Paul Krugman: Cuando la política identitaria se vuelve mortal
Orinar en público es ilegal en Estados Unidos. Supongo que a pocos lectores les sorprenderá saberlo; supongo también que muchos de esos lectores se preguntarán por qué siento la necesidad de plantear este tema de mal gusto. Pero sean pacientes conmigo: la cosa tiene su moraleja, y es una moraleja con consecuencias preocupantes para el futuro de nuestro país. Aunque las demos por supuestas, estas restricciones, a veces, pueden resultar incómodas, como podrá atestiguar cualquiera que ande de un lado para otro después de tomarse demasiadas tazas de café. Pero se trata de una incomodidad trivial, y los argumentos para imponer esas normas son convincentes, tanto en lo que respecta a la protección de la salud como para no ofender a los demás ciudadanos. Y que yo sepa, no hay activistas políticos airados, y mucho menos manifestantes armados, que exijan el derecho a hacer sus necesidades donde les plazca.
Y eso me lleva a mi verdadero tema: la exigencia de llevar mascarilla en una pandemia. Llevar mascarilla en público, como aguantarse el pis unos minutos, es ligeramente incómodo, pero no supone una gran carga. Y el argumento a favor de imponer esa leve carga en una pandemia es abrumador. Las variantes del coronavirus que causan covid-19 se esparcen en gran medida a través de las gotículas transportadas por el aire, y llevar mascarilla reduce drásticamente la expansión de las variantes.
De modo que no llevar mascarilla es un acto de peligrosidad temeraria, no tanto para uno mismo —aunque las mascarillas parecen proporcionar cierta protección a quien las lleva— como para los demás. Cubrirnos el rostro mientras dure la pandemia parecería un simple acto de buena ciudadanía, por no hablar de decencia humana básica. Pero Texas y Misisipi acaban de derogar la obligatoriedad de la mascarilla en todo el Estado.
El presidente Biden ha criticado estas medidas, y ha acusado a los líderes republicanos de estos Estados de tener un “pensamiento neandertal”. Pero probablemente esté siendo injusto… con los neandertales. No sabemos mucho de nuestros parientes homínidos extintos, pero no hay razón para creer que su escena política, si es que la tenían, estuviera dominada por la mezcla de desprecio y mezquindad que ahora rige en el conservadurismo estadounidense.
Empecemos con las realidades objetivas. Hemos avanzado mucho contra la pandemia en los dos últimos meses. Pero el peligro no está ni mucho menos superado. Sigue habiendo muchos más estadounidenses hospitalizados por covid-19 que, pongamos por caso, el pasado junio, cuando muchos Estados se apresuraban en la desescalada y Mike Pence, entonces vicepresidente, nos aseguraba que no habría segunda ola. Unos 400.000 fallecimientos después, sabemos cómo salió aquello.
Es cierto que ahora vemos luz al final del túnel: el desarrollo de vacunas ha sido milagrosamente rápido, y el ritmo de vacunación se está acelerando. Pero estas buenas noticias deberían hacernos estar más dispuestos, no menos, a soportar los inconvenientes ahora: en este momento hablamos solo de unos meses más de vigilancia, no de un esfuerzo sin final a la vista. Y mantener bajo el número de infecciones en los próximos meses ayudará también a descartar una pesadilla epidemiológica en potencia, en la que evolucionan nuevas variantes resistentes a las vacunas antes de que hayamos podido controlar las existentes.
¿Qué motiva entonces la prisa por eliminar la mascarilla? No es la economía. Como ya he dicho, los costes de llevar mascarilla son insignificantes. Y las nociones básicas de economía nos dicen que las personas deberían tener incentivos para tener en cuenta los costes que les imponen a otras; si exponer potencialmente a aquellos con quienes te reúnes a contagiarse de una enfermedad mortal no es una “externalidad”, no sé qué puede considerarse como tal. Además, un resurgimiento de la pandemia perjudicará más al crecimiento y a la creación de empleo, en Texas y en cualquier otra parte, que casi cualquier otra cosa que se me pueda ocurrir.
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