El santo en su tiempo, por Gustavo J. Villasmil-Prieto
Twitter: @Gvillasmil99
La beatificación de José Gregorio Hernández ha sido recibida por los venezolanos como un bálsamo sobre la escaldada piel de un país asediado por todos los males imaginables: el hambre, la degradación social y humana, la enfermedad —y no me refiero exclusivamente a covid-19— la corrupción institucionalizada, la represión política, la migración forzada de millones de sus nacionales y ahora, para mayor «inri», por la guerra. Porque las trágicas escenas de Apure son las de una conflagración entre señores de la guerra que, tras levantar sus santuarios en un territorio sin Estado, combaten entre sí tomando como rehén a población civil indefensa que huye despavorida con lo poco que tiene, dejando tras de sí una estela de muertos y desplazados cuyo número está aún por conocerse.
El régimen chavista hizo literalmente de todo para apropiarse de tan significativo evento, subestimando una vez más la proverbial habilidad de una diplomacia vaticana famosa por el preciso conocimiento de su métier tan lejos del precario nivel promedio de los oficinistas de la Casa Amarilla. Pero se equivocó, sobre todo al ignorar —como no puede hacerlo sino un régimen de comunistas— que a José Gregorio Hernández hace mucho que —como lo plasmó en su verso el gran Andrés Eloy Blanco— este pueblo lo hizo santo.
Sobre José Gregorio Hernández se ha abundado mucho en la perspectiva hagiográfica, siendo de apreciar, entre otras, las obras del doctor Miguel Yáber, la de María García de Fleury y, más recientemente, la del padre Francisco Javier Duplá.
Páginas que exaltan su dimensión de santo en el mundo que hizo del servicio a los más postergados un apostolado y que nos ofrece como faro en un país a oscuras. Como se ha disertado también sobre su dimensión de hombre de ciencia, siéndome especialmente gratos los recientes trabajos de mi «frater» el anestesiólogo e historiador de la medicina doctor Daniel Sánchez.
La reivindicación de la dimensión universitaria y científica de José Gregorio Hernández no puede ser más oportuna ante la devastación deliberada de nuestra medicina nacional, la saña desatada contra sus facultades y hospitales de enseñanza y la emigración de casi la mitad de sus graduados, entre ellos parte del talento médico mejor formado que jamás tuvo este país.
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Pero encuentro especialmente fascinante, y quizás desatendida, una tercera faceta en la vida del santo: la del hombre hijo de su tiempo. José Gregorio Hernández llega a París en 1889, el año de la Exposición Universal. La potencia de las tecnologías derivadas del intenso conocimiento científico generado en aquel tiempo se mostraba triunfante ante el mundo en la fantástica exhibición que se extendía entre Trocadero y Campo de Marte, al pie de la imponente estructura de la torre Eiffel, donde se dieron cita Thomas Alva Edinson y sus bombillas eléctricas, Graham Bell y su teléfono y Elisha Otis y sus elevadores, entre muchos otros.
Estaba Francia en plena efervescencia de la belle époque, los años entre la caída de Segundo Imperio y el estallido de la Primera Guerra Mundial. Años en los que los franceses, cansados de revoluciones y de glorias, añoraban regresar a lo bello, a lo grato, a lo funcional.
Fue la época del furor positivista, ese pensamiento de relativo bajo fondo que cautivó a una Iberoamérica cuyas élites buscaban ansiosas el modo de arrancarse lo hispano de la piel. Como fue también la de la gran influencia francesa en medicina —la de Bichat, Magendie y Claude Bernard— que tan profunda huella dejara en la venezolana: ¡que lo digan los que fueron alumnos en el Hospital Vargas, donde nos la inculcaron hasta las trancas!
Pero tanta fascinación no llegó nunca a cegar al inteligente médico trujillano, a cuyo ojo crítico no escaparon las costuras de todo aquello. Porque detrás de las luces de París se escondía la realidad de la sociedad cruel y enferma que retrataron en sus memorables narraciones los grandes de la gran novela burguesa del XIX en Francia: Hugo, Balzac, Flaubert, Zolá. Una Francia en la que, como lo demuestra Thomas Piketty (Capital in the Twenty-First Century, 2014, p.264), la distribución de la riqueza era aún más atroz que durante el antiguo régimen. Por eso, José Gregorio Hernández, al tiempo que asiste a los cursos del Richet —Nobel en 1913—, de Duval y de Srauss, lee con avidez, como nos lo dice Carvallo Gantaume (José Gregorio Hernández; un hombre en busca de Dios, 1995, p.82), las páginas de la Rerum novarum de León XIII. Era como si algo no acabara de hacerle clic en todo aquello; una cierta certeza de que paralelo a la corriente del poderoso mito del progreso, al que rendía culto el positivismo, fluyese otra. Falencias que no eran sino las propias de un mundo que había prescindido de la idea de Dios, cautivo como estaba por la fascinación de las tecnologías.
De allí que, a diferencia de Luis Razetti, José Gregorio Hernández fuera y regresara de París siendo no solo sabio, sino también santo.
Gustavo Villasmil-Prieto es Médico-UCV. Exsecretario de Salud de Miranda.
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