martes, 19 de octubre de 2021

No me digas que es muy tarde ya

 

No me digas que es muy tarde ya, por Omar Pineda

No me digas que es muy tarde ya
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Cuando nos vimos, ya Rafa traía intenciones de revelar el secreto que –yo lo presentía– le agobiaba. Lo supe porque mostró el entusiasmo que no se correspondía con la ocasión. De modo que al regresar de la bodeguita del señor Durán con las dos laticas y abrió la puerta de su LTD marrón, modelo Door Hardtop, yo estaba adentro haciendo zapping en la radio hasta que me detuve en la emisora donde un Ismael Miranda afligido decía que “el amor en mi pasado, por no haberlo comprendido… muchas veces me olvidó…”. Me pasó la cerveza, abrió la suya, tuvo una mirada de extraña complicidad y sonrió sin querer. Tras el gesto repitió la estrofa, no la cantó, como si relamiera cada una de las palabras de la melodía.

La idea era que yo le ayudara ese sábado en la funeraria, que él y su mujer administran de noche, pero como Maite había rodado por las escaleras y estaba de reposo, convino en pagarme lo que ella gana el fin de semana. Bastó que dijera la suma para que no habláramos del asunto y yo debí aplazar sin recelo la atmósfera espeluznante que suele rodear el mundo de los muertos.

Rafael era mi vecino del pequeño edificio donde residimos por años en San Agustín del Norte. Alto, de espaldas anchas, aunque nada espigado, le delataba cierto aire de desolación. Más que amistad lo que existía era el vínculo consolidado por sus dos hijas y la mía, de 5 y 7 años, quienes jugaban en la escalera a las Barbie en un universo de absoluta inocencia. “Coño… esa canción…”, alcanzó a decir y calló de pronto. No dijo más de lo que parecía haberse permitido, o como lo entendí después, porque, sin saberlo, lo tenía reservado para contármelo luego. En siete minutos llegamos. Rafael me presentó a los empleados y a la gerente del turno matutino que le esperaba con ansiedad para entregar la guardia y largarse. Entonces me dijo “¡A trabajar!”.

Para quien haya tenido la desdicha de visitarla, aunque dispone de mayor espacio y su ubicación facilita el traslado hacia el cementerio, la funeraria Los Caobos no goza del prestigio de la Vallés, su rival, donde llevan a las personalidades, desde expresidentes hasta artistas, lo que relega a Los Caobos a tanatorio de segunda, donde se vela tanto a un delincuente abaleado como a un empleado de la alcaldía.

El personal lo conforman los conductores de las unidades y tres jóvenes que asumen la atención a los familiares y visitantes. Rafa se encarga de la oficina central, y mi ayuda se limitaría al teléfono, recibir a los deudos, organizar el catering y, en la quietud de la medianoche, ordenar con él los papeles legales. Luego, junto con la maquilladora, ayudarle a bañar el difunto, y ella se encarga de maquillarlo, dejándolo en la urna listo para ser llorado.

Fue así como a las 2:36 de esa madrugada, cuando habíamos cerrado las salas velatorias y los familiares y amigos se habían marchado, me dijo “espérate que se vaya la maquilladora, y te cuento una vaina arrecha”.  Leymy –y esto suena a humor negro– se tardó mucho maquillándose ya que esa noche le aguardaba el cumpleaños de su hermana.

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Nos quedamos solos en el estrecho local que fungía de morgue. Rafa revisó cuidadosamente los dos cadáveres, “arreglados” por Leymy de una manera tan profesional, que a uno de ellos lo atropelló un autobús y obviamente lo trajeron malogrado. Rafa señaló: “mira, vino hecho un desastre, y ahora ve cómo quedó”. Yo me sorprendía al observarlo pulcro y tranquilo. Apenas un promontorio sobre la ceja derecha, y vestido con traje negro y corbata azul como si esperara el amanecer para asistir a la misa dominical. El otro, un español fornido y malencarado, fallecido de infarto, que le facilitó la faena a Leymy, una profesional que maquillaba a los difuntos con la misma escrupulosidad con la que un artista cincela su obra.

¿Qué cómo se siente uno? Rafa repitió mi pregunta, no porque no haya entendido mi curiosidad, sino porque la interrogante le daba impulso para relatar su caso que someto a la consideración del lector. Estaba tenso y cierta melancolía rozaba su semblante. Teníamos como testigos dos señores en reposo en sus urnas.

Me dijo que si él escribiera las historias más disparatadas de estos siete años de su oficio ninguna como lo que le ocurrió hace tres semanas. “Debo empezar por contarte que la mujer de mi vida no ha sido Maite, sino una portuguesita llamada María de los Ángeles con quien tuve casi ocho años de noviazgo, desde el bachillerato hasta que en una noche entré a una discoteca y me sedujo Maite. Imagínate el impacto de María de los Ángeles cuando le dije que me había enamorado de otra. Sus hermanos, dos tipos rudos que ayudaban al papá en la carnicería, salieron a buscarme no precisamente para pedir explicaciones”.

Seguidamente Rafa se levantó la camisa y mostró la cicatriz de una puñalada que recorría el torax y que resumía la furia de los cuñados. El drama se agravó porque María de los Ángeles bebió un frasco de destapador de cañerías y aunque fue rescatada del suicidio sus hermanos no quedaron satisfechos con la puñalada y debí esconderme un tiempo y contarle a Maite la verdad. Me hizo jurar que no mantendría jamás contacto con la portuguesita. El melodrama acabó cuando Rafael y Maite tuvieron su niña, y mejoró dos años después cuando vino la otra. De María de los Ángeles se supo que los padres la enviaron a estudiar en Lisboa. Fin de la historia.

“¿Menos mal?”, replica el amigo ante mi expresión de alivio. Se peinó la barbilla con los dedos y me observó de forma rara. “Yo también creí que esa historia había acabado”, dijo. Entonces yo, haciendo esfuerzo por soportar la atmósfera lúgubre, con dos cadáveres de testigos, le insté a contarme el resto arriba en su oficina. Pero Rafa se rehusó porque su historia –insistió– precisaba del escenario donde se desarrollaron los hechos. Se puso dramático y expresó, como si lo estuviera leyendo en alguna parte, “chamo, con los muertos nunca se sabe si son ellos quienes desean resucitar o si son los vivos quienes quieren que resuciten”. Algo molesto por la atmósfera a lo Stephen King que Rafa quería imponer a su narración le apuré a que terminara de contarme qué carajo pasó. En verdad estaba por perder la paciencia. Entonces habló:

-Hace tres semanas trajeron el cadáver de una mujer que se volcó desde el segundo piso de la autopista del este. Tú sabes que en la morgue de Bello Monte la policía y los forenses apenas revisan el cuerpo, anotan los datos personales y señales físicas. Fotos del cuerpo desnudo, close up en las heridas y la anotación vaga de algunos datos para el expediente. Los familiares, todavía bajo estado de shock, firman sin leer. Después lo trasladan a una funeraria y es entonces cuando nosotros nos esmeramos en maquillarlo para que aparezca en el velorio como si la hubieran invitado a una fiesta.

Fue así como Rafa sin saberlo recibió el cuerpo literalmente aplastado de la mujer, y no fue hasta que redactando el contrato de servicio fúnebre con los familiares cuando Maite se entera que se trataba de María de los Ángeles. Angustiada le previno por teléfono a Rafa para que se quedara en la sala de difuntos a donde justo había descendido, porque –le alertó– en la oficina estaban los excuñados, entre molestos y frustrados. Mientras permaneció justo donde transcurría su relato, Rafa dice que se desplomó, no sabe si de la impresión o del miedo.

Leymy le preguntó “¿qué le pasa, señor Rafael?”, y percibió que al jefe le roía sin tregua cierta desesperación. A Rafa no le quedó más salida que contarle su drama, y la maquilladora, nerviosa, tomó previsiones y cerró la sala. Leymy se esmeró en arreglar el cadáver y a Rafa le consta que dedicó más tiempo en acicalarla para que María de los Ángeles quedara como una concursante al Miss Venezuela. Terminada la faena, se marchó.

-Entonces me quedé con ella y otro cadáver, al que afortunadamente Leymy ya había arreglado. Mosca… esto que te voy a confesar ahora que no se lo he dicho a nadie. Pero solo con ella me le acerqué a quien fue mi novia, la contemplé desnuda e inerte y sin pensarlo le estampé un beso en la boca, más de amor que de despedida… te juro que mientras me inclinaba para besarle su brazo derecho se movió y sentí como si buscara aprisionarme.

No sé de algún apartamento contiguo a la funeraria salió la canción de Ismael Miranda que escuchamos en el carro esta mañana. Así que miré por última vez a la portuguesita y me cabreé tanto que hui. Ahora dime, ¿tú crees que esto sirva para un cuento?

Ignoro si Rafa me decía toda la verdad, pero yo, que solo creo en Dios cuando se mueve el piso durante un sismo y que disfruto de las historias de H. P. Lovecraft por su calidad narrativa, empecé a notar un extraño temblor en el estómago que luego se fue propagando a mis rodillas y a las manos. Entonces, intenté de no perder la calma y haciéndome el duro le dije “coño, Rafa… puede servir para escribir un relato… pero mejor, vámonos de aquí y lo hablamos allá arriba en la oficina”.

Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España

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