Arístides Rengel-Romberg

La página web del Tribunal Supremo de Justicia informa que un grupo de jueces ha elaborado “una propuesta a la reforma del Código Procesal Civil, la cual será presentada ante el presidente de la Asamblea Nacional, Dr. Jorge Rodríguez, próximamente”. Y es esta información la que sirve de acicate a las líneas que siguen.

No es la primera vez que se anuncia una reforma procesal. Vale la pena recordar que en el primer semestre del año 2016 una mesa técnica elaboró un proyecto de código en la Asamblea Nacional. El equipo estuvo integrado por profesores universitarios y litigantes de todos los sectores políticos y profesionales. Incluso representantes de la Sala de Casación Civil asistían a las discusiones. Sin embargo, la Asamblea Nacional de la época -controlada por la oposición- no le prestó la atención que este trabajo merecía. Se perdió la oportunidad de aprobar un nuevo código de procedimiento civil con respaldo de universidades y gremios.

Mientras tanto, la jurisprudencia de la Sala de Casación Civil comenzó a introducir cambios a través del llamado activismo judicial y de la voracidad normativa. Algunos de esos nuevos criterios fueron ratificados por la Sala Constitucional; otros están a la espera de respuesta. Algunos aspectos jurisprudenciales merecen reconocimiento, pero la manera de convertirlos en norma jurídica es por medio del Poder Legislativo. La jurisprudencia es para interpretar los textos jurídicos y no para legislar.

Antes de reformar los códigos y las leyes hay que mejorar el Poder Judicial. Nada se logra con un buen texto legal si el funcionario que deben interpretarlos y aplicarlos está sometido al poder político y carece de la preparación necesaria para garantizar su independencia de intereses ajenos a lo jurídico. Y la materia no resulta fácil con un personal con bajos sueldos, sin sedes físicas apropiadas y sin el necesario apoyo tecnológico para poder acometer los retos de la justicia digital. Una reforma procesal sin estos cambios previos está destinada avant la lettre al fracaso.

La propuesta de reforma se presenta, por debajo y por detrás, sin consulta a las universidades, colegios de abogados, academias y sociedad civil. Es producto de un mecanismo discriminatorio que no toma en cuenta la opinión de los miembros del sistema de justicia. El sectarismo no se puede imponer en todas las áreas de la vida nacional. Esta es una materia para la inclusión y así atender los altos intereses del Estado.

Una reforma procesal requiere de un sereno estudio que permita elaborar un código que goce del respaldo de la comunidad jurídica. Eso fue lo que ocurrió con la reforma del año 1987. La comisión redactora que elaboró dicho cuerpo procesal estuvo integrada por Arístides Rengel-Romberg, José Andrés Fuenmayor, Leopoldo Márquez Añez y Luis Mauri, que presentaron su trabajo al país con el respaldo de la auctoritas que les acompañaba. Este cuerpo adjetivo fue discutido ampliamente en el foro venezolano. (En ese proceso abierto de discusión destacan las conferencias dictadas en la Academia de Ciencias Políticas entre el 11 de marzo y el 7 de mayo de 1986).

En esta etapa de la revolución bolivariana tenemos la experiencia positiva de la Ley Orgánica Procesal del Trabajo, que también fue discutida con amplitud. En esa oportunidad no operó la aplanadora excluyente, sino la consulta abierta y democrática. Los patrocinadores de la reforma salieron a la palestra pública a exponer sus planteamientos y a discutirlos vigorosamente con los miembros de la comunidad jurídica. El trabajo sin pausa y sin descanso de los magistrados Omar Mora, Juan Rafael Perdomo y Alfonso Valbuena debe ser recordado.

Antes de la aplicación de este cuerpo procesal laboral, los jueces recibieron entrenamiento para poder estar a la altura de las exigencias que el nuevo sistema imponía. No hubo improvisación. La consecuencia de ello fue la aprobación de una ley procesal que, por su amplia discusión y divulgación, ofreció acertados resultados al momento de implementarse.

Ahora la situación es distinta. Se pretende imponer una reforma procesal al amparo del secretismo, sin consultar a los abogados y demás miembros del sistema de justicia. Si no hay participación de todos no hay legitimidad. Y aquí me voy a referir a algunas de las propuestas de reforma procesal, teniendo en cuenta la versión que ha circulado de manera extraoficial.

El proyecto consagra el principio dispositivo (artículo 5) y, al mismo tiempo, se le dan amplias facultades al juez en materia probatoria, por medio de la llamada “carga dinámica de la prueba” (artículo 64). Esta figura (tal vez admisible en materia procesal laboral) permite violar las reglas seculares diseñadas por los juristas romanos sobre la distribución de la carga de la prueba. Es lo que se llama un conflicto “en abstracto” entre normas, porque produce consecuencias incompatibles. Como está planteada este figura en el proyecto, deberá probar, no quien afirme un hecho, sino quien decida el juez. Y esto puede romper el principio de igualdad de las partes.

Las amplias facultades del juez en lo que atañe a la carga de la prueba no son convenientes; mucho menos en un sistema judicial politizado. Distinta sería la situación con un Poder Judicial confiable (Inglaterra, Suecia, Estados Unidos, por ejemplo), y como una situación excepcional en aquellos casos en que la prueba está en poder de una de las partes.

El elemento ideológico no escapa a la propuesta. En efecto, el artículo 4 del proyecto establece que: “las organizaciones sociales establecidas en las leyes nacionales podrán, a través de sus representantes, participar a petición del juez o de oficio, en las audiencias de juicio como ‘amigos comunitarios del tribunal’, en los asuntos que tengan relevancia en su comunidad”. Esta norma, de ser aprobada, significaría la muerte del derecho procesal venezolano. Desde Roma, la relación procesal la integran tres partes: el demandante, el demandado y el juez. Unos pretendidos “amigos comunitarios” equivalen a una suerte de comisarios socialistas con atribuciones procesales inéditas.

Para discutir los aspectos señalados, y otros de igual relevancia, se ha organizado un grupo de trabajo convocado por el profesor de la Universidad de Carabobo Edgar Núñez Alcántara. Este equipo se ha dividido el estudio del proyecto por áreas para elaborar comentarios y formular propuestas. De esa manera, la sociedad civil no se cruza de brazos, sino que estimula la reflexión abierta y democrática para ofrecer alternativas a un problema que nos toca de cerca.

Los venezolanos merecen un código de procedimiento civil desprovisto de carga ideológica y que sea producto de una amplia participación ciudadana. No es fácil lograrlo por el sectarismo y la intolerancia que se ha adueñado de la vida nacional. Pero vale la pena intentarlo por el bien del destino vital de Venezuela.