendió, bajo la tutoría de Fidel Castro, que mitologías revolucionarias, construidas en torno al dogma comunista, proveerían pretextos aún más poderosos para proseguir con sus ansias de mando absoluto. Con la figura afortunada (para él) del “socialismo del siglo XXI” —acuñada por Heinz Dieterich— acorraló a la iniciativa privada, expropió empresas sin plan ni concierto, impuso controles de todo tipo y se erigió en conductor supremo de la industria petrolera. Encontró en la cultura estatista de los gobiernos que le antecedieron la apología de tales desafueros. La guinda de la torta fue proyectarse como el relevo de Fidel en la “confrontación de la humanidad contra el imperialismo”, para apertrecharse de referencias a la “autodeterminación de los pueblos” que lo exoneraban de cumplir con los compromisos asumidos por Venezuela en la defensa de la democracia y de los derechos humanos.

Chávez forjó su narrativa falseando la historia, nacional y foránea, e inventándose enemigos que estarían amenazando su “revolución” redentora. Edificó para sí y para sus seguidores una “realidad alterna”, llena de referencias y lemas que reafirmaban sus acometidas y exculpaban sus abusos. Como en el fascismo clásico, su prédica populista fue expuesta como Verdad, que exigía la sumisión de la vida en sociedad al Estado. Pero, en vez de pregonar la supremacía de una nación y su destino manifiesto para dominar a otros pueblos, Chávez —inspirado en Fidel— lo aderezó con categorías propias de la mitología comunista, dando lugar a un menjurje que me atreví a designar en mi libro[1] como fascio-comunismo.

Esa falsa realidad no se elucubró en el vacío. Consiguió sintonía con mitos y expectativas cultivadas por la cultura política venezolana al calor de esperanzas alimentadas por un ingreso petrolero que, creían muchos, todo lo podía. Cándidamente, los venezolanos se cayeron a embuste, confiados en que, con Chávez y sus proclamas, todo iría viento en popa. Y, bendecido por la providencia, el Eterno contó con los mayores ingresos petroleros conocidos por la República para nutrir esa ilusión. Pero, ya para el momento de su muerte, su adefesio mostraba claramente las costuras: inflación, escasez, represión.

El destrozo de catorce años se desnudó brutalmente luego de descender los precios del petróleo desde los niveles extraordinarios que habían alcanzado. Corto de ideas, Maduro se aferró a las políticas de Chávez y a lo que le habían enseñado sus “coachs” cubanos, esperando que las cosas se arreglarían. “Dios proveerá”, afirmó en una alocución. Lamentablemente, como le recordó el genial Laureano Márquez, ya lo había hecho, pero la voracidad de la oligarquía militar y civil que se apoderó del Estado había dejado al país en la inopia. Venezuela entró en caída libre, sin freno ni paracaídas. Siete años después de que asumiera Maduro la presidencia, la economía es apenas la cuarta parte, en tamaño, que la de entonces, la pobreza y la miseria campean por doquier, los servicios públicos están colapsados, se muere en Venezuela de hambre y por la precariedad de los servicios de salud, y millones han tenido que migrar para sobrevivir. El régimen, para mantenerse, terminó de corromper a integrantes de la cúpula militar, convirtiéndolos en cómplices y principales interesados en el sistema de expoliación que implantaba. Con las “armas de la República”, fueron aplastadas protestas, asesinados centenares de manifestantes y sembrado el terror en la población por los aparatos de seguridad del Estado. Maduro montó, sin empacho, sendas farsas electorales para una asamblea constituyente que usurpó funciones de la Asamblea Nacional legítima, en manos democráticas; para reelegirse al margen de la voluntad popular; y, recientemente, para votar una nueva Asamblea Nacional. Todo ello “legitimado” en la burbuja ideológica fascio-comunista que construyeron Chávez y sus socios antillanos.

Pero ya nadie comulga con estas fabulaciones. Estados Unidos, junto con Canadá, países del llamado Grupo de Lima y la UE han desconocido estas supuestas elecciones. Por violación de derechos humanos y corruptelas con dineros públicos, han impuesto sanciones a unos 200 funcionarios de alto nivel, muchos de ellos militares. Y, buscando debilitar al régimen y forzarlo a negociar con las fuerzas democráticas una salida pacífica a la tragedia del país, han vedado transacciones financieras con papeles del Estado y con petróleo venezolano. Ahora, a través de las ruinas “socialistas”, ha irrumpido una dolarización silvestre y el régimen se ha visto en la necesidad de hacerse el loco con sus controles de precio y de tipo de cambio, totalmente fracasados. No obstante, Maduro sigue aferrado a la retórica de antes.

Reconociendo que va a tener que incrementar las tasas de los servicios, alega que, por ocurrir en “socialismo”, será menor que si el país fuera capitalista. Al anunciar con bombos y platillos una política para raspar el fondo del barril exportando chatarra de la industria petrolera —¿lo que quedó de Pdvsa?—, denuncia por enésima vez la “guerra económica” y el “bloqueo” a su “revolución”. En esta veta, huye de nuevo hacia delante de las dificultades, anunciando la inhabilitación para cargos políticos de 28 diputados demócratas, la expulsión de la embajadora de la UE por las nuevas sanciones impuestas por la Unión a funcionarios del régimen y un juicio por “traición a la patria” a un infeliz ingeniero gringo que laboraba para las compañías petroleras. Se inflama con arengas contra España, creyéndose librar otra batalla por la independencia, a cuenta de la visita de la canciller de ese país a la frontera colombo-venezolana en apoyo a los refugiados. Saltan sus reflejos fascistas, en momentos en que se intenta avanzar en la creación de condiciones para una negociación que resulte en comicios confiables.

Al hacerse agua su mundo de fantasías, Maduro continúa cayéndose a embuste, con un terrible costo, para el país. Al rechazar nuevas ideas, ignorar la realidad e inventar conspiraciones para culpar al “imperio” de sus desaciertos, hunde a Venezuela más y más en la descomposición fraguada desde el poder. Sin duda que la ideología sectaria, al cerrarse frente al mundo y limitar las opciones a sopesar, embrutece. Las fuerzas democráticas se enfrentan al reto de cascar una dura nuez en la concertación de una negociación fructífera para acordar una salida pacífica. ¿Cómo lograrlo? A diferencia de mi amigo Trino Márquez, creo que la UE hizo lo correcto al aumentar la presión al régimen, ampliando las sanciones para incluir a más criminales. Jerarcas de un régimen fascista, enajenados por una falsa realidad que absuelve sus atropellos, no van a negociar su salida de buena fe. Es menester forzarlos a ello, convenciéndolos de que no tienen otra opción. Intentar apaciguarlos solo les da más beligerancia.

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