Hay palabras del idioma que nos resistimos a emplear bien sea porque se insertan en prejuicios morales que detestamos o nos remiten a situaciones que evitamos traer de nuevo a nuestro lado. Palabras como culpa, pecado, nostalgia o sumisión me irritan en extremo. Y hay nombres como Mariú (Parlami d’amore Mariú), apellidos como Vicander (¡que se pronuncia Ficánder!) y palabras en el idioma propio o en el ajeno que me provocan deleite. Veleidad en castellano o  Disappear en inglés me conmueven y nunca he logrado explicar el misterio de por qué me cautivan.

Control, en cambio, es un vocablo que me crispa porque el rechazo aparece al no más mencionarlo. Proyecta de inmediato situaciones de vigilancia, exagerada atención, alcabala, inspección, peaje y Guardia Nacional, centinela, recelo policial: ¡párese allí y abra las piernas!; ¡su cédula, por favor!; ¿para dónde se dirige? ¿¡Está seguro de que usted se llama Rodolfo Izaguirre!?

Generalmente, en algunas películas de espionaje la perversa organización criminal se llama Kontrol.

En la fase inicial de su trabajo el artista plástico, el coreógrafo, el músico o el escritor, respectivamente, se valdrán de una mancha o línea de color; un gesto: dos o tres acordes y varias palabras para dar inicio a sus obras. Pero cuando estas comienzan a adquirir cuerpo surge un recio y vigoroso control y gracias a él se producirá el milagro del arte. En mi caso cuido y elijo palabras que expresen justamente lo que quiero decir y procuro que haya música en ellas. ¡Ejerzo un despiadado control y estremezco y castigo con látigo a las palabras!

En los inicios del chavismo fui obligado a dar testimonio de la actividad que como productor del programa El cine, mitología de lo cotidiano desempeñaba en Radio Nacional y tuve que dirigirme a una deprimida dependencia ministerial que se activaba al fondo del  pasillo de un edificio medio destartalado cercano al  Pasaje Zingg, célebre por su escalera mecánica. Al fondo del pasillo, atestado de gente menesterosa sentada en sillas pegadas a la pared (era ver a un ser desdichado frente a otro vapuleado por el infortunio), se encontraba un joven con furioso acné estropeándole la cara atendiendo a los productores y detrás, en la pared, el afiche de un teléfono descolgado y una terrible advertencia: «¡Todo bajo control!».

Detrás de la Cortina de Hierro, la famosa iron courtain a la que se refirió Winston Churchil en 1946, se agitaron las más diversas formas de control político y personal: policías secretas, túneles misteriosos por donde se desplazaban los sicarios; proliferaron las delaciones, las torturas, los confinamientos en asilos psiquiátricos convertidos en cárceles. Un control que opera en regímenes totalitarios que hacen suyo o no, el paso de aquel fantasma que comenzó a recorrer Europa en 1848 cuando Marx y Engels publican en Londres el Manifiesto que tantas desdicha ha causado en el mundo.

Se habla de la boa constrictor, la tragavenados que no hace honor a su nombre porque no traga venados sino que se alimenta de grandes lagartos y de animales de sangre caliente, como aves y pequeños mamíferos. Pero actúa como cualquier régimen autoritario: acecha, captura y con sorprendente fuerza muscular rodea los cuerpos de sus presas, las tritura y comienza a comérselas por la cabeza. La mayor tarea del déspota es mantener todo bajo control y no cesa de acechar, perseguir, privar de libertad a sus víctimas hasta liquidarlas triturando toda acción o pensamiento opositor.

Es como la madre castradora que controla al hijo solo para hacer de él un ser obediente y pusilánime; el hermano mayor, en cambio, se preocupa por la virginidad y los amoríos de la hermana adolescente; el padre sombrío controla la vida de quienes tienen que soportarlo; el marido machista a la esposa sufrida pero abnegada y el gobierno de turno, autoritario o democrático, se asegura el control de sus opositores. La derecha política casi nunca pierde el control y sabe gobernar; la izquierda, en cambio, desgobierna y tiende a convertirse en archipiélago. Entretanto, la vieja TIerra sigue girando, el control permanece y el ojo del Estado totalitario sabe dónde encontrarte.

Recuerdo a Schneider, el guionista de la Alemania del Este que estuvo en la Cinemateca presentando una escalofriante película sobre la ausencia de identidad de su país dividido o separado entonces de la otra Alemania por el odiado y oprobioso muro del comunismo.

El traductor nos daba a entender lo que decía el cineasta alemán y de pronto, sobresaltado, escucho que dice: «Cuando venía para acá me dijeron que había un lugar llamado Apure donde uno puede esconderse al ojo del Estado» Y agregó:  «Porque donde yo vivo la policía o los Cuerpos de Seguridad saben encontrarte así te registres en el hotel con otro nombre».

Vimos la estremecedora película y al finalizar el acto me acerqué para felicitar a Schneider y elogiar su participación en el filme. Aproveché para decirle con ayuda del traductor que no tenía por qué ir al estado Apure. «!Si en nuestro país nos persigue la policía política, le dije, uno se esconde en la casa del jefe de la policía!». ¡Era cierto!. (En esos días, el democrático presidente Herrera le dijo a un amigo suyo: ¡Cuídate, que te están buscando!). No le dije nada más a Schneider porque me dio cierta vergüenza revelar los niveles de complicidad que existen en la política venezolana llena de enchufados, oportunistas, gente que claudica y gusta sentirse controlada mientras se trafica a sí misma. Pero fue el alemán quien al referirse a Venezuela confesó su codiciada urgencia y exclamó: «¡Este es el país que ando buscando».