Río Congo, el más profundo del mundo
Ángel Galeano Higua
Este libro ha sido una de las experiencias más enriquecedoras que hemos tenido Carmen Beatriz y yo como lectores. Motivados por esa comunión con el río Magdalena que nos atrapó durante diez años, allá, en el Sur de Bolívar, y que nos hermanó con el río Cauca, el Chicagua, el Nechí y tantos otros de esa exuberante telaraña que rodea la Serranía de San Lucas, nos vimos fascinados por este libro sobre el río Congo. Desde mucho antes de la pandemia adquirimos el hábito de leer en ayunas, un ritual que nos ha permitido «devorar» el aperitivo de varias obras maestras de la Literatura, el Arte y la Historia. Nos sirvió de aliciente durante la cuarentena, remedio contra el estrés, abríamos este formidable libro con la zozobra de lo que sucedería en esa legendaria travesía y al cabo de los días teníamos el temor de avanzar porque no queríamos que se terminara. Creo que este es el anhelo de todo lector inquieto: instalarse en una aventura de gran calibre con la esperanza de que no acaben nunca sus páginas, que nos mantengan en el dichoso vilo de un suspenso repleto de senderos. De por sí el universo del río (¿existirán dos ríos iguales?) contiene tantos enigmas como el planeta mismo. El río Congo es una historia narrada de manera magistral por Peter Forbath, corresponsal de la revista Time en África. Quizás por ese espíritu viajero en un continente como aquel, el periodista se desbordó ante la exuberante realidad para expresar más allá de las “verdades” noticiosas, el “misterio de las cosas”, esto es, se superó hasta más allá de la literatura misma, como la conocemos, y nos entregó un formidable libro difícil de encasillar según los rótulos predeterminados de académicos, reseñadores y promotores de lectura. Tiene tanto de reportaje, como de crónica, historia y aventura, antropología y poesía, descripciones y apuntes de bitácora como un navegante explayado a la curiosidad y el asombro, que transmite con generosidad en la fuerza de su prosa. Es un tratado, pero también es un relámpago poético en su sólida trama.
¿Puede acaso el ser humano conocer la historia de los ríos? ¿Del río Congo, en este caso? Los ríos existen en la Tierra desde antes de la aparición del ser humano, quien a duras penas podrá intentar arañar una idea del origen del universo, de la Tierra, de los ríos y los mares, de las montañas y la vida.
Este libro es un inmenso atrevimiento similar a quienes quisieron dominar el río, esculcarlo para descubrir su cuna a finales del siglo XV. Apabullado ante semejante gigante, el ser humano lo mitificó, intentando “explicar lo inexplicable”. Durante siglos lo navegó, orillado primero, temerario después, topándose con los meandros llenos de secretos, los rápidos y las cascadas milenarias de grandes proporciones. Los exploradores hicieron gala de valentía, intrepidez y temerario arrojo, rayando en lo enfermizo de jugarse la vida.
El río Congo: el que se traga a los demás ríos, el río tenebroso, el río que fluye hacia el norte curvándose para desembocar en el Atlántico, el río erizado de cataratas y remansos. No será tan largo como el Amazonas o el Nilo, pero es el más profundo del mundo.
La obra de Peter Forbath recrea la inquietud humana por explorar la geografía, por querer conocer al planeta desde sus diversas facetas, por enriquecer su conocimiento hasta niveles que se confunden con la obsesión y la pulsión enfermiza, a tal extremo que la vida de estos viajeros entra en juego, como si actuaran desde la inmortalidad. Medran a su alrededor los ambiciosos gobernantes, dueños de poderes heredados o arrebatados que ambicionan domeñar el río Congo para sus negocios. Cultivan sin ningún miramiento el tráfico de esclavos, su codicia por explotar las riquezas africanas se exacerba, hasta llegar a niveles de locura como narra Forbath sobre el rey Leopoldo II de Bélgica, que fundó un país en África como feudo propio, incluyendo vidas y muertes, y, por supuesto, el río Congo.
En esta monumental historia brotan dos personajes fundamentales: David Livingstone y Henry Morton Stanley, sin los cuales la aventura de “descubrir” el río hubiera sido imposible.
Comparto aquí el Prólogo de Peter Forbath, verdadera pieza de degustación para que se animen a entrar en esta maravilla de libro.
Leer este libro nos permitió sobrellevar los azarosos días de la pandemia. Nos ayudó a soportar esos largos días de cuarentena, y más para nosotros, que tanto amamos los ríos. Desde hace varios años leemos antes del desayuno, es un ritual vivificante que nos ayuda a saludar el nuevo día, con lluvia o con sol, y alimentar nuestra imaginación de viajeros impenitentes.
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Prólogo
Peter Forbath
Congo. Dos sílabas cortas golpean la imaginación como un tambor de la selva, evocando pesadillas de oscuridad primigenia, misterios insondables y espantoso salvajismo. Ninguna otra palabra lleva en sí tanto poder. Ningún otro símbolo representa en forma tan vívida el mito y la magia de África como el fabuloso río bautizado con esas dos sílabas bárbaras. Esto ha sido así durante cientos y cientos de años, desde los tiempos en que el Congo apareció por vez primera en la geografía y la literatura de la civilización occidental en el siglo xv.
En una época, el primitivo esplendor del reino del Kongo, descubierto por el capitán de una carabela portuguesa en la desembocadura del río, dio imponentes connotaciones al nombre y al lugar. En otra época representó las espantosas crueldades del comercio de esclavos europeo que durante más de tres siglos devastó las selvas de la cuenca fluvial. Hubo tiempos en que simbolizó los espeluznantes relatos de los colosales viajes emprendidos en el río por los exploradores. Incluso en otros tiempos rememoró las incalificables atrocidades perpetradas por sádicos aventureros al servicio de un infamante rey belga. En nuestra época, y en mi caso particular, las escalofriantes imágenes que el nombre y el río siguen evocando son fruto de los terribles años de guerras civiles y tribales ocurridas luego de que el Congo Belga alcanzara la independencia en 1960.
Vi el río Congo por vez primera en uno de los momentos más convulsos de aquellos años de violencia. Fue en Stanleyville (actual Kisangani) durante la rebelión de los simbas —leones en swahili— ocurrida en 1964. En el otoño de ese año, y durante ciento diez días, un ejército de guerreros caníbales, embriagados de mira, enfundados en pieles de mono, armados de flechas envenenadas y embrutecidos por la dawa del hechicero sembraron el terror en Stanleyville. Los simbas fueron derrotados por el súbito ataque militar lanzado por paracaidistas belgas y mercenarios blancos. Cuando llegué a aquel lugar para dar cobertura periodística a la liberación, la ciudad ya era un osario.
Miles de personas habían sido masacradas. Cadáveres con mutilaciones, algunos a medio devorar, yacían en las calles. El hedor de muerte y descomposición pendía en forma empalagosa del aire cálido, húmedo y opresivo. El miedo reinaba por todas partes. Los simbas habían huido, pero nadie sabía a ciencia cierta cuán lejos ni por cuánto tiempo. Podían estar acechando en las sombrías selvas tropicales que rodeaban la ciudad, aguardando el sibilante aviso del hechicero para regresar. La población estaba sobrecogida de miedo. El silencio provocaba una extraña sensación.
Me encaminé al río. Los muelles estaban desiertos. Los destrozados almacenes y cobertizos que se alzaban a lo largo de la bahía habían sido abandonados. Un viejo vapor de paletas, los cascos de algunas gabarras herrumbrosas y unos pocos remolcadores olvidados crujían contra el embarcadero. De pronto, en lo alto, un águila pescadora lanzó un chillido horripilante y en algún lugar alejado una mujer enloquecida de terror se hizo eco del reclamo. El río no prestó atención y siguió avanzando entre las orillas oscuras y boscosas, de color gris plateado, lanzando destellos malévolos bajo el agobiante sol de la selva, ajeno a todo lo que no fuera el inexorable movimiento, avanzando, eternamente joven, rumbo al mar. Aquella atmósfera me hipnotizó. De repente pude comprender todos los siglos de temerosa fascinación que los países occidentales han sentido por el Congo. Creo que fue allí donde comencé a pensar en este libro.
El libro que tenía en mente no era el que pensaba escribir. Era el que deseaba leer. Antes de viajar a África por vez primera, había leído dos extraordinarios clásicos de Alan Moorehead, The White Nile y The Blue Nile. Fue en ellos donde aprendí más acerca del mito y la magia de ese río que en ninguna otra obra leída antes ni después. Fue ese tipo de libro el que empecé a buscar luego de aquel asombroso día en Stanleyville. Es cierto que en las bibliotecas y archivos existentes a todo lo largo y ancho del mundo se puede consultar una copiosa literatura sobre el Congo. Hay libros sobre la hidrografía del Congo y sobre la flora y la fauna de la cuenca fluvial. Existen monografías sobre el reino del Kongo y sobre los pigmeos que habitan las selvas tropicales. Tenemos crónicas de los primeros viajeros llegados al Congo, biografías de los exploradores europeos que arribaron después, relatos de formidables aventuras y muchos volúmenes sobre diversos aspectos del río en el contexto político de los últimos tiempos. Sin embargo, por extraño que parezca, no existe ninguna obra sobre el Congo que se asemeje a la historia del Nilo escrita por Moorehead, una historia del descubrimiento, exploración y explotación del río por parte de Europa escrita como una impecable serie de increíbles aventuras capaces de explicar el espacio tan singular reservado al Congo en la imaginación de los países occidentales. Éste aspira a ser ese libro.
Al empezar a escribirlo tuve que abordar la fastidiosa cuestión de la nomenclatura. Muchos nombres han cambiado, de hecho, casi todos. Sobre todo, ha cambiado el nombre del propio río. A partir de 1971, como parte de la campaña de authenticité iniciada por un gobierno nacionalista africano interesado en borrar las últimas huellas del dominio colonial europeo, se lo ha llamado río Zaire. No es difícil entender, e incluso comprender, los sentimientos que explican la sustitución de nombres de evidente corte europeo como Leopoldville, Stanleyville y Elizabethville por auténticos nombres africanos como Kinshasa, Kisangani y Lumumbashi. Sin embargo, cambiar Congo, voz africana de innegable autenticidad, por Zaire, que en realidad no sólo no es una auténtica palabra africana, sino que ni siquiera es una palabra —incorrecta pronunciación en portugués de la antigua voz kikongo nzadi o nzere, que significa “el río que se traga a los demás ríos”—, deja mucho que pensar. Hasta que recordamos las poderosas connotaciones que sigue teniendo la palabra Congo, tal como me sucediera a mí hace algunos años.
Mientras viajaba en lancha por el estuario desde punta Banana hasta Matadi, me puse a conversar con un joven veterinario del gobierno zaireño que solía hacer ese viaje para inspeccionar el ganado de las aldeas tribales situadas a lo largo de las riberas. En medio de una charla amistosa e intrascendente, se me ocurrió llamar Congo al río. El rostro del funcionario se endureció y éste tuvo a bien rectificarme llamándolo Zaire. Quedé sorprendido, me disculpé y aproveché la ocasión para preguntarle acerca de lo que, en mi opinión, era un disparatado cambio de nombre. Para él no era un disparate en absoluto y me contestó en tono enérgico: “Comprenderá usted, amigo mío, cuando le explique que Congo es una palabra muy pesada. Es una palabra demasiado pesada para que un pueblo como el nuestro pueda llevarla sobre los hombros en estos tiempos modernos. Cuando estudiaba en Europa nunca me gustó decir que era congolés. Me hacía pasar por guineano, porque en Europa, en los Estados Unidos y hasta en África, Congo ha llegado a representar todo aquello que queremos dejar atrás, todo el pasado salvaje y primitivo”.
No tengo nada que objetar a esos sentimientos. En realidad, no me es difícil compartirlos. Sin embargo, este libro versa precisamente sobre el pasado que Zaire lucha por dejar atrás, sobre la historia del Congo cuando en verdad era el Congo. Estoy seguro de que los lectores comprenderán que la decisión de seguir llamando a ese maravilloso río por el nombre antiguo y evocador es ajena a cualquier intención de herir la susceptibilidad de alguien hoy en día.
EL PEQUEÑO PERIÓDICO, 18-2-2023
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