Historias de hoteles
Los hoteles en una utopía socialista son socialismo por otros medios. Un turismo sin mafia es una atrocidad.
SAINT LOUIS, Estados Unidos.- En Cuba, creo que nunca me alquilé en un hotel. Mucha gente lo hacía, pero yo no.
De niño, mis padres eran mayores y no se les ocurría semejante idea. Les parecía un lujo estrafalario, un despilfarro en comparación con la comodidad gratis de quedarnos en casa.
Luego, de adulto, los hoteles del castrismo con inversión extranjera resultaban muy caros, carísimos. Para colmo, en dólares. Y el dinero duro que me llegaba de afuera, como escritor gustosamente a sueldo del enemigo, era mejor emplearlo en cosas más excitantes. Comida casera y películas pirateadas, por ejemplo.
Los hoteles en una utopía socialista son socialismo por otros medios. Un turismo sin mafia es una atrocidad.
Por cierto, fue un privilegio haber ejercido por años el oficio de mercenario de los enemigos de la Revolución Cubana. Copyright cómplice de Diario de Cuba, Radio Martí, CubaNet y demás etcéteras extremistas del exilio. Publicar palabras era un placer. Pervertir el orden, a ver si se pervertía también la naturaleza del miedo, antesala de la mediocridad. Devenir un agente no tan secreto del capitalismo internacional. Y, si no era mucho pedir, terminar siendo un títere taimado del Imperialismo, por más que el Imperialismo estuviera ya extinto durante dos o tres décadas, cadáver exquisito acaso desde la caída del Muro de Berlín.
Traicionar tiranías era entonces, más que una responsabilidad cívica, un deber moral. Eso cambió con Obama. A las tiranías ahora hay que entronizarlas. Con ternura, casi.
En cualquier caso, la única ventaja de quedarse en un hotel en Cuba era conocer extranjeras. “Hembris foraneus”, esa especie biológica siempre al acecho del “Homo cubensis”. La barbarie en los tiempos del platanal de Bartolo, donde la ideología de género se resuelve sin tanto trauma por la vía genital. Canibalismo y culipandeo. Ah, maravillosas mujeres de un mundo mejor que visitaban en masa nuestra cárcel a cielo abierto, como si de un coto de caza se tratase. Templando nativos en la fase terminal del proletariado. Preñar o quedar preñados, antes de que Cuba cambie.
Había que cortejarlas o, mejor, dejarse cortejar por ellas. Inocencia insaciable del buen salvaje castroamericano. Convencerlas corporalmente de que lo mejor era casarse a la carrera, durante esa misma visita a la isla sitiada. El amor todo lo espera, pero no espera por nadie. Y, entonces, rezar para que esta o aquella extranjera te sacara de Cuba antes de sus próximas vacaciones conyugales.
Irse a cualquier otra parte. Escapar de la Isla de la Libertad era un fin en sí mismo, no un medio para llegar a ningún lado. La fuga por el placer de fugarse. Una estampida muy musical. Nocturno de La Habana. Tocata del toca-toca en clave de El Tosco.
El Estado cubano tiene mucha razón cuando acusa a sus ciudadanos de jineteros. Es de hipócritas molestarse cuando el poder te canta las cuatro verdades en tu propia cara. Es decir, en tu propia máscara. Mientras disfrutas o te disfrutan en cuatro. “Cubbilingus”, “fidellatio”. Prostituirse en Cuba constituye una emancipación, un movimiento de liberación horizontal.
Yo no sé ni cuántas veces lo hice. Por supuesto, gracias a mi tan buena suerte incivil, siempre todo me salía de mal en peor. Hasta que no tuve más remedio que darle mi corazón a una cubana. Enamorarme en medio de la guerra. Decir “te quiero” anacrónicamente, en una nación habituada no tanto al silencio como a una cultura de la simulación.
Fuera de Cuba, creo que nunca no he estado alquilado en un hotel. Casi nadie lo hace, pero yo sí. La raza extranjera por lo general es muy tacaña. Les falta un toquecito vital de totalitarismo. Haber nacido y crecido en el socialismo cubano es lo que me hace amar la vida con intensidad, con desprendimiento, sin patetismos de víctimas y culpables, sin trazas de justicia social. Sobre todo, ahora que ya no necesito mujeres para dejar atrás mi ghetto insular, mi apartheid caribeño, mi archipiélago Cubag.
El estipendio estudiantil de la universidad me lo gasto casi íntegro en pagar noches de hoteles. En Saint Louis, como en todas las ciudades norteamericanas, sobran hoteles de máxima calidad. Igual son bastante aburridos. Llegué muy tarde a la democracia. Televisión, en lugar de vicio. El wi-fi nos vigila y no nos deja caer en la tentación. Ya ni crímenes se cometen en los hoteles de Estados Unidos. En el año del voto por correo postal, los 50 estados más que estrellas entretenidas, son un bodrio reminiscente de las 15 repúblicas rehenes de la Unión Soviética.
Igual yo me alquilo en los hoteles para otra cosa.
Primero, para dormir lejos de mi estudio barato de Byron Company, en un edificio claustrofóbico donde uno oye roncar a vecinos que no tienen cara. Ni habla. Este es un país de pasaportes fantasmas, reforestado por gente como yo, que hemos recién llegado por motivos exquisitamente equivocados desde los cuatro puntos cardinales. Que son tres: el aquí y el allá.
Segundo, porque en los hoteles recupero el tiempo perdido de mi adultez adolescentaria en Cuba. Como un Proust prepóstumo, escribo en las madrugadas de hotel. Tomo café con leche a la cubana, con galleticas de soda. Me visto como para salir. Todas y cada una de mis escrituras han sido ese largo viaje sin regreso, mientras la gente corre a mi alrededor y el viento arrastra algún sombrero. Yo soy el niño que juega sin preocupación, tecleando hasta el alba en mi laptop. Imaginando que esta iba a ser la vida que yo imaginaba en Cuba. A falta de realidad, la rabia de mi retórica. A ratos risible, a ratos ridícula. Nunca resentida, nunca revolucionaria.
Bobby Fischer también vivía en hoteles la mayor parte del tiempo. En muchos sentidos soy eso, el Bobby Fischer de la literatura cubana. Un Cid campeador que, en mi caso, nunca llegará a ser el campeón contemporáneo de nada. No me dio tiempo. Tenía tanto para decir, que se me atragantó cada historia en la garganta. Es una tragedia, pero no pasa nada. Lo mismo me ocurre con el ajedrez. Lo entiendo a la perfección y, sin embargo, soy incapaz de jugarlo ni medianamente bien. O con la música. Las sinfonías que me sacuden por dentro tendrán que esperar, con suerte, a la próxima reencarnación.
Mi Rahu y mi Keto me han llevado bastante recio. Lo único que me permiten es hablar y hablar de mí, como si no fuera yo.
Una de esas noches de hotel oí una música que en Cuba yo detestaba. Una ópera. Cecilia Valdés la llamaban y la enamoraba un bachiller. Los hombres iban siempre detrás de ella. La mulata fascinada por la danza, que alardeaba de ser bailando la mejor. La huérfana que no sabía qué era sufrir, sólo para terminar asesina y loca, exiliando de Cuba hasta a su propio autor.
Esa ópera, atravesando las paredes del Chase Park Plaza Hotel de Saint Louis, esta vez me conmovió. Pegué el oído a las paredes, buscando orientarme de qué habitación salía. Caminé arriba y abajo por el pasillo de mi suite. Pero mientras más la buscaba, menos la oía. Así que volví a sentarme tranquilito ante mi laptop. Y seguí tecleando, mientras la ópera me iba llegando como en oleadas, hasta hacerme llorar.
Lo siento, ya sé que parezco un personaje patético de Padura.
Al rato, en un instante me sobrevino un ataque de pánico, de pensar que aquella música era sólo una alucinación dentro de mi cabeza. Las notas nupciales del colapso largamente esperado de mi cordura. O, peor, la amable anunciación de que ya era la hora sin hora de despedirme de Orlando Luis Pardo Lazo.
No pude escribir nada más esa noche. Era tardísimo y estaba exhausto. Al parecer, me quedé rendido frente a la pantalla. Como una piedra. Porque me despertó al mediodía siguiente el servicio de limpieza de la habitación. Tuve que recoger corriendo y salir del hotel.
Por más que he vuelto decenas de veces a alquilarme en el Chase Park Plaza Hotel, por supuesto que nunca más he escuchado los lamentos sinfónicos de Cecilia Valdés. Ella, que sentía en su alma cubana la alegría de vivir. Ella, que tenía en su alma no la bayamesa sino la beneficencia.
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