Las polarizadas elecciones presidenciales peruanas han sido una oportunidad para conocer la percepción continental actual de una serie de gobernantes en América Latina, cuyas gestiones han sido expuestas como ejemplo de lo que se debe evitar, para no repetir la desgracia que sufren los pueblos de Nicaragua, Cuba y Venezuela.

A sabiendas que los mandatos de cada uno de estos usurpadores del poder provienen de procesos electorales fraudulentos, fraguados mediante métodos autoritarios que han bloqueado brutalmente la posibilidad que surjan sistemas democráticos, donde se manifieste libremente la voluntad de la población en cada uno de estos países.

Llama la atención que asesores del candidato de Perú Libre, entre ellos Peter Franke, se desmarcaran radicalmente del chavismo al indicar que en ningún caso su posible gobierno repetiría la crisis venezolana y que, por el contrario, habría que identificarlo con las experiencias de Lula en Brasil: «De ninguna manera él es otro Chávez» (04/06/2021). Afirmación cuestionable porque el programa ideológico de gobierno de Pedro Castillo conduciría al Perú, de ser gobernante, a una catástrofe igual a la venezolana.

Lo que resalta es que cada día son más impresentables aquellos regímenes que se trajearon inicialmente con aureolas de libertad y redención para derivar precisamente en lo contrario, al convertirse en crueles tiranías que devastaron la riqueza nacional de cada país, ahogando en sangre la aspiración de los pueblos a vivir en democracia, prosperidad económica y empleo digno.

En el caso de Daniel Ortega, en Nicaragua, la persecución a centenas de presos políticos y el asesinato de más de 400 personas desde 2018, se agrava mucho más con la detención arbitraria de la candidata presidencial opositora Cristiana Chamorro y la pretensión de imponer otras elecciones fraudulentas en noviembre, lo que representa un autoritarismo que deja en segundo plano el doloroso pasado somocista.

Si nos referimos a Díaz-Canel, personificado como títere del Estado castroestalinista cubano, cumple el rol de peón de la dictadura más longeva del continente, solo superada mundialmente por la hegemonía del Partido Comunista Chino, que lleva ya 72 años en el poder.

Y en el caso del régimen madurista, solo mencionarlo es una mala palabra que provoca cruces e improperios ante la desgracia causada al pueblo venezolano que se personifica en el éxodo y la crisis humanitaria más extendida en el planeta.

Cualquier podría preguntar: ¿Y por qué no se incluye en esta macabra lista a Colombia y México? Estos son casos muy distintos, sus gobiernos provienen de procesos electorales legítimos. Aun cuando haya protestas y profundos cuestionamientos, existe en esos países un sistema de libertades democráticas radicalmente diferente a la galería del terror mencionada anteriormente, países que se emparentan con otros regímenes del horror como son los de Alexander Lukashenko en Bielorrusia, la junta militar en Myanmar, Vladimir Putin en Rusia, Xi Jinping en China y Kim Jong-un en Corea del Norte, tiranías donde se encarcela, se envenena y se elimina físicamente la disidencia.

Finalmente, en el caso de la tiranía que ensombrece a Venezuela, la Corte Penal Internacional ya informó que existen argumentos y casos suficientes para colocar en el banquillo de los acusados al régimen, un juicio que sería de impacto mundial por la jerarquía de este organismo judicial que ya ha condenado a criminales y genocidas del mundo entero.