Julio Cortázar, por Pablo M. Peñaranda H.
Twitter: @ppenarandah
Jamás he vuelto a encontrar un equipo con la fuerza emocional y la capacidad intelectual para convertir en realidad los sueños como aquel que teníamos mientras cursábamos el quinto año de Psicología. Pasaba por Venezuela el escritor Julio Cortázar y todos habíamos leído con pasión desmedida su libro Rayuela, así que decidimos localizarlo y proponerle una cena con el grupo.
Realizados los contactos, logramos entrevistarnos con él. Oyó detenidamente nuestra solicitud y, con cierta calma, al aceptar, nos pidió que en los alimentos de esa noche no se usara ajo, dado que era alérgico a ese condimento. Entusiasmados, precisamos la hora y el día.
Se acordó llevar a cabo la reunión en el apartamento de Martha Stalina Cedeño, una militante de la bondad y la solidaridad, quien de inmediato planteó que el plato principal debía ser hallacas, dado que, pese a que no estábamos en época decembrina, era el plato más representativo de nuestra cultura culinaria.
Aprobado el menú, se organizó todo, pensando en la maravillosa noche que nos esperaba.
Llegado el momento, desde el comienzo la noche se iluminó con aquel genio que escuchaba y opinaba sobre nuestras lecturas literarias.
En un momento dado, Julio Cortázar consumió la mayor parte del tiempo con los amigos Luis «Licho» Bello y Félix Molina, dos fanáticos y coleccionistas de discos de jazz, quienes se adelantaron a expresarle sus opiniones sobre el cuento El perseguidor, dibujando ambos como protagonista a Charlie Parker. Para sorpresa de todos los comensales y asombro de estos dos melómanos, Julio nos informó que el cuento estaba ambientado tomando unas anécdotas de Lester Young y de Dexter Gordon.
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Frente al asombro de ese par de melómanos consagrados, yo aproveché para narrarles a todos, con la mirada puesta muy particularmente en Cortázar, que en mi primer viaje a La Habana —cuando todavía pesaba la censura sobre todas las manifestaciones de la cultura norteamericana, incluyendo al jazz— los pocos conjuntos de jazz que existían eran clandestinos. Mis amigos, solidarios y a sabiendas de mi pasión por esa música, organizaron una sesión en una casa que quedaba a unos ocho kilómetros de La Habana, que era de un pianista que además se ocupaba de una cría de perros de caza.
El pianista era dueño también de una batería, por lo que se tuvo que localizar al baterista, a un trompetista y a un saxofonista, quien, por ventura, ejercía de taxista entre los turistas canadienses. Se planificó el traslado para las seis de la tarde y, con puntualidad, a esa hora aparecimos todos en el lobby del hotel y el trompetista mostró, con gran alegría, dos hermosas botellas de ron.
Llegamos a la hacienda. Hechas las presentaciones de rigor y tras consumir la primera ronda de ron, el saxo empezó una conversación con la trompeta, lo cual dio inicio a un coro de ladridos que se impuso por completo y obligó a detener la interpretación. Esperamos al silencio de los perros en medio de otra obligatoria ronda de ron.
Yo señalé, dado que los perros conocían la música del piano, que deberíamos comenzar la intervención con dicho instrumento para facilitar la entrada de los otros. Así se hizo, pero no habían transcurrido un par de minutos de los acordes del piano cuando los perros iniciaron un sonoro escándalo y, esta vez, sus ladridos no se aplacaron sino al transcurrir casi la hora. Esperamos unos minutos para iniciar de nuevo, pero esta vez el saxofonista, dado que mi teoría había despertado más furor en los perros, convenció al baterista de que, contra viento y marea, la interpretación iba y así fue. Arrancaron con entusiasmo, pero los perros, esta vez como si hubiesen tomado un segundo aire, aumentaron sus ladridos. Pienso que algunos otros de ellos, que se habían mantenido indiferentes hasta ese momento, se sumaron al coro, puesto que el escándalo fue tan monumental que todos los instrumentos se detuvieron.
Ya las dos botellas habían desaparecido y la noche avanzaba con determinación. El saxofonista habló de la necesidad de regresar a La Habana y, de común acuerdo, sostuvimos que la noche se había perdido para el jazz. Al regreso nos sorprendió un silencio impresionante durante toda la carretera y al entrar a La Habana nos dio la impresión de una ciudad desierta.
Terminada mi narración, Cortázar ratificó, con ciertos ejemplos, lo de la censura del jazz y se pasó de nuevo, con detalles y discusión, a los poetas y escritores latinoamericanos.
El fin de la noche llegó. Se produjeron las despedidas. Creo que para cada uno de los presentes, los recuerdos de esa noche serán momentos estelares en cada una de nuestras vidas.
Solo eso quería contarles.
Pablo M. Peñaranda H. Es doctor en Ciencias Sociales, licenciado en psicología y profesor titular de la UCV.
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